17 de septiembre de 2008

Viva la madre que te parió

(Estampa ciudadana)
por Carlos Platero Fernández


Fui yo testigo de este suceso aún hace escasos días.
Viajaba por la ciudad, de pasajero en una de las guaguas, creo que de las líneas 11 o 12, que, en un largo trayecto recorre buena parte de la zona más baja de la moderna y cosmopolita urbe en que resido.
En la apacible mañana casi veraniega íbamos rodando por una larga calle secundaria, de fluido pero a aquellas horas no muy intenso tráfico rodado y humano; paralela, eso sí, a otra de las más principales y representativas vías urbanas.
Después de haber accedido al vehículo saludando con un perceptible ¡Buenos días! al uniformado conductor que era un hombre de mediana edad, de frondosa caballera entrecana y espeso bigote negro que contestó cortés y educado, luego que introduje la cartulina-tarjeta de abono de usuario en la máquina de tiques correspondiente me acomodé en el asiento delantero de la parte derecha en el que ya sabia iba a disponer de más amplia visual panorámica durante el trayecto; y extrayendo de la bolsa de plástico que portaba uno de los periódicos locales del día me dispuse a hojearlo como en tantas otras ocasiones. Aunque también cierto fue que, como casi siempre me suele suceder, me dediqué en los minutos siguientes más que a la posible lectura a curiosear, a “novelear” la vida que se desarrollaba ante mi y a mi alrededor, a prestar alguna atención a las conversaciones, las exclamaciones, los murmullos de los demás pasajeros y, desde luego, a contemplar distraído la amplia panorámica del paisaje urbano que cruzábamos, los edificios, las calles transversales, alguna que otra pequeña plazuela o un reducido y arbolado parque, las gentes que caminaban por las aceras, reposaban en algún banco de madera, cemento o hierro, entraban y salían de portales de viviendas, en locales comerciales, paseaban algún mimado perro, perrito o perrazo, etc. etc.
Pues bien; transcurrido un rato de apacible trayecto me fue dado el ser testigo del inaudito y simpático episodio que motivó el haberme yo sentado ahora a componer el presente relato.
En una de las señaladas paradas de la guagua, me parece que la del parque, adivinando, sin volverme, que fueron varios los pasajeros que a mis espaldas descendieron a tierra por las abiertas puertas automáticas del costado derecho del vehículo de transporte público, viendo como por las delanteras accedían a su vez al interior otros, hombres y mujeres que en ordenada fila fueron, unos pasando justo a mi lado tras introducir con el mismo ceremonial las tarjetas de abono que eran tragadas por la maquinita dichosa y devueltas de inmediato con sus característicos y rítmicos timbrazos; y otros abonando en efectivo el billete que el mismo conductor expendía facilitando la vuelta de la moneda o del billete correspondiente a quién lo precisase.
Y fue ahí cuando mi atención de impenitente curioso se despertó, si es que estaba un tanto aletargada en la ocasión.
El último pasajero en subir en aquella parada fue una señora, bien trajeada, de figura menuda, ademanes algo temblorosos e inseguros posiblemente propios de la edad, un beatífico rostro todavía atractivo surcado por innúmeras pequeñas arrugas y luminosos y chispeantes ojos azules.
La anciana se quedó un tanto encogida pero sonriente, casi pegada al amplio cristal parabrisas delantero de la guagua, de pie, apoyada con una mano sarmentosa de piel pecosa y morena al soporte metálico forrado de plástico oscuro de la máquina automática expendedora de billetes y bandeja para el cambio monetario adyacente, en tanto que con la otra sujetaba el como charolado bolso que portaba en banderola.
Pero lo que en realidad en principio atrajo mi atención fue que el bigotudo conductor Uniformado, en rápido ademán hurgó en uno de los bolsillos de sus pantalones, extrajo una de esas corrientes carteras de mano con cremallera lateral en que se suelen guardar calderilla, billetes, tarjetas, carnets y otros papeles y cogiendo de su interior unas monedas las depositó en la bandeja receptora del dinero, pulsó una tecla del artilugio expendedor y recogió el billete que surgió de inmediato de su interior cono una lengua burlona ... y se lo alargó a la anciana pasajera que, sin moverse de donde estaba lo aceptó con toda naturalidad.
El singular hecho me sorprendió algo, pero luego, ya de nuevo en movimiento la guagua, observé yo que el mozalbete zanquilargo que más bien se derrumbaba que se sentaba en el asiento delantero paralelo al mío pero situado justo detrás de la mampara de vidrio o plástico transparente que lo separaba del respaldar del asiento del conductor, ataviado con las holgadas y como deformes ropas de marca y hoy en día de moda juvenil, con el áspero cabello cortado al rape menos un pequeño y alargado moño o casquete de esos que te recuerdan a los indios mohicanos de aquellas películas de aventuras de mi infancia y juventud, que con sendos auriculares de un pequeño y plateado reproductor de CD_ROM enchufados en los oídos, a pesar de estar viendo perfectamente a la anciana señora de pie no hizo movimiento alguno para cederla el asiento.
Yo que, como suelo decir en casos semejantes que a mis setenta y pico de años me considero, soy de los antiguos, me incorporé y toqué en un brazo a la señora, rogándole que aceptase el sentarse en mi lugar. Ella, sonriente me agradeció el gesto pero rechazó la oferta, indicándome a continuación que ya iba a bajarse un poco más adelante; advertido todo ello por el conductor que sin dejar de prestar atención a la conducción del vehículo nos miró por un instante a ambos como a hurtadillas y luego aún me pareció que se cruzaban algunas palabras entre ellos a media voz. Sin duda eran conocidos el uno de la otra, pensé.
Insisto que me extrañé algo de todo aquello por un momento, pero muy pronto mi interés se desvió una vez más hacia las páginas del periódico que continuaba sosteniendo abierto y desplegado en mis manos. Y, desde luego contemplando el exterior unas veces con ligeros atisbos de momentáneo interés y otros en distraída mirada mientras que, como casi siempre, en mi mente surgían y se entremezclaban las más diversas ideas y volanderos pensamientos de apacible y sereno discurrir vivencial.
Y fue entonces cuando de forma inopinada, sin aún haber llegado a la más próxima parada señalada al efecto en la ruta, el conductor de la guagua activó los indicadores de giro a la derecha y a continuación los parpadeantes de estacionamiento. Y detuvo el vehículo al mismo borde de la acera peatonal, puso con rapidez el freno de mano, accionó el interruptor que abría las puertas delanteras, se levantó ágil de su asiento descendiendo raudo a la dicha acera y, muy sonriente, ofreció el brazo a la anciana aquella que, también sonriendo bajó de la guagua y con unos muy expresivos golpecitos de su mano palmoteó en el brazo del hombre en indudable ademán cariñoso en señal de despedida y con lento pero que en cierto modo parecía majestuoso porte caminó unos pasos hasta la puerta abierta de un portal, bajo cuyo dintel se volvió para despedir una vez más con sugestiva sonrisa acaso tanto a su improvisado paladín como a nosotros, los pasajeros que contemplábamos con manifiesta sorpresa la que nos parecía inaudita escena.El conductor retornó raudo a su asiento ante el volante, volvió a accionar el botón del interruptor que ahora cerraba las puertas automáticas delanteras y, antes de reanudar la interrumpida marcha incorporándose nuevamente al tráfico rodado, se volvió a nosotros con una amplia sonrisa en el semblante, dispuesto a pedir disculpas y explicar la anécdota.
Señores pasajeros; ruego me disculpen esta imprevista detención que, bien sé, se sale de las normas establecidas. Pero sucede que, esa señora a la que ayudé a bajar porque se mueve con bastante dificultad, vive justamente ahí, en uno de los pisos de ese zaquán,... Y es mi madre!
En el ínterin, después de los primeros instantes de sorpresa y estupor generales, comenzó a surgir algún que otro murmullo de indignada reprobación que, al escuchar las explicaciones del buen hombre, nosotros convertimos al unísono en espontáneo y cálido aplauso, en medio del cual se pudo oír con claridad la exclamación castiza de:
¡Viva la madre que te parió!
Las Palmas de Gran Canaria,
6 de junio de 2002 "

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