17 de septiembre de 2008



¡YO SI LO SÉ, PARA QUE "USTÉ" VEA!
por Carlos Platero Fernández

A mí, como aficionado de siempre a la lectura, amante fervoroso y sentimental de los libros, entre los muchos que lograron aplacar mis constantes ansias de leer, uno de los escritores, en este caso escrito­ra, que más me haya impactado en la adolescencia ha sido Elena Fortún.
¿Elena Fortún?,... se interrogará a sí misma más de una persona de las que estas líneas lean. Sí, Elena Fortún, la feliz creadora de todo un mundo selecto infantil que gira alrededor de una niña llamada Celia. Aquella Celia marisabidilla, salada, buena y travie­sa al mismo tiempo, que aún no ha muchos años fue rescatada del olvido al protagonizar una serie de televisión española que tuvo en su día gran audiencia tanto en pequeños de las generaciones actua­les como en muchos mayores televiden­tes y lectores de antiguo y cuyos guiones, ceñidos en verdad lo más y mejor posible al original literario salieron de la pluma de la laureada escritora Carmen Martín Gaite, fallecida en el pasado año de 2000.
La autora, la creadora del simpático personaje que apareció en la prensa madrileña en el transcurso del primer tercio del sigo XX en las páginas del rotativo "ABC", fue Encarnación Aragonés Urquijo conocida en el mundo de las letras por el seudónimo de "Elena Fortún" tomado del título y personaje protagonista de una novelita de su marido el escritor y militar Eusebio de Gorbea.
Todavía recuerdo con agrado la repetida lectura de aquellos libros juveniles con títulos como "Celia en el colegio", "Cuchifri­tín y sus primos", "Cuchifritín y Paquito", "Travesuras de Matonki­ki", "Celia madrecita", etc.; y confieso aquí en mi biblioteca casera figuran más de la mitad de los veinte volúmenes diferentes de ese mundo de Celia que se llegaron a publicar. Personajes entra­ñables todos que a muchos de generaciones como la mía nos acompaña­ron en gran parte de nuestras infancia y adolescencia y a los que muchos de sus ávidos lectores no hemos olvidado jamás.
Tanto me ha seducido el tema que ya desde hace cierto tiempo vengo reuniendo material preciso y que, lamentablemente no abunda como yo quisiera y es bastante escaso para poder componer un amplio tratado, una verdadera monografía sobre Elena Fortún y su obra, repito que tan injustamente silenciada en la actualidad, salvo, acaso por Carmen Bravo-Villasante en una especie de diccionario de autores de literatu­ra infantil mundial y por la ya citada Carmen Martín Gaite, que por mor de la asimismo indicada serie televisiva glosó con gran galanura la figura y la obra de esta autora.
Pues bien; aprovechando una breve estancia en Madrid después de habernos desplazado desde las islas parte de mi gente canaria y yo para asistir a la boda de un familiar en la imperial Toledo a comienzos de este pasado verano, acudí en cuanto pude a la Biblio­teca Nacional de La Castellana logrando allí como era mi deseo consultar y aún fotocopiar o imprimir a través de un propicio y dispuesto PC un trabajo literario sobre Elena Fortún que allí se conserva microfilma­do, aparecido en varias páginas de un número extraordinario del "ABC" de hace unos años. Y mediante su lectura detenida tuve noticia de que en algún lugar de los jardines o Parque del Oeste madrileño se alza un sencillo monumento recordando a esta escritora; lo que, como es de suponer me alegró, decidiendo de inmediato el acudir allí para reconocerlo y fotografiarlo con vistas a mi proyectada monografía.
Y así sucedió el mismo día siguiente, en horas tempranas de una deliciosa mañana en que desde la Gran Vía en uno de cuyos hoteles nos alojábamos mi mujer y yo, tomando el metro en dirección Argüe­lles y la Ciudad Universitaria, al ajardinado bosque me dirigí, no sin tener que sortear el fluido, intenso y muy denso tráfico rodado que por la zona ya se estaba desarrollando.
Innecesario me parece el hacer aquí incapié el que una vez en el frondoso paraje bien pronto comprendí que me era preciso ayuda para tratar de localizar por mi mismo el dichoso monumento pues "el bosqueci­to" de hayas, encinas, plátanos de indias o lo que fuese era impresio­nante, para mí al menos y, además, bien pude advertir pronto que había distintas estatuas de cariz broncíneo, de hierro fundido, monumentos varios de mármol, piedra o cemento, etc.
Había allí, frente a la Puerta de Carlos III y la estación del metro de Argüelles una especie de kiosco o café-bar o merendero junto a uno de sus accesos, paseo o avenida asfaltada a cuyos bordes o aceras había aparcados gran cantidad de automóviles en tanto que otros se deslizaban por ella cuesta abajo hasta una rotonda que regulaba fluida circulación que supuse en dirección y procedente de Aravaca, inicio de la carretera de La Coruña, al Escorial o algo así. Y a aquel característico estable­cimiento, como observase que lo estaban abriendo me dirigí con la intención de tomarme un café, cosa que no pudo ser porque no estaba todavía de servicio, abierto al público, según me explicó quien allí estaba poniendo en orden el mostrador y que por su característico acento me pareció sudamericano, lo que él mismo confirmó al solicitarle yo entonces información de lo que andaba a buscar en aquellos andu­rriales y contestarme que era extranjero y no conocía el Parque lo suficiente para lo que le requería.
En aquellos momentos se aproximaban al sitio una pareja de poli­cías municipales, mujer y hombre que con fría cortesía me escucha­ron en mi cuita para luego, con el consabido y simultáneo encogi­miento de hombros alegar desconocer la ubicación y ni tan siquiera la existencia del tal monumento.
Ya un tanto descorazonado, aun me atreví a incidir en el tema, primero con un señor que, negra cartera o maletín de trabajo en mano, acababa de aparcar su coche un poco más abajo y con un expre­sivo gesto interrogante de manos no supo responderme. Y lo mismo me sucedió con una joven que, vestida con vistoso chandal de colores surgió de entre la frondosa y cuidada arboleda sujetando por larga correa a un pequeño perro que, al parecer, no hacía más que oliscar todo a su alrededor y de cuando en cuando levantaba una pata trase­ra con la intención clara y manifiesta de echar por doquier una pequeña meada en lo que acaso consideraba su perruno dominio y que su dueña le estorbaba con enérgicos tirones de la dicha correa. Mostrando extrañeza y frunciendo los labios en un mohín, no supo contestarme.
¡Maldita sea!, pensé por un momento encorajinado, ¿sería posible que no lograse yo dar con el monumentito aquel de marras y poder hacer le algunas fotografías con la máquina que, enfundada llevaba al efecto colgada de mi muñeca?... Por otra parte, me pareció absurdo el que yo intentase a ciegas la búsqueda en aquella amplia área boscosa que tenía a la vista y en perceptible cuesta abajo, cuesta que luego necesariamen­te debería de subir dado que descono­cía otras posibles salidas, asunto nada grato dada mi habitual holgazanería para aquellos trotes "deporti­vos". Además, llegué a pensar, decepcionado y desilu­sionado a la vez que si ni aquellas gentes que por el Parque solían transitar a lo que parecía, raro tenía que ser que algún otro transeúnte me contestase favorablemen­te si lo abordaba. Pensé pues en regresar al centro, a la Gran Vía y al hotel ya que ni un café podía tomar allí de momento.
Y fue entonces cuando me apercibí de que cerca de donde yo me encon­traba de pie, indeciso y frustrado, estaba un mozalbete, a lo que pude apreciar medio uniformado con unos ropajes parecidos a los de los bomberos, personal de limpieza o jardineros municipales, que supongo que era lo que debería de ser y que había estado manejando una especie lanza rematada en un tridente o, mejor, como una esti­lizada horquilla, un rastrillo de largo mango o algo así que le servía para recoger trozos de plásticos, papeles, cartones, bote­llines vacíos, etc. que los seres humanos inciviles al uso habían dejado esparcidos en la zona en sus correrías nocturnas y a la mayoría de los cuales la suave brisa mañanera hacían revolotear de cuando en cuando hasta que reunidos en pequeños montoncitos él los había ido depositando en una grande papelera instala­da para ser transportada en una carretilla de mano.
Era un joven no muy alto y más bien delgado de figura, de apenas insinuado bozo, rala pelusilla más que barba en el rostro, de aspecto un tanto estrafalario y mirar parpadeante y algo huidizo o timorato y que en aquel momento permanecía con ambas manos apoyadas en el mando del apero, habiendo abandonando momentáneamente su tarea, pareciendo que estaba interesado, atento al resultado de mis indagaciones, pero perma­necien­do silencioso, con la boca entrea­bierta un tanto babeante en sonrisa que me pareció más bien bobali­cona.
Aunque en buena ley supuse que no tenía el mozo aquel pinta de saber de lo que yo andaba buscando, no obstante, al observar su atención prendida en mi persona, antes de rendirme a la ya previsi­ble evidencia de fallar en el propósito que allí me llevara, decidí preguntarle a él también.
Y el que debía de ser un peón de la limpieza municipal no me dió ni tiempo de detallar un tanto la pregunta pues, demostrando que sí había estado atento a mis infructuosas indagaciones al kiosquero, a los guardias municipales, al hombre del maletín y a la mujer con el perro, con una sonrisa que infantilizó todavía más sus rasgos y meneando la cabeza de arriba a abajo en reiterado cabeceo se soltó a decir:
_ ¡Yo si lo sé, para que "usté" vea! .- arrastrando los vocablos con el característico y simpático acento chulesco o antaño barriobajero madri­leño, que le decían nuestros mayores.
Por un instante renacida mi esperanza, insistí en indicar que lo que yo trataba de localizar era una estatua o algo parecido dedica­do a una señora llamada Elena Fortún. Y mi interlocutor acabó maravillándome al añadir que, no solo sabía donde estaba sinó que tenía una dedicato­ria de los niños españoles y que se encontraba allá abajo, en el interior del parque por donde se iba camino de lo que la gente llamaba "la Fuente de la Salud". ¡Vaya con aquel simpático peón jardinero, mozo de limpieza o lo que fuese que me había parecido un tanto abobado o infelizote él!. Medio me explicó a su manera que le gustaba de siempre recorrer todo el extenso Parque del Oeste que más allá del encauzado río Manzanares se llegaba hasta las proximidades de la misma Casa de Campo, por lo que lo conocía bien y que muchas veces se había parado ante el monumento que hacía años el ayuntamiento dedicara a aquella señora a la que los niños españoles debían haber querido.
Con todo detalle me indicó como debería de bajar por la acera de enfrente hasta la amplia rotonda reguladora del tráfico en la zona, pero que, inmediatamente antes de llegar a ella, donde estaban un paso de peatones y varios semáforos, habría de girar a la derecha, tomar un sinuoso sendero asfaltado que descendía en declive y que era el camino que conducía al paraje conocido de los madrileños como el de La Fuente de la Salud, pero antes, no a mucha distancia de la avenida estaba lo que yo buscaba.
Y, efectivamente, siguiendo sus instrucciones encontré el tal monumen­to que, debo de confesar aquí, me defraudó mucho y aún me indignó pues es modestísimo, además de estar enclavado en un pésimo sitio, medio escondido entre unos arbustos, desconocido para casi todo el que pueda pasar por allí. Se compone de un conjunto de tres bloques en posición vertical y unidos entre sí, de piedra caliza o arenisca o acaso de cemento armado, de unos dos metros de alto por otros tantos o poco más de largo y varios decímetros de grosor, que simboliza como un tríptico o quizás las páginas de un libro abierto ostentando en la parte alta central un bajo relieve como un camafeo con el busto de la escritora y debajo la leyenda "Los niños españo­les a Elena Fortún. 1886 - 1952" y a ambos lados también en bajo relieve las siluetas de una niña ofreciendo una flor y afrontado, un niño con un libro entreabierto así mismo en posición de oferen­te. Todo ello sobre una base cuadrangular del mismo material. Un pequeño macizo de flores al frente y todo ello rodeado de cesped y de la fronda allí bastante espesa del bosque.
Menguado recuerdo y evocación de quien tan bien supo mantener encendi­da la imaginación de los niños de su época, que, de todas formas, en la mayoría de los casos parecen actualmente haberla olvidado por completo.
Las Palmas de Gran Canaria, octubre 2001

Guagua , tempestad y niño

De LOS RELATOS DE PLATERO


GUAGUA, TEMPESTAD, NIÑO Y SUSTO
Por Carlos Platero Fernández
Gracias a Dios, en esta para mí bendita tierra canaria, al menos en el ámbito geofísico de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria no suelen ser frecuentes las tormentas atmosféricas con aparatosidad de electricidad estática en el ambiente, relampagueos y tronadas.
Por eso fue que me llamó la atención la que parecía estar fraguándose, organizándose sobre nosotros hacia el nordeste, más allá de La Isleta donde por el horizonte se iba corriendo poco a poco, de forma aparente hacia islas cuales la de Lanzarote y la mas cercana de Fuerteventura, cuya silueta nítida de uno de sus extremos otras veces en situaciones parecidas suele recortarse entre mar y cielo como augurio de que pronto va a llover, según el dicho campesino y marinero grancanario de que, "Ver Fuerteventura, es agua segura", o algo parecido.
Como en tantas otras ocasiones viajaba yo en una moderna y amarilla guagua de las del transporte municipal, sentado al lado derecho junto a la ventana-cristalera que me permitía contemplar la amplia panorámica ciudadana como con objetivo fotográfico de gran angular puesto que, como el vehículo de servicio público correspondía a la línea 3, íbamos subiendo la prolongada cuesta de San Antonio, sobre el Paseo de Chil en dirección a la Ciudad Alta, las grandes barriadas de Schamann y Escaleritas, que era ésta la de mi residencia domiciliaria e inmediato destino.
Iba yo entretenido y en cierto modo absorto pues si bien quedaba atrás el bloque compacto de los barrios de la historiada Vegueta y la comercial Triana, tenía allí ante mí gran parte del perímetro de la ciudad, la Ciudad Jardín, Alcaravaneras, Santa Catalina, la Isleta y toda la urdidumbre del Puerto, sus dársenas, muelles, diques de abrigo y espigones de atraque que a mí me parece que van aumentando, agrandándose más y más al paso de los días; y de fondo las características masas volcánicas de Las Isletas. Sobre todo el conjunto un firmamento encapotado de compactas masas de nubes de tonalidades grisáceas, plomizas.
En principio me había llamado más la atención el mar en su inmensidad cuyas aguas agitadas, a impulsos de un viento que se adivinaba como reinante en la zona se iban tornando de una coloración azul-verdosa, grisácea y turbia en movido oleaje que se denunciaba con innúmeros trazos menudos de blancas espumas bailoteantes a la distancia. Luego presté atención más acentuada al conglomerado de nubes que iba entenebreciendo el ambiente al encapotarse más y más y de entre las cuales, entre tonalidades cárdenas pronto comenzaron a surgir algunos relámpagos de lívidos fulgores que al venir perceptible la tormenta hacia nosotros dejaban oír luego el retumbar de varios truenos.
Ya la guagua en la cima de la empinada subida, dispuesta a girar a la izquierda para bordear en parte el remozado parque de Don Benito, unos potentes relámpagos producidos por alguna chispa allá en lo alto fueron seguidos casi al instante por atronador y restallante trueno, lo que nos indicó a los pasajeros bien a las claras que la repentina tormenta o aparato eléctrico de las nubes estaba ya encima de la ciudad e hizo que más de uno de nosotros se sobresaltase y aún, en determinados casos dos o tres niños de los más pequeños, cogiéndose convulsos a quienes llevasen más próximo y gimoteasen verdaderamente asustados.
Y el hecho, entonces me hizo evocar en fugaz rememoración el suceso alusivo a un momento parecido que aún no hace muchos días se me contó, que me hizo gracia y que fue el siguiente:
El niño, que todavía no contaba con los dos años de edad, según los que bien le querían, era lo más parecido a un querubín, a uno de esos angelotes de las estampas piadosas y de las pinturas clásicas de temas religiosos que siempre aparecen rubicundos, un tanto gordezuelos de formas, de piel aterciopelada y sonrosada, ojos azul celeste y cejas y cabello rubio dorado, en cuyo rostro de mofletes colorados destacaba la boquita de pepón de juguete, de labios humedecidos y tono de brillante rojo carmín, o mejor, de color de guinda o cereza madura.
Semi vestido con tan solo un albo pero algo manchado roponcillo y descalzo, un tanto sudoroso y diciéndose de cuando en cuando y como a sí mismo alguna frase o palabras ininteligibles que a veces le hacían sonreír y gorjear con regocijo, jugaba sobre el edredón o cobertor de la amplia cama materna, entretenido con la variedad de juguetes de plástico, cartón piedra o goma de distintos colores chillones y llamativos que le rodeaban.
Por las entreabiertas puertas acristaladas o ventanales que daban acceso al balcón penetraba la luminosidad un tanto mortecina del exterior que en la tarde otoñal parecía atenuada merced a la compacta masa de nubes de tonos grises y plomizos que presagiaban inminente tormenta. Lo que se confirmó cuando, efectivamente, empezaron a oírse todavía lejanos pero ya retumbantes los primeros truenos.
El niño, al oír la tronada suspendió por unos momentos sus juegos manuales y sus grititos y alzando el rostro y la mirada exclamó con voz clara: "¡Vión!". Porque recordó que al sonar más de una vez el ronroneo de aviones y helicópteros comerciales y militares que por alguna razón y contraviniendo normativas aeronáuticas sobrevolaban la ciudad, su mamá le había explicado que al tal ruido sobre sus cabezas que parecía a él inquietarle o intrigarle no había que temerle y provenía de ellos, "del avión".
Volvió sin más el niño a sus entretenidos juegos y si de nuevo resonó el trueno, repitió sin alterarse lo de "¡Vión!"
Pero la tormenta se estaba aproximando, surgió algún fugaz y lívido resplandor que producía la chispa, el relámpago o el rayo al zigzaguear entre las nubes y el sonido del trueno subsiguiente era más y más prolongado, estruendoso y potente.
El niño, ya preocupado y suspicaz, descendió como pudo del cálido espacio de la cama. Descalzo como estaba corrió a asomarse al balcón, permaneciendo por unos instantes allí alertado, como a la expectativa.
Y una vez más, en la ocasión precedido de instantáneo y fulgurante resplandor del restallante rayo que debió de haber descargado cercano, sonó el pavoroso trueno que se prolongó y que él reconoció que se asemejaba al prolongado crujir de una traca verbenera, como la que aún no hacía mucho oyó en la avenida por causa de una popular fiesta de barrio y que motivó que, terriblemente asustado, se refugiase de inmediato entre los brazos de mamá.
El pequeño y atento espectador, que percibió los primeros gruesos goterones precursores de la lluvia, se quedó por un instante sorprendido y paralizado más que asustado, pero luego, como se dio perfecta cuenta de que aquello no lo producía un "vión", gritó "¡Suto!" y corrió raudo a esconderse debajo de la cama, llorando con desconsuelo y gritando frases confusas e inconexas hasta que mamá acudió presurosa a consolarlo, besándolo y acariciándolo.
Cuando me di cuenta, saliendo del ensimismamiento que la evocación me produjera, sonriendo para mí mismo, observé que ya estaba en Escaleritas y, por lo tanto, después de pulsar el correspondiente timbre de solicitud de parada y detenerse el vehículo en la perceptiva, al igual que otros pasajeros, yo me apeé allí también.

Viva la madre que te parió

(Estampa ciudadana)
por Carlos Platero Fernández


Fui yo testigo de este suceso aún hace escasos días.
Viajaba por la ciudad, de pasajero en una de las guaguas, creo que de las líneas 11 o 12, que, en un largo trayecto recorre buena parte de la zona más baja de la moderna y cosmopolita urbe en que resido.
En la apacible mañana casi veraniega íbamos rodando por una larga calle secundaria, de fluido pero a aquellas horas no muy intenso tráfico rodado y humano; paralela, eso sí, a otra de las más principales y representativas vías urbanas.
Después de haber accedido al vehículo saludando con un perceptible ¡Buenos días! al uniformado conductor que era un hombre de mediana edad, de frondosa caballera entrecana y espeso bigote negro que contestó cortés y educado, luego que introduje la cartulina-tarjeta de abono de usuario en la máquina de tiques correspondiente me acomodé en el asiento delantero de la parte derecha en el que ya sabia iba a disponer de más amplia visual panorámica durante el trayecto; y extrayendo de la bolsa de plástico que portaba uno de los periódicos locales del día me dispuse a hojearlo como en tantas otras ocasiones. Aunque también cierto fue que, como casi siempre me suele suceder, me dediqué en los minutos siguientes más que a la posible lectura a curiosear, a “novelear” la vida que se desarrollaba ante mi y a mi alrededor, a prestar alguna atención a las conversaciones, las exclamaciones, los murmullos de los demás pasajeros y, desde luego, a contemplar distraído la amplia panorámica del paisaje urbano que cruzábamos, los edificios, las calles transversales, alguna que otra pequeña plazuela o un reducido y arbolado parque, las gentes que caminaban por las aceras, reposaban en algún banco de madera, cemento o hierro, entraban y salían de portales de viviendas, en locales comerciales, paseaban algún mimado perro, perrito o perrazo, etc. etc.
Pues bien; transcurrido un rato de apacible trayecto me fue dado el ser testigo del inaudito y simpático episodio que motivó el haberme yo sentado ahora a componer el presente relato.
En una de las señaladas paradas de la guagua, me parece que la del parque, adivinando, sin volverme, que fueron varios los pasajeros que a mis espaldas descendieron a tierra por las abiertas puertas automáticas del costado derecho del vehículo de transporte público, viendo como por las delanteras accedían a su vez al interior otros, hombres y mujeres que en ordenada fila fueron, unos pasando justo a mi lado tras introducir con el mismo ceremonial las tarjetas de abono que eran tragadas por la maquinita dichosa y devueltas de inmediato con sus característicos y rítmicos timbrazos; y otros abonando en efectivo el billete que el mismo conductor expendía facilitando la vuelta de la moneda o del billete correspondiente a quién lo precisase.
Y fue ahí cuando mi atención de impenitente curioso se despertó, si es que estaba un tanto aletargada en la ocasión.
El último pasajero en subir en aquella parada fue una señora, bien trajeada, de figura menuda, ademanes algo temblorosos e inseguros posiblemente propios de la edad, un beatífico rostro todavía atractivo surcado por innúmeras pequeñas arrugas y luminosos y chispeantes ojos azules.
La anciana se quedó un tanto encogida pero sonriente, casi pegada al amplio cristal parabrisas delantero de la guagua, de pie, apoyada con una mano sarmentosa de piel pecosa y morena al soporte metálico forrado de plástico oscuro de la máquina automática expendedora de billetes y bandeja para el cambio monetario adyacente, en tanto que con la otra sujetaba el como charolado bolso que portaba en banderola.
Pero lo que en realidad en principio atrajo mi atención fue que el bigotudo conductor Uniformado, en rápido ademán hurgó en uno de los bolsillos de sus pantalones, extrajo una de esas corrientes carteras de mano con cremallera lateral en que se suelen guardar calderilla, billetes, tarjetas, carnets y otros papeles y cogiendo de su interior unas monedas las depositó en la bandeja receptora del dinero, pulsó una tecla del artilugio expendedor y recogió el billete que surgió de inmediato de su interior cono una lengua burlona ... y se lo alargó a la anciana pasajera que, sin moverse de donde estaba lo aceptó con toda naturalidad.
El singular hecho me sorprendió algo, pero luego, ya de nuevo en movimiento la guagua, observé yo que el mozalbete zanquilargo que más bien se derrumbaba que se sentaba en el asiento delantero paralelo al mío pero situado justo detrás de la mampara de vidrio o plástico transparente que lo separaba del respaldar del asiento del conductor, ataviado con las holgadas y como deformes ropas de marca y hoy en día de moda juvenil, con el áspero cabello cortado al rape menos un pequeño y alargado moño o casquete de esos que te recuerdan a los indios mohicanos de aquellas películas de aventuras de mi infancia y juventud, que con sendos auriculares de un pequeño y plateado reproductor de CD_ROM enchufados en los oídos, a pesar de estar viendo perfectamente a la anciana señora de pie no hizo movimiento alguno para cederla el asiento.
Yo que, como suelo decir en casos semejantes que a mis setenta y pico de años me considero, soy de los antiguos, me incorporé y toqué en un brazo a la señora, rogándole que aceptase el sentarse en mi lugar. Ella, sonriente me agradeció el gesto pero rechazó la oferta, indicándome a continuación que ya iba a bajarse un poco más adelante; advertido todo ello por el conductor que sin dejar de prestar atención a la conducción del vehículo nos miró por un instante a ambos como a hurtadillas y luego aún me pareció que se cruzaban algunas palabras entre ellos a media voz. Sin duda eran conocidos el uno de la otra, pensé.
Insisto que me extrañé algo de todo aquello por un momento, pero muy pronto mi interés se desvió una vez más hacia las páginas del periódico que continuaba sosteniendo abierto y desplegado en mis manos. Y, desde luego contemplando el exterior unas veces con ligeros atisbos de momentáneo interés y otros en distraída mirada mientras que, como casi siempre, en mi mente surgían y se entremezclaban las más diversas ideas y volanderos pensamientos de apacible y sereno discurrir vivencial.
Y fue entonces cuando de forma inopinada, sin aún haber llegado a la más próxima parada señalada al efecto en la ruta, el conductor de la guagua activó los indicadores de giro a la derecha y a continuación los parpadeantes de estacionamiento. Y detuvo el vehículo al mismo borde de la acera peatonal, puso con rapidez el freno de mano, accionó el interruptor que abría las puertas delanteras, se levantó ágil de su asiento descendiendo raudo a la dicha acera y, muy sonriente, ofreció el brazo a la anciana aquella que, también sonriendo bajó de la guagua y con unos muy expresivos golpecitos de su mano palmoteó en el brazo del hombre en indudable ademán cariñoso en señal de despedida y con lento pero que en cierto modo parecía majestuoso porte caminó unos pasos hasta la puerta abierta de un portal, bajo cuyo dintel se volvió para despedir una vez más con sugestiva sonrisa acaso tanto a su improvisado paladín como a nosotros, los pasajeros que contemplábamos con manifiesta sorpresa la que nos parecía inaudita escena.El conductor retornó raudo a su asiento ante el volante, volvió a accionar el botón del interruptor que ahora cerraba las puertas automáticas delanteras y, antes de reanudar la interrumpida marcha incorporándose nuevamente al tráfico rodado, se volvió a nosotros con una amplia sonrisa en el semblante, dispuesto a pedir disculpas y explicar la anécdota.
Señores pasajeros; ruego me disculpen esta imprevista detención que, bien sé, se sale de las normas establecidas. Pero sucede que, esa señora a la que ayudé a bajar porque se mueve con bastante dificultad, vive justamente ahí, en uno de los pisos de ese zaquán,... Y es mi madre!
En el ínterin, después de los primeros instantes de sorpresa y estupor generales, comenzó a surgir algún que otro murmullo de indignada reprobación que, al escuchar las explicaciones del buen hombre, nosotros convertimos al unísono en espontáneo y cálido aplauso, en medio del cual se pudo oír con claridad la exclamación castiza de:
¡Viva la madre que te parió!
Las Palmas de Gran Canaria,
6 de junio de 2002 "

Por el cloquío y algo de la radio en Canarias

Viajaba yo hace unos días como pasajero que acababa de subirme a una de las guaguas que desde la barriada de Escaleritas me iba a transportar hasta la Avenida 1º de Mayo para dejarme casi enfrente de la Plaza de San Bernardo mi más inmediato destino en el transcurso de la mañana, que ya a las diez horas se anunciaba calurosa, propia ciertamente de las calendas de primeros del mes de junio.
Una vez introducida y a continuación retirada la consabida tarjeta de transporte municipal tras el previo doble zumbido de aceptación de la misma, con el paso un tanto indeciso o tambaleante el cuerpo motivado por los “refrechones” que al arrancar de nuevo imprimió al dichoso vehículo su conductor, me dirigí a la parte central-trasera buscando con la mirada algún asiento que estuviese desocupado... Que en tal ocasión no había, por lo que de inmediato me cedió el suyo un señor de talle rubicundo, medio calvo y envigotado y que a lo que presumí, además, se iba a apear del transporte en la próxima parada ya en la adyacente barriada de Schamann, una vez pasado el puente de la calle de Zaragoza por frente al recientemente creado parque público en los polémicos terrenos del extinto canódromo o Nuevo Campo España.Naturalmente, sin titubeos o falsos melindres acepté de primeras el asiento y aún hice, como entre dientes pero para que se me oyera un ligero comentario al agradecer el atento gesto diciendo algo sobre que a aquello venía bien para evitar lo ya inseguro de mis “remos”.Y, al acomodarme lo mejor posible en el asiento en tanden, la señora que allí iba en el lado de la ventanilla se volvió para mirarme y con un perceptible gesto como de sorpresa en su rostro, dirigiéndose en pleno a mí, dijo, más bien preguntó, un tanto si es-no es titubeante:_ Perdone, pero,...¿Usted es el señor Platero?... ¿Carlos Platero?Yo creo que a todos los humanos, en principio al menos nos es grato el ser reconocido por nuestros congéneres en encuentros fortuitos como este que ahora me ocupa.Examiné con atención el rostro, las facciones de quien así se me dirigía y observé a una mujer supuse que más que cincuentona aunque bien conservada, de estatura regular y figura un tanto regordeta como presumí. La verdad es que no la reconocí como alguien a quien yo debiera de recordar o conocer. Por lo que tan solo asentí a la pregunta, aunque procurando sonreír un tanto. Y ella continuó:_ ¡Joroba!... Lo reconocí tan solo por la voz, ¡Por el “cloquío”, como decimos nosotros los canarios!“¡Arrea!”, hube de exclamar yo para mis adentros. Y, si, me sentí en verdad halagado... ¡Mira que reconocerme por mi voz!... Aunque, por otro lado pensé por un instante que, como no fuese de ella haber asistido en alguna ocasión y desde luego tenía que haber sido hace ya bastante tiempo a alguna de aquellas mis conferencias y charlas-coloquio impartidas sobre el cine en Canarias, historia de las islas, cosas de mi Galicia nativa, etc...O, en todo caso, aún llegué a pensar por brevísimo instante, me escuchó alguna vez por la radio o en alguna entrevista televisiva... ¡O que sé yo!Cierto que, aparte del diapasón más que regulable de mi tono de voz, mi acento fonético sigue siendo más que identificable de mi procedencia peninsular, si no tanto de mi origen gallego si tanto inconsciente como consciente agrando o abro algo más y de forma peculiar las vocales fuertes y prolongo las débiles; es decir, hago uso deliberado de un inconfundible y atávico acento gallego de mi tierra nativa, que, como caso acaso excepcional en mí, ni se me ha borrado del todo u olvidado si yo lo desease, que no es este el caso, en los cincuenta y pico de años que llevo fuera de Galicia, por más que a ella retorne en agradables pero cortas ocasiones y por lo que además, presumo de no haber olvidado al menos el 90 % de su “feiticeira” lengua, que hablo cada vez que me es dado.En el trance cuya estampa estoy exponiendo, me atreví pues a preguntar a aquella sonriente señora de cabellos grisáceos._ Y, ¿de que nos conocemos?...Porque, si le digo la verdad, en estos casos, mi memoria suele ser tan flaca, que...La contestación, que me sorprendió gratamente, fue concisa y rotunda:_ Pues de cuando usted estuvo como director del Grupo Escuela de Arte Radiofónico de Las Palmas y era, me parece, administrador del Hogar Juvenil de Schamann cuando se estrenó._ ¡Anda!, - hube de asombrarme yo - ¡Pues no ha llovido desde entonces...!Y continuó entre sonrisas de ambos la evocación surgida al conjuro de la charla. Decía ella:_ Yo fui una de aquellas alumnas del curso, de las más jóvenes, entre las que se contaba a MarisaNaranjo, Loly Rosales,..._..., que luego, casada con el también alumno Juan Ambrosio Díaz fue la directora de Onda Real de Las Palmas... Y antes lo habían sido Dolores Lirio, Conchita Tauroni, Alicia Baez...Y la interrogué a mi vez.._¿Cómo se llama usted?..._ Sagrario García. Y, repito, fue de los últimos cursos en que usted, señor Platero nos dio clases. Después lo hicieron José Francisco Fontes y Lopez Urquía y al final del todo ya fue director Segundo Almeida, ¿recuerda?....¡Claro que recordé, que evoqué uno de los más gratos episodios de mi existencia, de mi vivir en esta tierra insular!Pero, antes de rematar esto que pretendo se amplio comentario vivencial ocasionado por mi “circunstancial”“cloquío” vayan aquí en rápida rememoración otros momentos de inicio parecido.Hallándonos mi esposa y yo en uno de estos pasados veranos más recientes disfrutando de unos días alojados en alguno de los cómodos establecimientos hoteleros de los ardedores del Faro de Maspalomas al sur de la isla, el Gran Hotel Costa Meloneras en tal ocasión, tal como solíamos hacer, al atardecer nos dedicamos a pasear algo por la calzada que conducía al Charco en sí, platicando de no sé que, cuando oímos una voz que, detrás de nosotros, preguntaba, casi afirmaba:_ Carlos Platero Fernández, presumo..Al volvernos, sorprendidos, vimos a un hombre, ya de edad madura a lo que se observaba, pero cuyos rasgos faciales se me hicieron un si es no es conocidos, como emergiendo de la bruma de la memoria, que montado en una bicicleta deportiva que frenó apoyando un pié en el embaldosado piso, me miraba entre turbado y sonriente._ Pues, si. – hube de decir a mi vez., medio señalándolo con un dedo índice -y usted,...Y tú eres..._ Galayo, Andrés Galayo, que fui vecino vuestro y alumno tuyo. – y se apeó del todo de la vici.Nos estrechamos la mano pues no en vano fuimos desde mucho tiempo, no tan solo compañeros en aquello de la Radio y yo sino amigos de siempre, aunque no nos viésemos más que de muy tarde en tarde comoen tales momentos presentes.Y hablamos, dialogamos en el transcurso de varios minutos, recordando, ¿Cómo no? a comunes amigos y compañeros del Grupo en el que yo fui secretario, en alguna que otra ocasión director en funciones y Andrés Galayo un aventajado alumno que luego pasó a ser uno de los mejores actores de un nuestro grupo teatral y muy buen locutor en el ramo publicitario, cuya armoniosa voz aún oigo de cuando en cuando en alguna de las actuales emisoras de radio locales.Otra vez, esta aún no hace mucho tiempo, por relatar alguna ocasión similar más, estando en el aeropuerto, en las llegadas locales o de las islas, esperando a mi hija Margot que venía de Tenerife, sin volverme, dije a Margarita que descansaba un poco atrás de mí, sentada en una de las butacas alli expresamente situadas:_ El avión ya llegó, pero todavía no he visto a Margot entre los pasajeros que están llegando.Y como contestación, una voz que sonó a mi lado._ Carlos Platero, si no me equivoco.Quien así me decía era un hombre corpulento, calvo como yo, que me alargaba la mano y al que en este caso si reconocí de inmediato como a Octavio Pulio, al que conocí hace la tira de años administrando con un hermano suyo la entonces existente Tabaquería Pulido del Parque de Santa Catalina y luego alto funcionario de la Caja Insular de Ahorros, con el que de siempre me ha unido cordial amistad.Y que me dijo, después del afectuoso mutuo saludo:_ Te reconocí de inmediato, tan solo de oírte, pues tienes una voz y un acento muy peculiares, amigo Platero. Te conocí por el “cloquido”De todas formas, allí poco pudimos dialogar puesto que ya estaba llegando a nosotros mi hija Margot y es de suponer que también la persona que mi interlocutor parecía esperar.Añadir, para terminar esta especie de inciso, que, según el Diccionario Diferencial del Español de Canarias de Cristóbal Corrales Zumbado, Dolores Corbella Díaz y Mª Angeles Alvarez Martínez , “cloquido” (o “cloquío” más en popular) “es cloqueo, cacareo sordo de la gallina clueca. T en GC y Tf., acento, particular inflexión en el modo de hablar que distingue a una persona. Supe que estabas en casa porque te oí el cloquido.Pero, volviendo al tema del enunciado del presente comentario, ...¡Vaya si evoqué, en milésimas de segundo, en un solo instante, aquellos mis felices tiempos de recuerdos radiofónicos, de mis primeros y quizas accidentales contactos con un incipiente radiofonismo en Canarias, que condenso ahora en lo que mentalmente he denominado, el G.E.A.R. y yo.Pues ocurrió una vez que, allá por el principio de los años ochenta del pasado siglo XX, en cierta ocasión hablaba yo con un joven paisano mío que se encontraba ocasionalmente en Las Palmas de Gran Canaria por mor del entonces todavía obligatorio servicio militar, que hubo de cumplir después de haber agotado todos los plazos legales de reiteradas prórrogas por estudios.Al ya talludo mozo licenciado en Ciencias de la Información en el ramo de Radio se le notaba deseoso de iniciarse en lo que era su vocación y, si no iba a haber cambios sustanciales en sus ilusiones y proyectos, sería su profesión en el futuro.En conociéndome y mediando el encargo de uno de mis hermanos de que lo atendiese lo mejor posible, me solicitó ayuda para intentar en el forzoso "interregno" el iniciarse como colaborador en alguno medio de comunicación social canario, preferentemente radiofónico puesto que era hacia tal faceta informativa hacia donde se inclinaba más su afición.Yo, como no podía ser menos, tanto por así encarecérmelo un familiar, como porque sabía que en mi mano estaba, recurrí a alguno de mis buenos amigos y lo pude poner de inmediato en contacto con gentes profesionales de la radio en Las Palmas de Gran Canaria; porque, entre mis muchos conocidos y amigos he contado desde años atrás con bastantes aquí, tanto de la Radio como de la Prensa o de la Televisión, lo que sigue siendo para mí siempre motivo de orgullo y satisfacción.Y en una amena conversación con mi joven paisano, hablando y hablando, le dije que, a pesar de que por mi profesión habitual, del ambiente laboral en que me desenvolvía nada tenía que ver con los medios de comunicación social canarios, en realidad yo había sido, hacía ya bastantes años, un poco "hombre de la radio" en Canarias.Rememoré para mi melancólico gozo y para él parte de una etapa de mi vida en Canarias, muy querida y añorada de cuando en cuando, sumamente interesante. Pero, cuando ya entusiasmado en el nostálgico recuerdo quise incrustar hechos, personas y lugares, anécdotas de aquel retazo de mi existir, no pude hacerlo con precisión allí; a pesar de que, al igual que las rojas cerezas del cesto, que al tirar de una, vienen otras entrelazadas por sus rabos, unos recuerdos fueron acudiendo a mi mente engarzados con otros.Ciertamente, en lo más íntimo de mi ser quedé allí bastante afectado a pesar de que sé que mi memoria es asaz flaca en ocasiones. Defraudado por haberme olvidado casi por completo aquella interesante etapa de mi vida en que hice mis escarceos en un medio de comunicación de masas tan interesante como fue y es la radio desde su implantación entre nosotros.Y luego hubo de sucederme al respecto algo para mí sorprendente. En mi domicilio, aquella misma noche, al acostarme sin duda iba en mi subconsciente, como idea fija y acaso obsesiva con los ecos de la conversación habida con mi joven paisano. Porque en el silencio nocturno, cuando más plácidos debieran de ser mi reposo y mi sueño, en un determinado momento me desperté de pronto, encontrándome, por otra parte, completamente despejado, descansado en lo físico, a pesar de haber transcurrido acaso tan solo tres o cuatro horas desde que me acostara. Aún no era de madrugada, por lo que el hecho de momento me fastidió un tanto pues en realidad no me apetecía levantarme, calentar y tomar un café bien cargado, sin azúcar, encender un cigarrillo y en la misma cocina ponerme a leer o escribir algo, o pensar en mil y un disparates como hacía otras veces en casos similares hasta que amaneciese, cuanto menos.Cerrando los ojos traté de concentrarme aprovechando el silencio reinante, de evocar con mayor precisión mi recuerdo de horas antes acerca de considerarme haber sido en el pasado yo vinculado a la Radio en Canarias. En principio, por más que lo intenté, apenas lograrme acordarme de fragmentos dispersos. Vinieron a la llamada de la evocación a la mente alguna difusa escena, algunos rostros, algunos hechos confusos,... y nada más. Todo lo referente a la pretendida evocación parecía haberse borrado de mi memoria, como los blancos trazos de la tiza sobre el negro de la pizarra al impulso del trapo que limpia y elimina.Pero, insistente, en la quietud, en el silencio, en la serenidad de la tranquila noche, aún hice un nuevo experimento de fuerza mental. Así con denuedo uno de aquellos momentos fugaces que acudían como perezosos o indecisos a la llamada de la evocación y procuré centrarme en él, sin permitirle que se me esfumase, que se perdiese en el revoltijo continuo de mezcladas ideas, de visiones y de reflejos de recuerdos que continuaban como navegando o flotando en la mente.Sorprendentemente para mí, el experimento pareció resultar y luego, en cierta manera hube de maravillarme y sorprenderme al comprobar que esos recuerdos de episodios del pasado existencial de uno, almacenados en la memoria no se pierden ni se borran ni desaparecen en determinado momento para siempre sino que, adormilados o aletargados, olvidados de algún modo en los recoveco nervioso o celular pueden surgir de nuevo y de hecho lo hacen con la invocación pudiéndose así gozar de momentos inefables volviendo a revivir aunque solo sea por espacio de unos segundos o minutos, o lo que sea porque el espacio tiempo puede no figurar entonces, hechos, escenas, episodios, personales, sentimientos de un ayer infantil, adolescente, juvenil, vivencial en suma.Y entonces evoqué,... e indagué,... y escribí. Lo que ahora puedo ya evocar con bastante nitidez.Creo que todo comenzó para mí por el año de 1952, o, a lo más, a principios del de 1954, aquí, en Canarias.Yo, que había llegado a las islas Canarias a finales del año 1949 y residía temporalmente en la sureña ciudad de Telde, por el año de 1953, en alguno de los periódicos locales debí de leer la convocatoria que me tentó, en la que se invitaba a quien lo desease para inscribirse en los exámenes de acceso a cursos de locutores, sincronizadores, montadores musicales, guionistas, etc.Con una gran ilusión cursé la preceptiva instancia en la que recuerdo que decía que optaba a ser alumno en las modalidades de ¡locutor-escritor!Tenía veinte y tantos años, hacía algún tiempo que escribía cuartillas y cuartillas, casi siempre sin finalidad determinada ni práctica alguna pero volcando en ellas, de forma tosca y sin estilo aunque si con gran sinceridad y fogoso entusiasmo mis vivencias, realidades y sentimientos, ilusiones y sueños... Todo ello con un barniz romántico y algo barroquista. Tenía grandes ilusiones como todo joven que ya andaba solo e independiente por la vida y me hacía múltiples proyectos para un futuro que, la verdad, no alcanzaba a ver claro y nítido y estimaba confuso pero anhelaba venturoso. Lo que yo soñaba no dejaba de ser más que un puñado de fantasías propias para vivirlas en el fresco y extenso campo de la imaginación; con pocas posibilidades de acrecentamiento cultural e intelectual al estar ya incrustado en el mundo laboral pero si sintiendo una tremenda afición a la lectura en general y congénita curiosidad por cuanto me rodeaba. Y deseos constantes de escribir, repito.Fue aceptada mi instancia, aboné algunas pesetas y con otros aspirantes sufrí examen oral y escrito, que aún no sé bien como logré aprobar, por lo nervioso que estaba. Fue en una destartalada aula, no recuerdo ahora bien si en el número 3 de la calle Doctor Déniz o en el caserón de la calle de La Palma, esquina a Albareda, donde, por cierto se radicó luego y por algún tiempo el recién creado Grupo Escuela de Arte Radiofónico de Las Palmas y que hoy en día ya no existe, convertido el contorno en el tan traído y llevado entre políticos municipales solar ya construido del Woerman porteño.Tengo muy vaga constancia de aquel día o aquellos días de exámenes, aunque creo que debió de ser por tales fechas cuando conocí a José Artiles Peón, entonces juvenil y flamante secretario del Grupo y posteriormente, en prolongado y fecundo período, director activo del mismo, al fallecimiento de "Maso" Rodríguez. También, indudablemente a quienes luego fueron y siguen siéndolo admirables compañeros y entrañables amigos cuales Rafael Carrasco, José Cazorla, Juan Quintana, Pablo Ojeda, Antonio Reyes Rodríguez el que por cierto, cuando me vé, me abraza efusivo reconociéndome como ¡Ricardo Villares, el veterano y activo presidente de la Casa de Galicia local!... Y, no sé yo bien ahora al paso de los años si desde aquellas iniciales fechas o a partir de los cursos siguientes, mujeres y hombres a quienes quizás desde hace años no vea o en todo caso salude muy de tarde en tarde y sea incapaz de reconocer sus fisonomías actuales pero que han quedado al menos sus nombres indelebles en mi recuerdo.Vaya aquí como una anécdota más acerca de la camaradería y con el paso del tiempo entrañables amistades surgidas entre los componentes del Grupo el indicar que, por ejemplo, en el verano del año 1956, nos casamos en el mismo día los alumnos Antonio Reyes Rodríguez y yo; el uno, natural de Arucas, en Teror y yo en la iglesia de San Francisco, de Las Palmas de Gran Canaria. Y la totalidad de los componentes del Grupo hubo de dividirse;y una parte acudió a la boda del uno y la otra a la del otro y en ambos casos fueron los que con mayor alegría y algazara arrojaron sobre los contrayentes el simbólico arroz de la felicidad y quienes, en colectivo efectuaron los clásicos regalos de boda más cariñosos y emotivos.También por aquellas fechas se formalizaron las uniones matrimoniales de los alumnas Dolores Lirio con Rafael Carrasco y Conchita Tauroni con José Artiles y, años más tarde, Laly Sánchez con Juan A. Díaz-Casanova.Aficionado de siempre a confeccionar y guardar fichas, bibliografía, recortes de prensa de los temas canarios más insospechados que hayan suscitado mi impenitente curiosidad intelectual, también conservo con especial delectación algunas cintas magnetofónicas con muestras de lo que fueron las grabaciones radiofónicas del GEAR de Las Palmas: Una audición especial de Semana Santa con la voz de Segundo Almeida, un cuadro histórico radiado en abril de 1959 con las voces de José Ramírez, Jesús Padilla, Enrique Matas y José Henríquez y montaje musical de Juan Díaz Casanova, así como otra pieza histórica con la voz de Matías Aragunde y que de cuando en cuando me gusta escuchar, en aras de la nostalgia.Como consecuencia directa de aquellos años en que sí fui, aunque casi como de rebote, "hombre de la Radio en Canarias" formando parte activa del GEAR, hace ya bastantes años, durante semanas y semanas se estuvo retransmitiendo por Radio Las Palmas un programa escrito por mí sobre textos de episodios históricos y legendarios, titulado "Perfiles isleños", con montaje musical de Juan Díaz Casanova e interpretación de Andrés Galayo, condiscípulos radiofonistas ambos que pasaron por las mismas aulas que yo. Lo mismo puede decirse del espacio "Personas y personajes prehispánicos canarios" retransmitido por Radio Nacional de España en Canarias bajo la dirección del ya fallecido Juan Perdomo Morales. Y, aún, bastantes años después, colaboré con guiones míos que yo leía a través del teléfono desde mi domicilio y durante varios meses en una emisora local, con temas específicos de mi Galicia nativa.También escribí los guiones de algunas audiciones especiales que, interpretadas en algún caso por profesionales gentes de la radio en Canarias que habían sido condiscípulos o alumnos míos, se emitieron en Radio Las Palmas, Radio Atlántico y, en su día, algunas más, ya en Radio Popular de Las Palmas.Con posterioridad, ya con el hormiguillo de mis evocaciones del tema radiofónico metido dentro, cuando me propuse escribir algunos reportajes para ser publicados en la prensa local en la que estaba colaborando asidua y regularmente, quise indagar algo más, saber de cuando se implantó en las islas la radiodifusión que yo vine a conocer a mediados del siglo XX. Amigos míos como Federico Campos, Juan Acosta y Luis Falcón, entre otras personas conocedoras del medio me facilitaron relaciones completas de Gentes de la Radio canaria y fichas y tecnicismos de las estaciones emisoras en Canarias.Y, por otra parte, estando disfrutando vacaciones veraniegas con la familia en el sur grancanario tuve la oportunidad de encontrarme con un compañero de tareas laborales que, además, resultó ser un entusiasta radioaficionado, el EA8 AVY. En el transcurso de alguna apacible charla fui informado por él y unos colegas suyos acerca del mundo de los radioaficionados, en especial de los canarios, mundo para mí completamente desconocido hasta entonces.Una vez introducido así como de "raspafilón" en el conocimiento, en el mundo de los radioaficionados, pensando en escribir algo sobre la Radiodifusión canaria, pronto proyecté en mi interior el ampliar la información al escribir sobre el tema, considerando que el Radioamateurismo, galicismo con que se le estuvo designando al principio, hubo de ser el verdadero comienzo de la Radiodifusión.Ya interesado en el tema indagué cuanto pude acerca de los orígenes del radiofonismo, de los radioaficinonados en Canarias. Se me citaron nombres a los que procuré visitar y que, por lo general, me contaron vivencias tanto individuales como colectivas ocurridas por y a través de las ondas hertzianas que sin duda enriquecen el anecdotario de la aún en cierto modo reciente historia de la Radioafición, con algún indicio del comienzo de esta apasionante actividad que se refiere a las comunicaciones en el archipiélago canario. Arturo Martín Dueñas, José Julio Quevedo Bautista, Eugenio Bautista Sánchez-Moncayo, Manuel Cabrera Rivero y Antonio Cervera Pérez fueron algunos de mis amables informantes a viva voz acerca de los radioaficionados canarios del ayer.Cierto es que también recurrí a la posible bibliografía, de tipo enciclopédico y genérico de la Radiodifusión. En la hemeroteca del Museo Canario y en la provincial de Santa Cruz de Tenerife cuando tuve ocasión de allí desplazarme expurgué un tanto a ojeo, ¿acaso "hojeo", más bien? , en las prensas locales respectivas de entre los años 20 a los 40 del siglo XX, aunque bien poco encontré al respecto, sí algo más en las de los años 60 y 70 en adelante; busqué en algunas bibliotecas de las más surtidas, aunque he de reconocer que, al menos por aquellas fechas mis esfuerzos indagatorios resultaron por tales vías bastante infructuosos pues era casi inexistente, por no decir nula, la bibliografía referente al tema en las islas; salvo algunas que otras notas sueltas en periódicos y revistas, algunas entrevistas que se estuvieron publicando, ya sepultadas en la maraña de las cosas olvidadas. A partir de entonces tomé la costumbre de copiar, anotar o fotocopiar todo cuanto sobre la Radio se ha estado publicando; material que, insisto, es realmente escaso.Frutos de tanta curiosa indagación fueron el motivo de que escribiera yo y se me publicaran por septiembre y octubre del año 1982 en el periódico La Provincia los reportajes titulados “Treinta años del Grupo Escuela de Arte Radiofónico” y “El Grupo Escuela de Arte Radiofónico, cantera de excelentes profesionales”; en julio del año 1984, en la revista Aguayro en su primera época, “Orígenes de La Radio en Canarias” y por el mes de junio del mismo año en el periódico Canarias7 “El G.E.A.R., cantera de excelentes profesionales”; en los meses de octubre y noviembre de 1990, en elmismo periódico, “Así comenzó en Canarias,... La Radio” y, en fin, por octubre de 1994, nuevamente en la revista Aguayro de la Caja Insular de Canarias, “El Radiofonismo en Canarias”.Pues bien; la mayoría de los componentes de aquellos evocados cursos radiofónicos del ya desaparecido G.E.A.R., unidos por perennes lazos amistosos, pasados los años, dos décadas más tarde, en 1984 nos reunimos en una festiva cena, en un restaurante situado en las afueras de la ciudad, por la carretera del Centro y cuya sobremesa se hubo de prolongar hasta altas horas de la noche; reunión de camaradería que volvimos a celebrar diez años más tarde con asimismo concurrida comida, en los salones del Club Natación Metropole con prolongada sobremesa y masiva y sorpresiva visita posterior a una emisora local de FM que, por la zona de La Isleta celebraba determinado maratón radiofónico. Los participantes de aquella comida insistimos en volver a reunirnos en el futuro.Y, de hecho, lo ha vuelto a hacer la veterana gente de la radio en Gran Canaria en los albores del año 2003, asimismo en los salones del Club Natación Metropole. En la sobremesa en tan agradable velada muy concurrida, se habló una vez más de historiar de alguna forma estos amenos eventos. Como consecuencia inmediata, surgió el compromiso por mi parte de entregar a Radio ECCA, para inclusión en su "Biblioteca ECCA de Verano", el texto de unas memorias mías de LA RADIO EN CANARIAS.Y, en fin; vaya aquí como nota final que, haciendo uso de las muchas fichas de que sobre el tema dispongo, de la muy escasa bibliografía existente, de las fotocopias y notas dispersas tomadas de la prensa isleña y pacientemente reunidas, así como de las inestimables informaciones orales que distintas personas amigas buenamente me han estado facilitando, con la excepción de algunas otras que hayan podido ignorar mis solicitudes al respecto, he acometido esta para mí grata labor de historiar en gran medida a lo que considero que ha sido y es LA RADIO EN CANARIAS, sin pretender que este trabajo sea o se parezca a una concienzuda tesis o tesina, que, por otra parte algo ya se ha hecho y se está haciendo por entusiastas universitarios, a alguno de los que yo he facilitado los datos y material adecuado que se me ha solicitado.Proyecto que, pese a yo escribir de inmediato el preciso texto que al poco tiempo presenté a la dirección de la citada Emisora con la idea de que se editase en la propia imprenta del centro y a la muy buena disposición primera, acabó malográndose, por lo que texto y proyecto, siguen en “stambay” o como se diga en inglésY así remato este mi amplio comentario escrito de “cloquidos” y de Radio en Canarias.
Carlos Platero Fernández