30 de agosto de 2011

Isla de Lobos



EN LA ISLA DE LOBOS

Por Carlos Platero Fernández

Hace ya años, cuando, arrastrado por mi inextinguible entusiasmo de indagar y a ser posible luego divulgar todo lo que fuese concerniente al interesante pasado canario, andaba yo en busca y demanda de documentación varia con que reforzar unos trabajos míos al respecto cuales “La Historia de Canarias en episodios”que con prólogo de Luis García de Vegueta se me publicó aquí, en Las Palmas de Gran Canaria en el año de 1971 y el siguiente, más esmerado si cabe que titulé “Los aborígenes canarios”y trata de sus usos y costumbres según las diversas noticias hasta nosotros llegadas por diversas fuentes históricas, extenso trabajo de investigación que todavía está inédito en su conjunto aunque sí publicados hace tiempo en capítulos o amplios reportajes en la prensa local grancanaria, hube de tropezarme en más de una ocasión con citas sueltas y aún algún que otro relato acerca del islote mas bien conocido como Isla de Lobos localizado junto a la costa nordeste de la isla de Fuerteventura y enfrente a la de Lanzarote, que muy pronto encendieron mi imaginación siempre presta a ello.

Porque, citado este islote y reflejado en algún derrotero marítimo de la época ya antes de la conquista betancuriana del siglo XV, en los primeros planisferios o mapas conocidos trazado en una especie de atlas catalán figuraba con la denominación de “Megi Mari” como así se le citó al principio en aquella especie de diario con reseñas de la conquista de algunas de las islas del archipiélago por el normando Juan de Bethencourt, compuesto por los religiosos franceses Bontier y Le Verrier. Aunque, a partir de entonces ya así se la vino denominando, Isla de Lobos, como se la continúa llamando en la actualidad.

Poco después de mi primera visita a la isla de Fuerteventura, cayó en mis manos un curioso libro del que era autor aquel Julio Verne, escritor francés del siglo XIX, geógrafo de países fabulosos, creador de personajes enigmáticos, inventor de islas misteriosas y de originales máquinas, autor de extraordinarias novelas e iniciador preferido de mis fogosas lecturas juveniles de fascinantes aventuras, la mayoría de ellas encuadradas en sugeridores ambientes futuristas. Pero en aquella ocasión me encontré con que no era el tema de las surgidas de su fértil imaginación sino de las aventuras reales, de la vida misma, englobadas en el sugeridor título de “Historia de los grandes viajes y los grandes viajeros” que se publicó por primera vez en el año 1878 y en el que dedica todo un capítulo dividido en dos partes a su paisano el conquistador Juan de Bethencourt (1339-1425), si vida y su obra de conquista de las islas Canarias, siguiendo para ello casi al pie de la letra una de las versiones de “Le Canarien”, en este caso el códice favorable al parecer al caballero Gadifer de La Salle que fue compañero e inicial socio en la empresa; de cuyo texto he extraído yo los fragmentos más significativos acerca de Fuerteventura y especialmente los que conciernen a la isla de Lobos que en realidad fueron las primeras noticias fehacientes que de ella se tienen, reproducidas luego por cronistas e historiadores con más o menos fidelidad y que decían así:

“Allá por el año 1339, nació en el condado de Eu (Normandía), Juan de Bethencourt, barón de Saint-Martin-le-Gaillard. Juan de Bethencourt era de muy buena familia, y habiéndose distinguido en la Guerra y la navegación fue nombrado chambelán de Carlos VI. Tenía afan por los descubrimientos y así es que, fatigado del servicio de la coirte durante la demencia del rey, poco feliz por otra parte en el hogar doméstico, resolvió abandonar su país e ilustrarse por medio de alguna aventurera conquista”

“Hay en la costa africana un grupo de islas llamadas Canarias, que llevaron en otro tiempo el nombre de islas Afortunadas. Juba, un rey de Numidia, las había explorado, según dicen, hacia el año 776 de Roma. En la Edad Media, si se han de creer ciertas relaciones, los árabes, los genoveses, los portugueses, los españoles y los vizcaínos visitaron en parte este grupo interesante. Finalmente, hacia el año 1393, un caballero español, llamado Almonaster, que mandaba una expedición, efectuó un desembarco en Lanzarote, y trajo con cierto número de prisioneros, productos que atestiguaban la gran fertilidad del archipiélago.

“Este hecho llamó la atención del caballero normando. La conquista de las Canarias le alentó y como hombre piadoso, resolvió convertir a sus habitantes a la fe católica. Era un caballero valeroso, inteligente, recto y rico en recursos. Dejó su palacio de Grainville-la-Teinturiere, en Caux y se fue a La Rochela. Allí hizo conocimiento con el buen caballero Gadifer de la Salle, que iba en busca de aventuras. Juan de Bethencourt le refirió sus proyectos de expedición a Gadifer, y éste le manifestó deseos de ir en su compañía. Cruzáronse entre los dos muy “bellas palabras”, largas de referir, y el asunto quedó arreglado”.

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“El buque del barón fue detenido durante tres días por la calma, que él lla “la bonanza”; después, mejorando el tiempo, llegó en cinco días a una de las pequeñas islas del grupo de las Canarias, la Graciosa; y finalmente, a una isla importante, Lanzarote, cuya longitud es de 44 kilómetros por 16 de latitud, teniendo casi la magnitud y la forma de la isla de Rodas. Lanzarote abunda en pastos y en buenas tierras de labor, propias para la producción de cebada. Las fuentes y las cisternas que son muy numerosas, suministran allí un agua excelente. La planta tintórea llamada orchilla crece allí en abundancia. En cuanto a los habitantes de esta isla, que tienen por costumbre ir a casa desnudos, son altos, bien formados y sus mujeres, que visten largas sayas de cuero que van arrastrando hasta el suelo son hermosas y honestas.”...Se continuaba diciendo en lo que aquí parece fue una mala traspolación del manuscrito original, del que, no obstante, yo segregué más trozos cuales:

“El rey de la isla, Guadarfía, se puso en relaciones con él y le juró al fin obediencia como amigo, mas no como súbdito. Juan de Bethencourt hizo construir un castillo, o mejor, un fuerte en la parte sudeste de la isla, dejó en el algunos hombres bajo el mando de Berthin de Berneval, hombre diligente y partió con su tropa a conquistar la isla de Erbania, que no es otra que Fuerteventura.”...

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“Gadifer, falto de víveres, tuvo que regresar y marcharse al islote de los Lobos, situado entre Lanzarote y Fuerteventura; pero allí se revolvió contra él su jefe de la marina, y no sin dificultad volvió Gadifer con el barón al fuerte de la isla de Lanzarote”...

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“Se recordará que Juan de Bethencourt había hecho a Berthin de Berneval comandante del fuerte de la isla de Lanzarote. Este Berneval era enemigo personal de Gadifer. Apenas había partido el caballero normando, cuando Berneval trató de ganarse a sus compañeros y consiguió arrastrar a algunos de ellos, particularmente a los gascones, a rebelarse contra el gobernador. Este, no sospechando en manera alguna

de la conducta de Berneval, ocupábase en la caza de los lobos marinos en el islote de Lobos, acompañado de su amigo Remonnet de Leveden y otros muchos. Este Remonnet habiendo sido enviado a Lanzarote a proveerse de víveres, no encontró a Berneval, porque había abandonado la isla con sus cómplices para ir a un puerto de la isla de Graciosa, donde un patrón de un barco, engañado por sus promesas, había puesto el buque a su disposición.”

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“Después no escasearon los insultos al gobernador y el mismo Berneval exclamó: “Quiero que Gadifer de la Salle sepa que, si fuese tan joven como yo, iría a matarle; pero ya que por dicha suya no lo es, no quiero tomarme ese trabajo. Y si aún seme antoja, tal vez vaya a hacerle nadar en la isla de Lobos y a ver como pesca los lobos marinos”.

“Entre tanto, Gadifer y diez de sus compañeros estaban en grave peligro de morir en la isla de Lobos. Afortunadamente los dos capellanes del fuerte de Lanzarote, habiendo marchado al puerto de la Graciosa, lograron enternecer a un patrón de barco, víctima ya de la traición de Berneval, el cual les dio uno de sus compañeros llamado Ximénez, quien regresó al fuerte de Lanzarote. Allí había una frágil barquilla que Ximénez cargó de víveres; después embarcándose con cuatro hombres a Gadifer, se aventuró a ganar el islote de Lobos, que distaba cuatro leguas, en las que era preciso franquear “el paso más horrible de todos los que hay en esta parte del mar”.

“Entre tanto, Gadifer y los suyos estaban próximos a los tormentos más horribles de hambre y sed. Ximénez llegó a tiempo para impedir que sucumbieran. Habiendo sabido Gadifer la traición de Berneval, se embarcó en la canoa para regresar al fuerte de Lanzarote. Hallábase indignado por la conducta de Berneval con los pobres canarios, a quienes el señor de Bethencourt y él habían jurado protección. ¡Nunca hubiese creído que traición semejante hubiese podido maquinarse por uno de aquellos en quienes se había depositado mayor confianza! ¿Qué hacía Berneval durante ese tiempo?. Después de haber hecho traición a su señor, la hizo también a los compañeros que le habían auxiliado en sus maldades; abandonó en tierra a doce entre ellos y fuese a España, con la intención de avistarse con Juan de Bethencourt y hacerle aprobar su conducta, contándole los hechos como a él le conviniera. Tenía, pues, interés en deshacerse de testigos embarazosos y los abandonó. Estos desgraciados tuvieron al principio la idea de implorar la generosidad del gobernador y se confesaron con el capellán, que les animó a llevarla a efecto. Pero ellos, temiendo la venganza de Gadifer, se apoderaron de una embarcación y en un momento de desesperación huyeron a tierra de moros. El buque se estrelló en la costa de Berbería. Diez de los fugitivos se ahogaron y los otros dos cayeron en manos de los moros y fueron reducidos a la esclavitud”.

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“El barón de Bethencourt, bien abastecido y mejor armado se hizo a la vela para Fuerteventura, donde permaneció tres meses y al marcharse se apoderó de gran número de indígenas que hizo trasportar a la isla Lanzarote. No debe de causar extrañeza este modo de proceder, que era muy natural en aquella época en que todos los exploradores obraban de esa suerte. Durante su permanencia, el barón recorrió toda la isla, después de haberse fortificado contra los ataques de los indígenas, que eran gentes de gran estatura, fuertes y muy aferradas a su ley. Edificó pues en la pendiente de una elevada montaña una ciudadela llamada Richeroque, cuyos restos se ven todavía en medio de una aldea”.

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Y a este tenor continuaban las peripecias del caballero que llegó a ser proclamado como Rey de las Canarias, que ya anciano, dejando al frente de su conquistado reino insular a su sobrino Maciot de Bethencourt, retornó a sus posesiones de Grainville de Teinturiere con su mujer, joven y hermosa. Falleció por el año de 1425 y está enterrado en la iglesia de dicha población normanda, delante del altar mayor.

A mí, después de haber leído lo precedente referente a la isla de Lobos, me continuó fascinando, más si cabe la idea de indagar más en la historia de la conquista de las islas, lo que como a continuación explico fui logrando, especialmente en lo concerniente a esta minúscula isla, su historia y sus leyendas, episodios reales y misteriosos, de piraterías y posibles tesoros allí ocultos, en relatos verídicos y también de ficción, contados por gentes marineras canarias y, sobre todo majoreras.

Y la consecuencia fue que después de haber estado yo por primera vez en el pueblecito marinero de Corralejo, anhelase en mi interior el poder trasladarme al mítico islote en la primera ocasión futura que se me presentase. Seguí en el ínterin indagando, leyendo, escuchando y tomando nota de cuanto concerniese a la Isla de Lobos y sus contornos, el paraje marítimo terrestre que me tenía subyugado. Llegando así a disponer de una especie de “dossier” o carpeta archivadora con recortes de prensa, copia manuscrita o fotografiada y fichas y más fichas que por fin pude refrendar, allá por el año de 1981 y con motivo de la estancia de mi esposa y yo en Corralejo, con el deseado proyecto de desplazarnos al islote en la primera ocasión que se presentase.

Y allá que nos fuimos en uno de los vaporcitos o lanchas motoras apenas adecuados para pasaje que surcaban entonces el Río en trayectos de apenas media hora, en una apacible mañana de finales del verano, en septiembre que es cuando, creo yo por el cambio de dirección de los vientos alisios de la zona cuando más plácidamente se puede recorrer aquel reducido territorio insular de unos cinco kilómetros cuadrados de extensión poco más o menos libre de los vientos casi constantes de la zona, bañarse en las bonancibles aguas de transparentes tonalidades azul turquesa en sus reducidas y recónditas playas y caletas.

En tanto que Margarita, imitando a la mayoría de los excursionistas, gente joven por lo general que con nosotros se acaban de desembarcar en el muelle artificial de cemento y recorrieran desde allí el ancho sendero que a unos cuantos minutos de caminata conducía a la singular y acogedora playa de blancas arenas de La Caleta, se disponía a bañarse, a pasar el resto de la mañana tostándose bajo el cálido sol septembrino, yo decidí continuar el paseo iniciado, en solitario por aquel sendero pedregoso y polvoriento pero aparentemente bastante transitable que debía de formar parte de la red de caminos que recorrían en gran parte el perímetro del por lo demás desértico territorio de superficie eminentemente volcánica, recubierta en parte por raquítica vegetación a la sazón mustia y requemada por la inclemencia del estío... Entre la que fui identificando distintas matas de tabaibas, aulagas, matamoros, etc., pero ni un solo tipo de frondoso arbusto que pudiese facilitar algún asomo de sombra en las horas diarias de más calor.

También reconocí al paso huidizos lagartos y escarabajos cruzando parsimoniosos el sendero, abejorros zumbantes y saltamontes de tonos verdosos como iba a comprobar luego a la hora de un campestre almuerzo la abundancia de diversos insectos entre los que destacaban las moscas, pegajosas, pesadas y zumbonas a las que había que estar “ajuliando”, espantando o tratando de “arredar” de uno en forma constante agitando ora una ora otra las manos con el sombrero o gorra destocado y apuñado, o algún periódico o revista doblado haciendo el servicio de ventilador o apropiado “espantamoscas”.

Según ya tenía yo haber leído la fauna del islote, que en el pasado abundó en los lobos marinos que le dieron nombre y que acabaron siendo exterminados, en la actualidad se compone del petrel, la pardela chica cenicienta y el paiño común aunque yo no logré en la ocasión de mi visita avistar o cuanto menos reconocer cualquiera de dichas especies de avifauna marina que pudiesen efectuar algún corto y raudo vuelo delante de mí aunque si se podían observar en lontananza, sobre todo por los bordes del jable de dunas y los acantilados que daban al mar abierto, allá por el nordeste.

En cuanto a la fauna marina, en alguna ocasión y al respecto he oído o leído que las diferencias de salinidad y temperatura de las aguas que rodean al islote, merced a las continuas corrientes de la zona permiten la presencia en sus proximidades de diversas especies peces pertenecientes, en realidad a otras regiones atlánticas y que la parte de barlovento azotada por la mar bravía de fondo es más rica en plancton y por resultar más fría ofrece más variedad y abundancia para el pescado de las brecas, samas, bogas, etc.

En mi solitaria caminada desdoblé un ya muy manoseado pero útil plano militar del islote que había guardado previsoramente en mis pertenencias para ocasiones como la presente. Por lo que me fue fácil localizar sobre él los distintos topónimos del sitio, desde la hermosa concha que quedaba detrás a mi izquierda y que era formada por la acogedora playa semi circular de La Calera y a mi derecha unas antiguas hoyas salitrosas a las que siguieron los definidos pozos de las salinas y unas edificaciones muy elementales en ruinas o a medio construir un despejado campo de mustias plantas y flores que me parecieron un remedo de siemprevivas y, según iba andando vi unos aljibes secos y abandonados al parecer, así como tabaibas o diferentes clases de dichas euforbias, en tanto llegué hasta cerca de otros pozos de las salinas ya casi al pié de la pendiente de la caldera, resto indudable del volcán que muy posiblemente fue el origen del islote y el punto geodésico de mayor altitud de la isla, y que yo, siguiendo un estrecho sendero transitable fui bordeando hasta llegar a otro antiguo pozo de las salinas, donde hube de darme la vuelta en la caminata pues el terreno por allí se tornaba más agreste aunque, por el contrario, se disfrutaba desde él de una más amplia panorámica y, si avanzaba un poco más a mi izquierda podía descender sin grandes dificultades por una especie de barranquera hasta la misma punta o Morro Felipe, por donde me pareció distinguir las ruinas de algunas chozas habitadas acaso en el pasado por grupos de pescadores o que fueron tan solo refugio ocasional de algún pastor si es que antaño lo hubo o todavía lo había y que de alguna forma cuidaba a aquellas cabras huidizas como “guaniles” o salvajes que por aquellas soledades desérticas se observaban de cuando en cuando.

Aunque yo no alcancé a ver su interior, pienso que era aquel lugar o recóndita playa de cantos rodados el que según alguien ya me había informado único lugar en que, por su especial configuración de litoral se

Originaban y desarrollaban unas olas fenomenales muy buscadas y apropiadas para que los más arriesgados bañistas que visitaban a Lobos las “cebasen” a placer.

Después, para mi sorpresa aún pude divisar, y ya recortados por los acantilados del noroeste unas conformaciones del terreno típicamente dunares que parecían estar en continuo movimiento a causa del viento intermitente que soplaba como encajonado sobre el Río y allá al otro extremo donde parece ser que

también había varias hoyas o bolsas de tierra salitrosas y restos de aljibes y habitáculos humanos que fueron pastoriles o de pescadores y desde luego empleados para diversos usos por quienes vivieron en las

recias dependencias de la edificación más antigua de quienes atendieron antaño al funcionamiento correcto del faro de navegación marítima alzado en el extremo norte de Punta Martiño.

Y fue el momento adecuado para que por unos instantes evocase la ficha técnica, lo que yo sé, por haberlo leído y anotado en su día, acerca de el faro de Punta Martiño, uno de los más renombrados de las islas Canarias, instalado como eficaz ayuda a la navegación marítima en la Isla de Lobos, de acuerdo con una Real Orden de 1857 sobre el Plan de Alumbrado Marítimo de las Islas Canarias, sucesor del Plan General para todo el territorio nacional que había sido editado diez años antes. Y por el cual, entre otros ingenieros, el grancanario Juan de León y Castillo trazó los planos precisos en 1864 para el que resultó ser uno de los pioneros que se fueron alzando en determinadas rutas costeras del archipiélago, en estructuras que acabaron siendo clásicas que se desarrollaban en derredor o en una esquina adyacente a la torre del faro en sí, siempre de recia cantería y que fueron además de residencia para el farero de turno y su familia si la tuviese, necesarios almacenes para el material preciso del mantenimiento del conjunto mecánico-óptico del faro en sí.

Aquel que yo contemplaba allá en la lejanía y al extremo de una reducida plataforma estaba localizado al norte de la denominada Punta de Martiño, de donde tomó el nombre oficial, en el extremo del Morro Colorado, sobre lo alto del acantilado a una treintena de metros sobre el nivel del mar, teniendo por el oeste, con sus cantiles correspondientes las caletillas de El Vino y La Madera y por el este el mar abierto de barlovento, el Bajo de la Perra y el Roque del Este que cobija a la minúscula playa de la Arena, batida de continuo por las olas hoy solitaria y olvidada, pero en el pasado, por lo que se contaba, seguro refugio y escondite idóneo para los piratas berberiscos que rondaron las islas y atacaron más de una vez, inclementes sus costas. Y también apreciado lugar para carenados de los navíos de piratas y corsarios europeos .

Aunque no intenté en aquella ocasión que relato el aproximarme a la aplanada plataforma donde se alzaban a ambos extremos el faro en sí y la vivienda y almacén si sabía, por haberlo ya leído en algún sitio que ambas construcciones estaban en la línea del estilo neoclásico civil utilizado para todos los faros y dependencias afines del territorio español. Planta cuadrada o rectangular y torre octogonal con escalera de caracol interior. Lienzos de paredes y muros exteriores de mampostería repartida entre las pilastras de sillería en los ángulos o esquinas y dinteles y umbrales de puertas y ventanas, habiéndose empleado preferentemente las piedras de basalto trasladas hasta allí desde las canteras de La Vega, primero a lomos de camellos y luego en los barquillos de doble proa propios de la vela latina y al final sobre los sufridos burros de pequeña `pero resistente talla de raigambre majorera. La cal, de las propias caleras del islote, de las caleras de Fuerteventura y alguna de la vecina isla de Lanzarote. Y para los techos, puertas, ventanas, tragaluces y pisos se usó la dura madera de tea de los pinos de los bosques cumbreros grancanarios, habiendo llegado de la península y aún en algún determinado caso que sirviese de Europa toda la maquinaria, óptica e instrumentos para la precisa y necesaria luminaria para guía de la navegación marítima.

En los alrededores del aislado conjunto había restos de algunos aljibes, rudimentarios corrales y de abandonados campos que sin duda fueron huertos de cultivos porque, al menos en su primer medio siglo de existencia y funcionamiento del faro fue obligada la residencia en el remoto lugar, del farero y de la familia si la hubiese. Y tengo entendido que en este ignoto faro nació o al menos residió por algún tiempo

La madre del escritor de novelas de aventuras Alberto Vázquez Figueroa y, con anterioridad la familia de

una así mismo escritora o poeta hispanoamericana, etc., pero, claro aquello era para mi como otra historia.

En las fechas de aquella mi personal exploración del terreno ya estaban solitarias las instalaciones del Faro de Punta Martiño aunque su último titular como luego pude comprobar, continuaba residiendo en Lobos, en unas edificaciones que hacía poco se levantaran en el seno de la entrada de La Rasca, en uno de cuyos extremos estaba ya construido por medio de algunos bloques de cemento armado un espigón o muelle desembarcadero conocido como El Puertito.

Continuando con la descripción del paisaje que estaba contemplando en horas ya de medio mañana, pude observar también como se extendía el terreno más o menos llano, de entre treinta y cincuenta metros de altitud sobre el nivel del mar, hasta los bordes recortados por acantilados que descendían en rápido declive hacia playas o superficies rocosas, de lajas o marisco, lamidas ya por el continuo refluir del oleaje del mar abierto. Y en donde se insinuaban algunas minúsculas calas o caletas

Las llanuras y las colinas que se sucedían estaban recubiertas o por las dunas de blanquecinas arenas o por una vegetación raquítica que se desarrollaba más en horizontal que verticalmente, de marcado tipo desértico pero al parecer bien aceptada por las cabras salvajes o asilvestradas que dispersas por allí triscaban.

Yo que contemplaba todo aquello entusiasmado, tras mirar la hora de mi reloj de pulsera, hube de re emprender presto la vuelta del camino hasta aquella mi circunstancial atalaya seguido y llegarme a la increíble playa que en forma de herradura era La Caleta de aguas transparentes en tonalidades azul verdosas, un tanto movidas a la sazón por los rizos formados de minúsculas olas y a la sazón bastante concurrida de excursionistas que o se bañaban o se tendían al sol y entre los que se apreciaban a las mas jovencitas que practicaban la advenediza moda del exhibirse en tanga, con el pecho al aire.

Me desvestí, quedándome en el indispensable bañador o bermudas e imitando a Margarita que no parecía querer salir del refrescante líquido me dí los correspondientes chapuzones y aún nadé unas brazas, por más que de toda mi gente es sabido el que, a pesar de haber nacido en puerto demás, a la vera del mar nunca he sido muy aficionado que digamos a meterme en la mar salada.

Ya de regreso al terreno de las hoyas salitrosas donde aún se alzaban algunas chozas de los pescadores junto a un edificio a medio construir de trazado semicircular que se nos dijo que estaba previsto para una futura instalación turística, después de apuntarnos para comer en lo que era la única taberna o rústico restaurante

Un poco más allá, en la pedregosa costa ya se alzaban los rudimentos de una construcción semicircular que en el futuro constituiría una especie de sencillo parador u oficinas de turismo, con dos o tres viviendas de casas de un solo piso o terreras adyacentes, una de ellas la ocupada por la familia del que fuera último farero de Punta Martriño, Antonio Hernández Páez, conocido precisamente por Antoñito el farero y que fue el que, después del almuerzo me facilitó amablemente ciertos datos técnicos del Faro en sí y me hizo descripción, un tanto pintoresca del entorno, aunque no pudo confirmarme nada de las leyendas de piratas y tesoros que yo estaba deseando conocer, confirmar.

Supo facilitarme datos que yo apunté de inmediato en mis blocs de notas. Sobre todo del faro moderno, instalado sobre las primitivas dependencias y cuyas características, a su decir son las siguientes:

Figura en las cartas marítimas más modernas de la zona con el número internacional de D-2786 y marítimo de fomento 12140. Se trata de una torre cilindro-cónica pintada de color amarillo de unos seis metros de alta y linterna blanca, siendo su situación exacta 13º 48´8´´ longitud oeste y28º 45´8” latitud norte con una altura de toda la instalación sobre el nivel del mar de 29 m. Sobre la instalación primitiva se sobrepuso la nueva óptica y demás elementos precisos, conjunto que se inauguró oficialmente el día 7 de febrero de 1905. Este faro, según se me dijo posteriormente ha sido restaurado y actualizado y hoy en día funciona como todos los de su especie por medio de sistemas automáticos.

No obstante, y tal como renglones más arriba indico, en los tiempos de mi exploración, el farero y su familia continuaban residiendo en la isla, por la zona sur, junto al Puertito, atendiendo al restaurante existente en donde se pueden degustar a satisfacción diversos platos de pescado y mariscos “del día”.

Allí, al aire libre pero a la sombra de un toldo enramado almorzamos los excursionistas o expedicionarios del día, degustando sabroso pescado fresco con papas del país arrugadas y mojo verde, regado todo con un buen vino isleño.

El único inconveniente en aquel ágape marítimo-campestre lo pusieron las moscas que las había a mansalva y acudían golosas a nosotros después de merodear zumbonas por un cercano desagüe entre rocas marinas en donde parecía ser que escamaban y limpiaban el pescado que luego de frito nosotros degullíamos..

Aquel día, después de comer aún dispusimos de tiempo, hasta la llegada del vaporcito que nos recogería

para devolvernos al atardecer a Corralejo, para recorrer la montañeta más cercana a nosotros denominada

La Atalaya Grande, caminamos como pudimos sobre las rocas musgosas por donde había, cosa sorprendente para nosotros, unas cuantas gallinas picoteando en los mismos charcos en que nos niños vivas mustias a la sazón pero que parecían estar allí fuera de lugar y bordeando con cuidado unas pequeñas pozas al caminar sobre lajas resbaladizas y húmedas observamos que más allá había como unas lagunillas de agua del mar y una playa, pero de cantos rodados y marisco tan solo. Y enfrente de nosotros, allá en el cercano horizonte del norte la plataforma sobre el acantilado donde destacaba la maciza construcción del faro primitivo y la tortea moderna pintada en franjas rojo y blanco del faro de Punta Martiño.

Por lo que yo, con mi viejo plano militar de nuevo desplegado aún traté de localizar las posibles radas o caletas donde se decía que se habían alojado, ocultado y residido temporalmente aquellos piratas, corsarios o berberiscos que en el pasado lejano infestaron los mares canarios, ejecutando toda clase de tropelías sobre todo en las desguarnecidas costas majoreras y conejeras hasta que, en pleno siglo XVI fueron de allí desalojados por unas naves canarias armadas y bien pertrechadas de hombres que al efecto y de su propio peculio armó en corso el prohombre grancanario Bernardino de Lezcano y Muxica y que limpió por mucho tiempo el archipiélago de tan terrible plaga humana.

Y recordé que, según el investigador Alejandro Cioranescu, en dos puntos de las islas Canarias solían converger los navíos de los aventureros del mar en el tráfico de las islas, sobre todo de los piratas de los siglos más inmediatos a la conquista de las mismas y del descubrimiento de América. Por un lado la isla de Lobos, entonces desierta pero no del todo inhóspita, que ofrecía aquella ralea de maleantes un buen puesto de espera y vigilancia desde donde observar el movimiento de los distintos barcos que traficaban con las costas africanas y las naves del sur americano con independencia de las operaciones de interés local y de la pesca de cabotaje entre las islas y la costa sahariana. Por otro lado, numerosos eran los piratas y corsarios que solían navegar al pairo o a poca distancia del cabo tinerfeño de Anaga, manteniéndose en aquellos parajes por espacio de varias jornadas, acechando las entradas y salidas del Puerto de Santa Cruz, el importante tráfico de este puerto con el del Puerto de La Cruz y más allá la navegación rumbo a las Indias y aún del regreso de ellas, sobre todo a principios del crucial siglo XVIII

Y el historiador Agustín Millares Torres en su obra “Biografías de canarios célebres” en la que correspondió al grancanario Bernardino de Lezcano y Muxica, escribió que:

“Hay entre las islas de Lanzarote y Fuerteventura un brazo de mar que la separa, llamado la Bocaina, cuya extensión en su parte O. Es de seis millas de ancho y cuatro y media a su salida, o sea a su extremidad oriental. Los cabos de Pechiquera y del Papagayo en Lanzarote, y las Puntas Gorda y de Martino en Fuerteventura, forman sus demarcaciones naturales y señalan este estrecho al marino que quiera atravesarlo. Una pequeña isla, conocida con el nombre de Lobos, divide en dos partes la Bocaina. Hállase situada esta isleta cerca de la punta N.E. de Fuerteventura y mide de N. a S. dos millas y de E. a O. una y tercia. En otro tiempo, la abundancia de lobos marinos que en ella se encontraban, le dio ese sobrenombre que aún conserva. Ahora bien, en la época que vamos describiendo, era esa isla el punto de reunión de los corsarios que infestaban estos mares y en ella desembarcaban y custodiaban sus presas, componían y carenaban sus buques. Desde allí se derramaban por estas latitudes y, cruzando sin cesar en todas direcciones, conseguían casi diariamente capturar, ya una pequeña nave del país, Ya un galeón de América, ya un navío que de España hacía rumbo a las Indias. Si el buque lograba escapar a tan activa persecución, los corsarios se vengaban en los indefensos insulares, haciendo desembarcos en sus abiertas playas, proveyéndose a su costa de víveres y aguada o poniendo fuego a los sembrados y caseríos cuando se les oponía alguna resistencia”

El Bernardino Lezcano y Muxica, nacido en Las Palmas a finales del siglo XV y fallecido en la misma ciudad en el año 1553 era hijo de un vasco conquistador de Gran Canaria, “opulento en riquezas y gran patriota” como de él se dijo en alguno de sus viajes comerciales a Lanzarote y Fuerteventura fue testigo de las calamidades que aquel foco de maleantes anidado en la isla de Lobos estaba produciendo a los isleños y se propuso enmendar en lo que pudiese la lamentable situación. Viajó a Vizcaya la patria de sus ancestros y en astilleros de Guipúzcoa encargó la construcción de hasta tres naves, el de mayor tonelaje bautizado con el nombre de “Galeón Almirante” y los más pequeños el uno “Pintadilla” y el otro “San Juan Bautista” que armó con pertrechos y tripulaciones adecuadas, formando con ellos una flotilla temible poniendo a su frente al experto marino portugués Simón Lorenzo que alrededor del año 1540 hizo un detallado recorrido de reconocimiento por las costas de Lanzarote y Fuerteventura limpiando las aguas del archipiélago de forma expeditiva de los malvados piratas y deteniéndose la expedición armada con particular interés en la isla de Lobos escudriñando todos los posibles refugios en las playas y calas usadas para refugio, descanso de tripulaciones y aún trabajos especiales de mantenimiento como el carenado de los navíos.

Pero resultó que los piratas, advertidos del peligro que se le venía encima desaparecieron como por ensalmo aunque, antes de la fuga tuvieron tiempo de destruir almacenes y chozas, incendiando el resto de cuanto no se pudieron llevar con ellos, encontrándose la flotilla canaria con la soledad más completa deshabitada, desérticas sus calas, playas y hasta las cuevas que se decía había por algunas parte de las costas. Costas que también se exploraron lo mejor posible pues cundiera la noticia que luego se convirtió en leyenda, que por aquellos agrestes parajes se habían ocultado algunos tesoros producto de las rapiñas de los tiempos pasados. Tesoros que jamás se logró dar con ellos, si en realidad existieron alguna vez.

Durante largos años la isla de Lobos permaneció desierta, completamente abandonada, aunque, con el paso del tiempo volvió a ser accidental refugio de diversos bandoleros del mar, al menos hasta los primeros años del siglo XIX pues se ha contado que en 1805, unos viajeros entre los que se encontraban James Swahston escocés y Francois Gurié francés al pasar su nave a la altura del nordeste de Fuerteventura. Por la Bocaina fueron atacados por unos feroces piratas, en este caso americanos, que por aquellos solitarios parajes invernaban y que después de despojarlos de todas sus pertenencias los abandonaron en las costas majoreras de donde después de muchas peripecias se pudieron trasladar a Gran Canaria afincándose como comerciantes en la ciudad de Las Palmas y siendo aquí los troncos de importantes sagas familiares.

Aunque la isla continua siendo, por herencias y diversas compras y ventas de propiedad particular, parece ser que está en trance de su adquisición por parte del Gobierno Canario para incluir tan llamativo y atrayente paraje en un futuro Parque Natural Protegido con las Dunas de Corralejo

3 de abril de 2011

BEN FARROUCKH Y LOS MAGHRUINOS.

Cuando el poderío musulmán se extendió tumultuoso por mas del medio mundo conocido entonces se tambalearon anteriores civilizaciones y los árabes absorbieron culturas arcaicas, inyectándolas con sus innovaciones religiosas, militares y culturales.

Ellos conocieron las Canarias, tanto a través de escritos legados por Grecia y Roma como merced a la proximidad real de sus costas. Y con frecuencia se ocuparon de las islas.

I n v a d i d a y conquistada la Península Ibérica, los musulmanes mantenían una fuerte escuadra armada capaz de defender sus dilatadas costas atlánticas y mediterráneas de saqueos de piratas, algaradas de cristianos y sorpresas piráticas de normandos.

Aquella escuadra también servía para estrechar los vínculos de raza, religión y costumbres entre los árabes españoles y los de África.

Febrero del año 999. El capitán árabe Ben Farrouckh se hallaba en el estuario de Lisboa vigilando con su potente navío los movimientos de los audaces piratas normandos y hasta él hubieron de llegar reiteradas noticias acerca de la existencia de unas islas llamadas Afortunadas, hacia las costas líbicas, por donde se levantaba el monte Atlas.

Deseando conocerlas y aprovechando un viento que sopló favorable, hizo rumbo en su dirección y a los pocos días descubrió la isla de Canaria, en cuya rada de Gando echó el ancla; afirmando los cronistas que citan y comentan el episodio, ser la dicha fecha cuando recibió este paraje canario su nombre actual que significó “roca” o “montaña rocosa”.

Al frente de ciento treinta hombres atravesó Ben Farrouckh la isla de Sureste a Noroeste, venciendo para ello los obstáculos casi insuperables que ofrecían el continuo,y enmarañado bosque desarrollado desde las mismas orillas del mar hasta las más elevadas cumbres por lo que los expedicionarios la definieron como la de las selvas tenebrosas.

Parece que los indígenas, cuyo número no era muy crecido sin duda entonces, si nos atenemos al estado inculto del país, se hallaban ya un tanto familiarizados con la presencia de extranjeros, porque los árabes españoles y africanos solían frecuentar sus costas y dejar olvidados en ellas a alguno de sus tripulantes. Esta circunstancia favoreció al atrevido capitán que pudo llegar, sin otra oposición que la ofrecida por la Naturaleza, hasta las llanuras de Gáldar, en donde residía ya entonces el rey de la isla con sus consejeros; y a quien allí, por medio de intérpretes, le manifestó que, enviado por un poderoso monarca a aquellas remotas playas arrastrando grandes peligros venía para solicitar su amistad y alianza, pues deseaba que se entablasen desde aquel día benévolas relaciones entre ambos soberanos.

Guanariga, que este era el nombre del jefe isleño según dice la crónica, oyó con orgullosa satisfacción tan inesperada solicitud y llevando a los audaces árabes a su propio palacio adornado con flores y hojas de palma les obsequió con una abundante comida compuesta de leche, frutas, carnes y harina de cebada que eran los productos naturales fundamentales de su parca cocina aborigen.

Desde Canaria dirigió Ben Farrouckh su rumbo hacia el Poniente y reconoció cuatro islas más que designó con los nombres de Ningaria, Aprósitus, Junonia y Hero, de las cuales la primera tocaba a las nubes, la segunda era pequeña y se levantaba muy cerca de la anterior, estando las dos restantes más distantes, siendo Hero la más occidental.

Retrocediendo luego el capitán árabe hacia el Naciente encontró las islas Capraria y Pliutana que se alzaban ya frente a las costas de La Mauritania y, con todo lo cual, dio por terminada la curiosa exploración, regresando a la Península Ibérica en el mes de mayo del mismo año del marítimo periplo.

De las observaciones que el caudillo árabe recogió durante tan audaz viaje, resulta comprobado que en las islas de Canaria y de Capraria vegetaban algunas tribus de aborígenes regidas por jefes determinados, siendo en la de Capraria independientes y varios que se hacían entre si crudas guerras o peleas; que en Ningaria existían quince distritos aunque todos subordinados a un solo jefe, como en Canaria, que ejercía sobre ellos un poder absoluto. Y que las islas en donde se presentaban mejores vestigios de cultura eran Canaria y Tenerife, lo cual se revelaba tanto en la afabilidad de sus moradores como en sus instituciones civiles y religiosas.

Estuvieron facilitando algunas noticias más los escritores árabes, haciendo expresa mención de las islas a las que denominaban Al-Kaledat, o sea, Eternas. Y fue el célebre escritor Edrisi el que relató más cumplidamente algunos seudo episodios cuales aquel que narró la expedición salida de Lisboa por tales épocas todavía remotas, con el objeto de desentrañar algo más los misterios que para ellos ocultaba el Océano.

El célebre escritor Edrisi habló extensamente acerca de las islas; él fue quien primeramente relató una expedición salida al efecto de Lisboa por aquellas épocas remotas con objeto de penetrar los misterios que ocultaba el océano.

Se refirió a ella de la siguiente forma:

Salieron los Maghruinos de Lisboa, deseosos de averiguar los arcanos del Atlántico y sus límites. Reuniéronse previamente en número de ocho, todos primos hermanos. Y después de haber construido un buque al efecto, se embarcaron llevando agua y víveres en abundancia para prolongar

su navegación muchos meses, dándose a la vela al primer soplo del viento del Norte. De este modo navegaron once días, poco más o menos, hasta llegar a una parte del océano cuyas aguas espesas exhalaban un olor fétido, ocultando numerosos arrecifes casi a flor de agua. Temiendo naufragar, cambiaron el rumbo y se dirigieron al Sur durante doce días, abordando por fin a l a i s la de los Carneros, así llamada por los abundantes rebaños que allí pastaban sin que nadie los guardase. Al desembarcar en esta isla encontraron un manantial de agua cristalina e higueras salvajes. Cogieron y mataron algunos carneros cuya carne era tan amarga que les fue imposible comerla, de modo que solo aprovecharon las pieles, Seguidamente navegaron varios días más, descubriendo al fin una isla que parecía habitada y en cultivo, a la que se aproximaron para averiguar lo que hubiese de curioso en ella, pero de pronto se vieron rodeados de lanchas, quedando todos prisioneros y siendo conducidos a una población que se levantaba a orillas del mar. Lleváronlos para mayor seguridad a una casa en donde había hombres de gran estatura, de color rojo y caldeado y cabello lacio y mujeres de extraordinaria belleza. En aquella casa estuvieron t re s días y llegando al cuarto se les acercó un hombre que hablaba l a lengua árabe.

-Salud, extranjeros . ¿Quien sois vosotros ?. . .

Los Maghruinos contemplaron admirados a aquél que los interpelaba

-¿ Cómo? . . . ¿Hablas nuestra lengua? . . . ¿ Eres acaso nuestro hermano y estás también prisionero?. . .

-Soy natural de este país, pero conozco vuestro 1enguaje pues otros extranjeros han estado aquí antes. Pero, contesta ami pregunta.

-Somos árabes de Lisboa. Todos descendientes del Gran Salem Al-Medick .

-¿Y a que habéis venido a esta tierra? . . .

-Salimos de nuestra patria con deseo de conocer parte del mundo desconocido.. . Y los vientos nos

trajeron hasta aquí.

-Bien. Pues ahora, nuestro señor el guanarteme quiere conoceros y hablaros; pero nada temáis de él, que es noble y generoso.

Dos días después eran l os extranjeros presentados al rey del país, quien los trató al principio benévolamente.

-¿Conque, sois árabes de lejanas tierras? . . . Pregúntales, Guaniter, que fines persiguen.

Uno de los Maghruinos, al ser traducida la pregunta, contestó:

-Ya lo dijimos el otro día, ! oh, intérprete! . . . Nos hemos lanzado al mar con el deseo de averiguar lo que en él de raro y curioso pueda haber, así como para intentar conocer sus límites.

Cuando el guanarteme escuchó la traducción de la respuesta del árabe, soltó a reír . Luego habló al intérprete:

-Dile a esa gente que mi padre envió en otro tiempo a algunos de sus esclavos a reconocer el océano y en habiendo embarcado y navegado durante un mes, les faltó la luz de los cielos, viéndose obligados a renunciar en su inútil tentativa. Diles también que aquí serán tratados con cariño, porque deseo que formen una buena opinión de mi carácter y del de los nuestros.

Y así fue hecho, en parte. Volvieron los árabes a su prisión y allí permanecieron hasta que, soplando vientos del Oeste, se les vendó los ojos, los colocaron en una lancha y les obligaron a bogar durante largas horas.

Continuando de este modo tres días y tres noches llegaron a una tierra en donde fueron desembarcados con las manos ligadas a la espalda y se les abandonó en el más triste y lastimoso de los estados, en la orilla. Así permanecieron hasta el amanecer, atormentados con las ataduras que les atenazaban los brazos.

Y entonces, oyendo cerca risas y voces de hombres, comenzaron a gritar:

-!Auxilio! . . . !Socorro! . . .

-!Aquí, aquí!. . .

- !Ayuda, por Alá! . . .

Las voces de los viandantes se aproximaron.

-Pero, ¿qué es esto?. . . ¿Cómo aparecen así estos hombres?. . . Ayudémoslos, desatándolos primeramente.

Los habitantes de aquellas tierras, viendo a los extranjeros en tan miserable estado, les prestaron la ayuda que necesitaban, haciéndoles así mismo diferentes preguntas; a las que contestaron ellos con la relación de su viaje y sus desventuras.

Aquéllos que tan caritativamente socorrieron a los Maghruinos eran bereberes y uno de ellos les dijo al fin:

-¿ Sabéis vosotros a que distancia os encontráis de vuestra patria? . . . Entre este lugar en que nos hallamos y el vuestro hay dos meses de camino.

- ! Oh , Alá! . . . ! Wasafi !. . . ! Wasafi !. . . ! Wasafi !. . .. .

El repetido lamento quería decir: !Ay de mí! . -Y desde entonces se conoce el lugar en que dejaran a aquellos árabes los canarios, con el nombre de Asafi o Safi. Este puerto está situado al extremo de Occidente en la costa africana.

Tal fue el episodio de la llegada de los Maghruinos de Lisboa al archipiélago canario. Varios autores lo citan, aunque hay investigadores en la actualidad que dudan mucho de esta visita hipotética y prescinden de relato tan pintoresco que de las islas y su guanarteme y habitantes se hace, así como de las lanchas y barcas, que todavía no se ha logrado probar usasen ni conociesen los isleños.

Por último, aún debemos de añadir que tanto en la narración de la expedición de Ben Farrouckh como en la del accidentado viaje de los árabes lisboetas se trasluce el sabor de escritos latinos copiados libremente.

Miedo

Un cuento o relato de los tiempos idos, de Carlos Platero para Princesa (moreply-comment@blogger.com) que, aunque en diferentes épocas, bien se observa en sus atinados escritos que ha viajado por esos entrañables rincones siempre evocados de la Galicia Profunda. Con afecto y la morriña de siempre, agradecido de sus parabienes y familiares evocaciones.



La luz de tonalidades rojizas, procedente de las llamas que bailoteaban consumiendo unos trozos de leña seca en el centro de la gran piedra del lar recortaba las siluetas de la joven pareja que, apoyada en el quicio, bajo el dintel de la puerta de entrada dividida horizontalmente en dos mitades trataba de apartarte de ella lo más posible pretendiendo con disimulo continuado el confundirse con las tinieblas nocturnas del exterior.

Dentro de la ahumada cocina, alrededor del fuego de la lareira se hallaban sentados en sendos tallos o taburetes unos y otros en el asiento alargado del fondo, un viejo de patriarcales barbas que hablaba pausado, chupando al mismo tiempo la colilla de lo que había sido un cigarro de tabaco liado a mano, su mujer, de mirada velada y ausente, también muy anciana, arrebujada en un grueso mantón, otra mujer, de vestidos oscuros, más joven pero que ya se la adivinaba canosa pese al coloreado pañuelo que medio le cubría la cabeza, el fornido hombretón ya mayor que era su marido, con boina a la cabeza y chaleco de pana sobre la remendada camisa burda de lino, que con mano de áspero roce acariciaba a una niña pequeña que dormitaba sobre su hombro al tiempo que de cuando en cuando con algún gesto trataba de aquietar a los dos rapaces un poco más mayores que la niña y que, a pesar de prestar como todos los demás oído a lo que el viejo petrucio, en medio de grandes pausas estaba relatando, de cuando en cuando y con disimulo se pegaban pellizcos y empujones entre sí, retozones como las crías del ganado que rumiaba en la adyacente cuadra.

Casi todas las noches, sobre todo en las largas del invierno después de haber atendido la familia a la hacienda, haber cenado y si acaso rezado alguna apresurada oración en común, hubiese o no vecinos como visitantes nocturnos, cuando las horas transcurrían lentas y la oscuridad traía al frío en el exterior, se repetía poco más o menos la misma o parecida escena alrededor del lar de la cocina en la casa de labranza de José de Liñares. Y en muchas ocasiones, fuese el abuelo o alguno de los vecinos que por allí recalase el tema más tocado era el de las apariciones de almas en pena, de encantamientos, de cuentos de misterio y lúgubres episodios antaño acaecidos y a que tan dados fueran siempre los paisanos de la montaraz comarca.

También la juvenil pareja que permanecía un tanto alejada del grupo, en la entrada de la vivienda, hablaba de lo mismo.

_ No debiste de reírte así como lo has hecho, de las cosas que cuenta el abuelo, Nicolás. - decía en un susurro la moza con claro acento de reconvención, en tanto que miraba una vez más en derredor hacia las tinieblas de la anochecida con un estremecimiento - A mí todo eso me da no sé qué,... Algo de miedo.

El joven, con gesto jactancioso, quería tranquilizarla.

_ ¡Bah!... No me irás a decir ahora que tú crees del todo en esos cuentos de apariciones, ¿eh? ... ¿ De meigas, la santa compaña, la gallina con sus polluelos y demás bobadas?.

_ No; no, yo no creo, que bien dice el señor cura que eso son mentira...Pero,...¿y si algún día se me apareciese algo de eso?. Te juro que a mí nunca me ha gustado el caminar de noche por el monte, entre los pinares o los tojales, ¿sabes? Y, mucho menos el pasar por junto al cementerio de la iglesia en horas de la noche.

_ Escúchame una vez más, rapaza...Y volvía a cogerla cariñoso por los hombros, añadiendo con firmeza: - Las personas que seamos o nos consideremos como sensatas no podemos creer en esas tonterías de fantasmas y meigallos, como bien nos lo ha dicho muchas veces el maestro castellano. Puede que haya que comprender en cierta manera a nuestros abuelos y aún a nuestros mismos padres, que han vivido, que se han criado en unos tiempos de más incultura...Pero, nosotros, que hemos ido a la escuela, que sabemos leer y escribir... ¡Bah! Quisiera yo que en alguna ocasión se me apareciese algo, se me presentase un fantasmita o lo que sea, que ya verías tú como lo pongo de vuelta y media.

Y, después del bravucón monólogo, se esponjaba el mozo medio abrazando a la moza, que allí a tales horas no se le resistía y lo escuchaba no sin sentir admiración hacia él.

Permanecieron ambos silenciosos un cierto tiempo.

Dentro de la vivienda, el abuelo había dado fin a las narraciones y decires y haciendo algún ademán de bostezo e irguiéndose, cogiendo con trémula mano el encendido candil de gas que reposaba sobre la artesa ante la boca del horno se encaminó con pausado andar hacia la rústica escalera que en un rincón conducía al cuarto comunal.

Hecho usual que valió para que los demás contertulios se fueran levantando para imitarle.

La madre llamó a la joven que se apoyaba en el quicio de la puerta de entrada:

- ¡Olga!... Que nos vamos a la cama, que ya es hora.

Por todo ello comprendió el mozo que había ya que retirarse. Y después de aparente y silenciosa resistencia por parte de ella la se besaron larga y repetidamente. Luego, con un "¡buenas noches!" dirigido a todos, Nicolás se despidió y se internó de improviso en la oscuridad reinante, en tanto que a sus espaldas se atrancaba la puerta de la vivienda de su novia o pretendida.



Era Nicolás, el de Otero un robusto mozancón de veintitantos años de edad, con cultura básica adquirida no solo en la escuela local sino con algunas lecturas recomendadas tanto por el señor cura como por aquel maestro, viejo castellano que se había encargado de escolarizar a los niños del contorno; que ya había cumplido la "mili" en la ciudad por lo que acrecentara en algo sus saberes por lo que, pese a su juventud ya iba siendo tenido por hombre sabido en el contorno. Y que, como labrador que era, trabajando en la cumplida heredad paterna, se hacía proyectos de casarse con Olga a no tardar mucho, a la que pretendía desde hacía tiempo con la aquiescencia de sus futuros suegros.

El joven, poniéndose al lado del cura párroco, del maestro y de algunas otras personas más o menos aculturizadas como él, renegaban cuanto podían de las creencias ancestrales de sus convecinos, considerando a la mayoría de las noticias extraordinarias que se relataban en las noches invernales al pie de los sacros fuegos de los hogares aldeanos como patrañas y fantasías. Nicolás se reía de aquellas leyendas tenebrosas y supercherías y aún le gustaba el decir siempre a viva voz que de tropezarse él con alguna aparición del Mas Allá si podía le daría su merecido para que no volviese a asustar a las gentes crédulas y sencillas de aquellos lugares.

En aquella noche de principios de invierno caminaba Nicolás en demanda de su propia aldea que estaba un poco distante de la de su novia, sin mayores aprensiones por la hora, próxima a la medianoche y sin tampoco preocuparle en demasía lo oscuro y sombrío de su camino que él conocía perfectamente. Iba un tanto ensimismado, entremezclando en su mente diversas ideas que tenían que ver con el futuro presentido a compartir con Olga y con retazos del recuerdo de las supercherías aldeanas acabadas de oír del viejo abuelo. Y haciendo entre sí proyectos alagüeños de venturoso porvenir presentido, desplazándose con familiaridad en la oscuridad reinante por caminos de sobra conocidos, fue el joven adentrándose por el frondoso pinar de El Pedroso y hasta un buen trecho no vino a caer en la cuenta de lo denso de la negrura nocturna al deslizarse entre los árboles.

Mala fama tenía desde siempre en el contorno el dichoso pinar y tojal pues, comúnmente en las largas noches de invierno, al calor de las llamas de los hogares aldeanos, los más viejos solían contar extrañas y aprensivas leyendas de aquel tenebroso paraje. Personas esfumadas entre su fronda en tiempos pasados... Apariciones de almas en pena, ululantes, muchas de ellas convertidas a su vez en muy diversos tipos de animales... Hasta se susurraba con estremecimientos medrosos que en varias ocasiones se vio cruzar por las noches y cerca de la madrugada hileras de misteriosas y fantasmagóricas luces... Las gentes supersticiosas juraban y aseguraban que se trataba de procesiones de la santa compaña, congregaciones de almas que venían de cuando en cuando del Mas Allá y que por sus pecados terrenales o haber muerto sin confesión estaban condenadas a errar eternamente, si antes no conseguían que otro mortal se agregase a ellas y así liberarse una a una y de tal forma habían de proseguir hasta el fin de los siglos.

En oyendo hablar de la santa compaña, de las almas de los inconfesos, de los esqueléticos difuntos y de sus bailoteantes luces y sus tenebrosos cánticos, los rostros de las gentes cobraban medrosa seriedad y de poco valían los razonamientos de las pocas personas cultas y sensatas que combatían tales patrañas y entre las que se encontraba Nicolás el de Otero, el que siempre solía añadir aquello de que le gustaría encontrarse de frente con alguna de aquellas apariciones si fuesen verdad, que ya sabrían lo que era bueno.

Pues en aquella particular noche invernal, oscura y fría, pudo al fin ver cumplido gran parte de aquel su reiteradamente expresado deseo.

Nicolás al cabo de un rato de haberse internado en el ominoso pinar, al fin se detuvo un instante al advertir que efectivamente estaba muy adentrado en la zona boscosa de tenebrosa fama. Todo estaba oscuro pues ni había luna y las estrellas apenas se distinguían por entre el ramaje donde las nubes no velaban el firmamento, merced acaso a una ligera brisa que se había levantado y se iba insinuando con misteriosos murmullos.

"¡Que negro está este monte!", pensó el joven por un instante y reanudando la marcha; poniendo, eso sí, mayor atención en su rápido desplazamiento por el sendero que seguía y que conocía suficientemente. "Buena noche para los que creen en las apariciones y meigallos", volvió a decirse entre sí, sonriéndose con ironía. Aunque, ciertamente y sin él mismo percibirlo con claridad, comenzando a sentir una ligera e imprecisa inquietud que se fue agudizando a medida que avanzaba con más atención a procurar no tropezar con algún tronco, con algún espeso matojo o alguna piedra inoportuna.

La fuerza del viento iba en aumento y a su impulso las copas, las ramas de los pinos al moverse rítmicamente parecieron dar comienzo a una melancólica y tristona música susurrante. Y una serie contínua de misteriosos chasquidos cuyas causas Nicolás trató de descubrir razonando para sí mismo posibles naturales causas. Pero nada de lo pensado para el caso le convencía del todo. Y seguía prestando mayor atención al constante y cada vez más creciente rumor de los pinos que le parecía que ya interpretaban fantásticas músicas sinfónicas al rozarse las ramas unas contra otras.

Si. Nicolás el de Otero se sabía valiente, era valeroso y nada debería de asustarlo, pero a su pesar ya iba caminando receloso, con el oído atento y notando la enervación de sus nervios.

¿No eran sigilosos pasos aquellos chasquidos como acompasados que le pareció oír en un momento dado como detrás de sí?

Se detuvo una vez más, prestando el oído atento. El silencio, en aquel momento, a excepción del murmullo de los árboles, era casi completo, por lo que, tras andar unos metros más con paso cada vez más rápido, como quiera que aquello que le parecieron suaves pisadas o lo que fuese se percibían igual con claridad, acabó plantándose decidido en mitad del camino que seguía y alzó la voz:

_ ¿Quien va?

Solo un como ligero eco respondió a la pregunta y el mozo, procurando tranquilizarse prosiguió la marcha deseando encontrarse ya fuera del boscoso paraje.

¡Demonios!... Los pasos o lo que fuese seguían oyéndose perfectamente detrás de sí.

"¿Sería algún vecino o conocido que sabiendo de su ruta pretendía gastarle alguna broma?"... Porque, imaginar que pudiese ser algún salteador de caminos, de aquellos que solían evocar las gentes medrosas, no le parecía fuese cierto. Porque, además, si fuese alguien con el fin de asaltarlo, ya podría haberlo hecho, o al menos intentado, que tiempo había tenido desde que se internó en El Pedroso. No obstante, como precaución ante aquella remota posibilidad, pensó en detenerse y tratar de guarecerse, de refugiarse de alguna manera pegado al muro que había a trozos por allí, que bien pudo tantearlo más que verlo. Y además, si preciso fuese, coger del mismo alguna piedra con que defenderse de cualquier amago de ataque.

Agarrado a las musgosas piedras escuchó en medio de la oscuridad pero no percibió ya los pasos aunque si empezó a oír unos indefinidos sonidos como monótonos y tenues pero que acabaron por hacerle encoger el ánimo. Todavía lejanos unos sones que vibraban como los golpes dados a un tambor. Un tambor fantástico acaso percutido por huesos, llegó a pensar con un resquicio de su ironía habitual. Huesos humanos de esqueletos que buscaban aquella noche un trágico y fantasmagórico destino.

Pom,... pom-pom... Pom,... pom-pom...

"¡Vaya! - pensó Nicolás en plan jocoso, pretendiendo no dar entrada al temor creciente que amenazaba invadirlo- Estaría gracioso que, a pesar de todo, sea cierto algo de eso de la santa compaña y le dé ahora el pasar por aquí". Pero a pesar de la pretendida jocosidad de su pensamiento y el fugaz recuerdo de las muchas bravuconadas soltadas en todo momento al respecto en aquellos momentos no las tenía todas consigo.

Y casi a continuación, tornó a reflexionar: "¿Que dirían mis paisanos si me viesen aquí y ahora?"... ¿El, que tanto solía presumir de no creer en supercherías aldeanas, ocultándose, amparándose contra un muro al sentir cualquier ruido extraño o desconocido?

"¡Vamos, hombre!" - terminó diciéndose para darse ánimos - "Adelante y sin temor y ¡Que sea lo que Dios quiera!" ... "¡Al que me dé con un palo le doy un duro!"- Y lanzó al aire una especie de prolongado alarido de tonos ancestrales, tal vez más para darse ánimo que para pretender asustar o atemorizar al presunto o presuntos atacantes.

Reanudada la marcha, a medida que avanzaba parecíale percibir con mayor intensidad el monótono redoble de tambor, por lo que de nuevo detenido se inclinó tratando de recoger alguna piedra adecuada como arma con que defenderse contra cualquier clase de peligro. Como ya se alejara de aquel protector muro al que se arrimara minutos antes, tanteó el suelo con ambas manos y... ¡Un escalofrío aprensivo recorrió toda su espina dorsal al tiempo de que sentía como si literalmente todo el vello de su cuerpo se le erizaba!

Había tocado una cosa blanda, suave y peluda que se movía a sus pies. Exhaló un agudo respingo e irguiéndose rápido se puso a correr lo más velozmente que pudo. Ya un tanto fuera de sí, no pensó en aquellos momentos más que en alejarse del fatídico lugar, saltando el muro de construcción intermitente sin tocarlo, esquivando instintiva y milagrosamente los troncos de los árboles, librándose exasperado de las zarzas y los tojos y los helechos que pretendían atenazarlo y frenarlo en su carrera, que lo arañaban, desgarrándole las ropas con sus pinchos. En más de una vez estuvo en un trís de caer, de chocar contra lo que fuese...

Cuando al fin se detuvo sofocado y jadeante, a pesar de lo frío de la hora el sudor corría por su cuerpo, empapándole las ropas. Temblaba de pies a cabeza y con su alocada mirada pretendía taladrar la oscuridad que lo envolvía, en la que se hallaba inmerso. Sobreexcitado en aquellos momentos si creyó el joven aldeano en todo aquello de meigas, encantamientos y apariciones que se contaban en la comarca. Y, ya en medio de su creciente terror notó que algo más pareció petrificarlo en el instante:

Continuaba monótono pero en aumento en sus oídos y en su cerebro enfebrecido el seco sonido de los tambores, retumbante, obsesivo. ¡Pom,...pom-pom!. ¡Pom,... pom-pom!

Miró desalado en derredor, hacia atrás; y creyó percibir unas extrañas luces que se le aproximaban más,...más; que ya le pareció tenerlas mismamente encima.

Presa de un incontenible miedo jamás sentido hasta entonces, se arrojó de bruces al suelo, llevándose ambas manos engarfiadas a la cabeza donde le parecía que el cerebro le iba a estallar. Abatido como se encontraba, alzó a los pocos instante el rostro aunque manteniendo prietos los cerrados párpados.

¡Otra vez algo suave, blando, peludo y cálido, que se movía le rozó en plena cara!... Algo o alguien que pareció pasear por encima de su derrumbado cuerpo y tornó a rasarle acariciante rostro y manos.

El aterrado Nicolás no se atrevía ni a moverse ni casi a respirar, pero pasados unos momentos que le parecieron eternos se atrevió a erguir la cabeza y abrir los ojos.

¡Delante suyo, a escasa distancia aparecían unas pequeñas luces como fosforescentes que brillaban que brillaban intensas y que parpadearon una y otra vez. Le pareció ver asimismo a unos pequeños seres deformes, infrahumanos que lo llamaban haciéndole señales con unas manos grandes, muy grandes...

El joven se irguió poco a poco, fascinado. Las facciones de su rostro se le iban desencajando y los ojos saltones parecían querer salírsele de las órbitas. De rodillas todavía rompió a reír con secas y escalofriantes carcajadas, desgarrándose las ropas con los engarfiados dedos y luego manoteando frenético en el aire.

_ ¡Ja,...ja,...ja!

Supuso en el momento que aquellos enanos misteriosos que parecían llamarlo acaso eran seres encantados del pinar que querían que fuese con ellos a no sabía donde.

Como el ruido de los tambores ya le parecía ensordecedor, miró Nicolás a sus espaldas y ya no se extrañó. La Santa Campaña se le aproximaba y la creyó reconocer compuesta por el sin número de seres cubiertos por fantasmales sábanas blancas, alumbrados por imprecisas pero chisporroteantes luces, lúgubres esqueletos que avanzaban al compás de los tambores a los que se incorporaron los espaciados toques de unas campanillas y que de pronto rompieron a entonar cantando con cavernosas voces como una salmodia de extraños rezos. Las calaveras fosforescentes parecieron sonreírle y las esqueléticas manos parecían llamarlo también como para que se incorporase a la procesión para errar eternamente con el grupo por aquellos agros, campos y montes como almas en pena que eran.

Con voz ronca y salvaje gritó ya en pleno delirio de terror Nicolás:

_ ¡Voy,...! ¡Voy con vosotros, compañeros! - y aún agregó enloquecido - Pero, antes quiero despedirme de estos dos amigos enanos que pretendieron asustarme.

Y revolcándose con frenesí en el suelo cogió, pretendió apresar entre sus manos a aquello que él había tomado como dos enanos.

Un aullante y prolongado alarido resonó por el pinar. Nicolás acababa de apresar con frenética y enloquecida maniobra el brazo peludo, blando y cálido de uno de aquellos pequeños seres que, entre revolcones de protesta y escalofriantes aullidos de dolor le golpeaba el rostro, le clavó uno como fino puñal en un ojo y

con el que aún le cortó en las orejas, el rostro y el cuello

Pero el enfurecido joven pareció salirse en parte con la suya y uno de los brazos aquellos quedó en sus manos y los diabólicos enanos se alejaron al fin chillando y gruñendo con dolorida fiereza.

_ ¡Vencí!...Dejé a ese maldito... muñeco, manco...-gritó jadeante Nicolás el de Otero que se fue levantando y luego, tambaleante avanzó sin rumbo unos pasos; mas, observando que aquellos seres de ultratumba de la santa compaña, entre cánticos y luces bailantes lo rodeaban ofreciéndole los descarnados miembros y pareciendo sonreír con las bocas sin carne se abalanzó a ellos riendo, con un postrer y espeluznante alarido de absoluta locura.



A la mañana siguiente, a plena luz de un plomizo día caminaban dos labradores del contorno por el sendero que atravesaba el tenebroso Pinar de El Pedroso y comentaban entre ellos el temporal que a últimas horas de la pasada noche había azotado la comarca.

Decía uno de ellos:

- El viento de anoche también causó algunos estragos por aquí. Fíjate sino en las muchas ramas esparcidas que han estado cayendo... Y esa grande, medio desgajada todavía que continua balanceándose y rebotando una y otra vez contra el tronco...

Pro fue interrumpido por la detención súbita del andar de su compañero que lo detenía a su vez poniéndole una mano en el hombro.

_ !Juan!...Repara, mira allí, junto al muro, a ver si ves lo mismo que yo...¡Dios mío!

En medio de un charco de sangre yacía caído de lado, con las manos como engarfiadas contra el suelo el hombre que de inmediato reconocieron como Nicolás el de Otero, el que fuera últimamente uno de los jóvenes más valientes, cabales y de bien de la aldea.

Por lo que pudieron observar tenía las ropas hechas jirones y su rostro ensangrentado, con uno de sus ojos fuera de su órbita mostrando sanguinolento y viscoso líquido, gran parte de sus cabellos arrancados brutalmente, la nariz aplastada y sangrante, la boca con los labios partidos y aún entreabierta en lo que parecía una sardónica o enloquecida sonrisa. Y, en fin todo el cuerpo magullado, arañado, golpeado.

Después del primer y somero reconocimiento, uno de los dos labradores se quedó velándolo mientras el otro corría a la aldea cercana a dar la triste noticia de la tragedia y avisar luego al Juzgado del ayuntamiento y a la Guardia Civil de la villa.

Acudió la Autoridad y la Justicia en medio de la consternación general del vecindario.

El cadáver fue reconocido y examinado por el médico forense del término pero, a decir verdad, nadie encontró la más ínfima pista que pudiese conducir a un esclarecimiento del indudable crimen, las causas de aquella trágica muerte. Salvo, eso sí, semioculto entre la maleza del lugar un miembro extraño y sangrante, lo que según la opinión de algunos parecía ser un trozo de la cola de algún animal. Pero nada más aclaró el hallazgo y no se le pudo ni remotamente relacionar con el luctuoso suceso, por más que numerosas y persistentes indagaciones se estuvieron luego haciendo. Fueron interrogadas todas las personas que pudieran haber visto por última vez al joven, los que pudiesen ser acaso ocultos enemigos, pero A Nicolás se le tenía por buen hombre, incapaz de hacer daño a nadie y, desde luego ni se le sabían ni siquiera suponían potenciales enemigos que le pudiesen desear la muerte y mucho menos llevarla a cabo de aquella atroz y aparentemente ensañada manera.

Entre los aldeanos del contorno comenzó al poco del trágico suceso a cundir el rumor de que aquello no era más que cosa propia de las meigas y de las ánimas en pena de las que el finado se reía al repudiarlas como realmente existentes y que sin duda acabaron por vengarse de él tan sañuda y salvajemente.

El pinar de El Pedroso acrecentó así su mala fama ya proveniente de los tiempos pasados y a partir de entonces nadie de la comarca fue tan osado o valiente como para cruzarlo, aunque el no hacerlo significase dar un buen rodeo a los caminantes.

Los pocos que nunca creyeron en fantasmadas y supercherías, si pasaban por el término bien era verdad que lo hacían con cierto íntimo recelo y nunca jamás después de anochecido.

Así pues, al decir de la mayoría de los lugareños, Nicolás el de Otero acabó pagando tributo de una u otra forma a las meigas y a la santa compaña que supieron vengarse de sus muchas burlas y baladronadas.

El epitafio del trágico suceso fue el motivado porque en la misma mañana en que apareció sin vida el joven Nicolás, una vecina suya, con muchos años a las espaldas y sola en el mundo, al abrir la puerta de su reducida vivienda se topó con algo que la alegró sobremanera.

"Miquirrin", el negro gato que le hacía compañía, tan querido por ella y que tan cariñoso se mostraba con la gente estaba allí en la entrada, mirándola como siempre fijamente con sus luminosos y enigmáticos ojos. Lo recogió y con él en el regazo, acariciándolo lo introdujo hasta la cocina para facilitarle su platillo de leche.

_ ¡Ah, pillo! - le reconvenía al tiempo que le acariciaba junto a las orejas -¡Por fin vuelves al hogar, ingrato!... Claro; por ahí nadie te sirve las sopitas de leche como lo hace tu amita, ¿verdad?.

De pronto advirtió unas amplias manchas de sangre ya seca sobre la sedosa piel del felino y murmuró consternada:

- Diablos... ¿Estas herido, mi bien?... Vamos a ver...

Entonces, al examinarlo más detalladamente con cariñosa solicitud comprobó angustiada que a su querido gato le habían cercenado casi por completo aquella bonita y sedosa cola que a él le gustaba frotar ronroneando contra las piernas de quien le acariciase o conociese.

_ ¿Quien habrá sido el salvaje...? - murmuró la anciana indignada - ¿Quien te ha hecho tamaña maldad, mi querido "Miquirrin"?...¡Ojalá las meigas y la santa compaña se lleven al condenado que te lo ha hecho!...¡Amen!

Y curó con tierna solicitud al felino que ronroneaba al verse tan bien atendido y acariciado por su dueña.



En el cementerio de la parroquia aldeana, entre otras, hay una sencilla tumba con los restos del hombre que presumió de no temer a la superchería y pereció presa de su propio miedo e imaginación.

.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-. F I N .-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.

la prueba del humo

Una bella Leyenda Canaria

Allá por el último cuarto del siglo XIV, reinando en Lanzarote el noble y legendario Zonzamas, arribó a la isla un navío castellano, el cual, debido a fuertes borrascas y corrientes contrarias, se vió obligado a torcer su normal rumbo hacia las costas gallegas. Venía al mando de la embarcación el hidalgo vizcaíno Martín Ruiz de Avendaño.

Asombrados los isleños, admirados tal vez con aquella inesperada arribada, recibieron no obstante cortés y agradablemente a los castellanos, agasajándoles y atendiéndolos dentro de la proverbial nobleza y simpatía de que eran poseedores todos los naturales del archipiélago canario.

Zonzamas rogó al hidalgo vizcaíno que se sirviese aposentarse en su propio palacio, un soberbio y enorme castillo construido con duras maderas y grandes trozos de rocas, cediéndole también, en ritual obsequio, a su mujer, la reina Fayna.

Convivieron cierto tiempo los castellanos con los nativos de Lanzarote, colmados siempre aquéllos de atenciones y deferencias.

Martín Ruiz de Avendaño era apuesto y gozaba entre los suyos de galán; también la reina Fayna era joven y hermosa. Así es que no resulta demasiado descabellado el imaginar un romántico idilio entre ambos, bajo la protectora mirada del viejo Zonzamas.

Partió por fin de regreso a la civilización la nave, cargada de productos de la isla, transportando a unos hombres contentos de su aventura, que iban a relatar cosas increíbles acerca de las míticas Afortunadas.

A los nueve meses de la fortuita estancia de los castellanos en Tite-Roga-Kaet, Fayna daba a luz una niña blanca y rubia, . . . como el gallardo vizcaíno todavía recordado con añoranza. Siendo las demás isleñas más bien morenas de color, todos los vasallos de Zonzamas reputaron de extranjera a a q u e l l a niña que se llamó Ico, negándola, en secreto, - pertenencia a la nobleza.

A la muerte de Zonzamas le sucedió en el trono su hijo Timanfaya. Cuéntase que por los últimos

años del siglo invadió la isla una armada de piratas vizcaínos y sevillanos, en cuyaocasi6n sufrieron los desprevenidos indígenas l a más severa derrota de su historia porque aquellos piratas recogieron abundante botín en frutos de la tierra, ganados y hombres, llevándose triunfantes a Castilla como

prisioneros al mismo rey Timanfaya y a la reina, su esposa entre las otras ciento y pico personas que iban a ser vendidas como esclavos.

Aquella batida de los piratas dio paso al trono al hermano del rey, Guanareme, casado con Ico. Pasados unos años y muerto Guanareme, le sucedió en el trono su hijo Guadarfía. Mas este derecho al trono y legitima sucesión fue discutido apasionadamente. La mayoría del pueblo, conservando latente el recuerdo de los amores habidos entre la reina Fayna y el extranjero Martín Ruiz de Avendaño, censurando el supuesto mestizaje de Ico, se inclinaba al partido de la oposición, considerando sumamente endeble la nobleza dinástica de Guadarfia y nulo su derecho de posesionarse de la corona. Esta denodada y dura oposición que dividía a los isleños y hubiese degenerado sin duda en fratricida guerra si el Consejo de Nobles del reino no terminara tomando una decisión inapelable.

El venerable anciano que presidía el Consejo, habló ante una multitud de indígenas inquietos.

-!Está decidido! . . . Si ha de reinar el joven Guadarfía, Ico su madre deberá someterse a una prueba concluyente que aclare todos los recelos y suposiciones creados.

Y la multitud rugió, con disparidad de opiniones:

-!Muy bien! . . .

-!Que así se haga! . . .

-!Eso no es necesario! . . .

-!No, no! . . .

-!Sí, si! . . . !Que se pruebe su legitimidad! . . .

El Gran Sacerdote habló a Ico:

-¿Aceptas pues, reina, la prueba que nosotros, los nobles del Consejo y en nombre del pueblo de Tite-Roga-Kaet te designemos?. . .

La desgraciada Ico, con temblores en la voz, asintió.

-Si, . . . Si acepto. Mi verdadero padre fue el gran Zonzamas y no ningún otro, por más que lenguas sucias y malignas hayan comentado siempre lo contrario .

-Bien; en ese caso nosotros, los que componemos el Sagrado Consejo, ordenamos que justifiques tu nacimiento y calidad de noble,. . . !Sometiéndote a l a prueba del humo!

Entre los asistentes, de nuevo y entremezclados, surgieron clamores de protesta y asentimiento.

Ico, reprimiendo un sollozo de terror, apenas pudo hablar.

-!Ah! . . Haré, . . . haré lo que el Sagrado Consejo dispone.. .

Pero Guadarfía, el joven pretendiente al trono de la isla, saltó indignado al lado de su madre.

-!No! . . . !No aceptes esa crueldad, madre!

-!Guadarfia! . . . Tengo que proclamar lo limpio de mi nacimiento. Por ti sobre todo, hijo mío.

-Te suplico que te niegues a ello. Lo que estos hombres piden es tu muerte. Prefiero no ceñir la corona de un pueblo que desea tal tortura para la que es su reina.

-No te aflijas, Guadarfía. El espíritu de Zonzamas me ayudará en este trance.. . !Tengo que pasar por el! . . . Por la memoria de mis padres y por t i . . .

-Sea así entonces, si esa es tu voluntad. Pero, madre; con mi gánigo, yo derramaré la leche de las cabras blancas en lo alto de la Montaña Sagrada, rogando para que salgas triunfante de esta gran injusticia.

Aceptado el sacrificio, introdujeron a la desdichada Ico, acompañada de tres villanas, doncellas suyas, en un reducido y lóbrego aposento del mismo castillo real.

Ya iban los verdugos a cerrar la puerta para dar comienzo a la inundación de la mazmorra con humo a través de unos agujeros practicados en el techo, cuando se aproximó por allí una vieja mujer.

-No cerréis todavía; dejadme que me despida de mi buena reina y señora.. .

Uno de los centinelas que cuidaban la operación, trató de oponerse.

-Ya es la hora, buena anciana. No se debe. . .

-!Es mi señora! . . .

-Es que las órdenes que.. .

La vieja continuaba, implorante:

-Por favor.. . !Te lo suplico, muchacho! . . .

-Bien, . . . Pasa. Pero t e ruego que termines pronto. No vayan a sorprenderte ahí mis compañeros y yo pague esta debilidad.

Penetró la mujer en la oscura cámara del suplicio. Ico la miró, sorprendida. Las tres doncellas acompañantes permanecían aterrorizadas en un rincón. Y la visitante habló aprisa, con voz contenida:

-Señora; no hay tiempo que perder. Yo no dudo de que saldrás con bien de este absurdo juicio pues se que eres hija de mi llorado señor Zonzamas. Mas, por si acaso, toma esta esponja y este gánigo con agua fresca que he ocultado entre los pliegues de mi tamarco . Cada vez que den esos hombres

de ahí afuera humo, moja la esponja y llévatela a la boca. No pases cuidado y sigue mis consejos. . . !Hasta pronto, señora!

-Gracias, buena mujer. Haré lo que me indicas.

La utilidad de la esponja pronto quedó demostrada cuando, al cabo de cierto tiempo, fue abierta la puerta del aposento. Las tres doncellas yacían en el sue1o, sin vida. Mas Ico salió como si acabasen de introducirla momentos antes en aquella cámara de la muerte.

Y el Sumo Sacerdote habló al pueb1o, convencido :

-!Es verdaderamente la hija legítima de Zonzamas! . . . El humo lo ha demostrado al respetarla! . . . Pertenece a la realeza y por tanto así debe de ser considerada y tenida en adelante. Y Guadarfia, el bondadoso Guadarfia, será nuestro rey, puesto que de clara estirpe real desciende.

Quedó de tal manera indiscutiblemente aclarada la nobleza de Ico. Y con todos los honores fue impuesta a su hijo la corona o diadema de cuero de macho cabrío adornada con variadas y lucientes conchas marinas.

El historiador Viera y C1avijo termina la relación de este episodio con la siguiente reflexión: “Guadarfía fue rey. ¿ Pero, no le hubiera estado mejor e1 no haber reinado ? . . .

“Guadarfía fue tan infeliz, según el mundo, que vio invadidos sus dominios, sus vasallos rebeldes, su persona presa y atropellada y por último, su reino reducido a una parte de las conquistas de Juan de Bethencourt. Aunque de estos mismos infortunios se sirvió la Divina Providencia para hacerle, con preferencia a otros, el beneficio de atraerle a la verdadera religión, tomando el nombre de Luis, cuando dejaba el de Guadarfía con la corona.”. .

(del libro inédito MAS LEYENDAS CANARIAS de Carlos Platero Fernández)

15 de enero de 2011

Body en perro labrador

Y ahora, sabiéndonos a estas horas solos en el piso, la casa en silencio, bien arrellanada yo sobre un cojín en el cálido y acogedor rincón del sofá familiar, con las cortinas del salón corridas de forma que creen un ambiente apacible y tú, encaramado como siempre sobre esa consola, mirándome fijo con esos tus enigmáticos ojos felinos, te haré el relato de las peripecias de un perro grande, mi amigo el “chicharrero”, como aquí les dicen a los de la isla de enfrente. Escucha, Micifuz:

“BOBY”, EL PERRO LABRADOR

(fragmento de la novela MILADY LA PIZPIRETA, todavía en borrador.

por Carlos Platero Fernández

En una de las pocas veces que he bajado aquí en la ciudad con Sandra hasta la orilla del mar, fue por la bonita playa que dá de cara al gigantesco Puerto de La Luz. Y una vez en la fina arena, ella me soltó de la obligatoria correa o arnés de cuero para que yo corriese a mis anchas, saltase y retozase a gusto, que allí tenía libre espacio para ello.

Cosa que hice despues de lanzar al aire salitroso de la mañana reiterados ladridos de contento.

Pero, apenas pasados unos minutos, yo ya sola, olisqueaba unos arbustos en uno de los extremos del paraje, cuando, de repente, una como tenebrosa sombra me cubrió por un instante, asustándome mucho y regñando los dientes como es mi costumbre.Y cuando, temerosa levanté la vista ví que quien la producía era un enorme perro albicastaño que me miraba con curiosidad, meneando brioso la cola en gesto de amistad, queriendo a continuación, tumbarme supongo, cosa que yo logré esquivar . Aquel enorme congénero llevaba el preceptivo collar, pero como yo, estaba libre pues dos mujeres, una algo mayor y la otra una niña o adolescente, después de advertirle alguna orden por encima del hombro, se alejaban paseando lentamente hacia las cercanías del Muelle Deportivo, acaso para admirar una vez más a las embarcaciones engalanadas con mil y una banderas y banderolas que parecía como si se mecieran en sus pantalanes, en el acotado recinto marino.

Aquel perro tan grandote, era realmente inofensivo, bien pronto me dijo que era de la raza conocida como labrador, nativo de la isla de enfrente, de los que se les llamaba”chichas” por que a los humanos de allí, aún siendo canarios como toda la gente del archipiélago se les conoce popularmente como los “chicharreros”, se dice que por que les gusta mucho esa especie de pescado.

Después de corretear algo, de jugar el uno con la otra, con amagos de ataques, olisqueos mutuos y alguna caricia, como el sol picaba ya lo suyo, “Boby”, como me dijo que se llamaba y yo nos acogimos a la sombra generosa de unos arbustos y matos que crecían al límite de la playa, junto a las instalaciones del Real Club Nautico, teniendo enfrente la amplia panorámica de la bahía, con los muelles de atraque y fabriles al fondo, enormes grúas que semejaban los esqueletos de fantásticas girafas, algún que otro trasatlántico amarrado a ellos y diversas embarcaciones surcando las azules y grasientas aguas de la dársena, que allí parecían aquella mañana llanas como en un plato, al decir de los humanos.

Boby era un perro de la raza Labrador, oriunda de Terranova en donde fue desde hace siglos muy popular entre los pescadores de esa zona del Atlántico; y digo lo que él mismo al respecto me confió muy ufano.

Aunque él, y lo pregonaba con orgullo, era isleño, “chicharrero” nacido en “la isla de enfrente, la del Teide gigante”, en donde había vivido toda su vida que ya era actualmente de unos nueve años o más, equivalentes a unos sesenta y tres según el cómputo de los humanos. Y desde luego, en el gran rato que aquella mañana pasamos juntos y por la conversación que tuvimos bien pude comprobar que era un adulto, serio y noble, algo filósofo y sabio.

Recuerdo ahora que una de las primeras máximas o sentencias que me endilgó y de las que a lo que bien pronto advertí le encantaba intercalar en cualquier conato de conversación, fue la de que nosotros, los mascotas de los humanos hemos resultado ser una de las mejores opciones para los hombres, bueno y mujeres y niños y, sobre todo personas ancianas, saber sobrellevar la soledad, el aislamiento de sus congéneres puesto que estimulamos como un claro sentimiento de compañía, les escuchamos en sus cuitas, les aportamos confianza y seguridad y hasta, a veces, ¡mira por donde! somos fuente o motivación de su salud puesto que si la residencia mutua es en las abigarradas ciudades, para ellos atendernos en nuestras necesidades fisiológicas les obligamos muchas veces a relaizar cotidianos paseos siempre saludables, por calles, por parques y jardines y se saludan o hablan unos con otros con las amistades que se encuentren y que en muchas ocasiones han surgido en dichos paseos.

Y nosotros a su vez, sintiéndonos libres de las obligatotrias correas aunque sujetos y atentos a sus llamadas, correteamos, olisqueamos, nos limpiamos las patas frotándolas contra el cesped, saltamos y ocasionalmente, si es preciso ladramos meneamos la cola y jugamos con los de nuestra raza que nos podamos encontrar...Y también gruñimos y enseñamos los dientes si presentimos con nuestra especial percepción de oído y olfato algun posible peligro y aún nos estremecemos de miedo ante lo desconocido o cuando, a mí al menos, me aterrorizan los estampidos de los cohetes y de los petardos y tracas con que temerariamente juegan a veces los niños.

A mí por lo menos me molestan mucho, tanto el olor de la pólvora quemada como ese olor caraccterístico que, unos más que otros exhalan los humanos por una de las glándulas de su cuerpo, la llamada timo, creo, la adrenalina que sueltan, se dice, porque cogen repentino miedo ante nuestra presencia perruna y por desgracia esa sustancia es pero que muy irritable para nuestro perfeccionado olfato. Y de vosotros, los gatos, aún es más, porque algunas personas son alérgicas a esos pelillos como electrizados que vais soltando en abundancia por donde quiera que paseis o esteis y que provocan reiterados e incontenibles estornudos. Aunque, si bien se mira, no sé de que se quejan, porque, en realidad, bien saben que al estornudar alivian de forma considerable sus respectivas vías respiratorias...

Pues de estas y parecidas consideraciones intercambiamos opiniones Boby y yo, al tiempo que íbamos jadeando más pausada y ritmicamente tumbados a la sombra de aquellos lentiscos, pinos marítimos o lo que fuese que crecían en uno de los extremos de la playa. Tuvimos suerte y no se arrimaron a nosotros otros perros con sus correspondientes collares y aún algunos con el chip de identidad adosado a su cuerpo.

Y aún pudo Boby el “chicha” hacerme en síntesis relato de su vida, quedando yo para lo mismo de la mía bien azarosa y aventurera, en posible futura ocasión.

Boby vivía con quienes llamaba cariñosamente “Miama” a la mayor y “Miamita”a la jovencita, en una bonita casa-chalet por la barriada de Ciudad Jardín y solía ir con ellas callejeando hasta las cercanáias del Parque en donde se encontraba el piso de “La señora”, madre de la una y abuela de la otra, que siempre tenía para él alguna golosina despues de que se dejase acariciar por aquellas arrugadas y sarmentosas manos que años atrás, le decían, a veces, cuando enviudó y vivió sola en esta isla supieron presionar, golpear y acariciar las teclas marfileñas, blancas y negras de una vieja pianola. Tambien tenía en la solana o en el balcón y a veces en alguna otra habitaciónes como la cocina o la sala en una jaula pintada de verde una cotorra o loro tambien de color verde, que comenzaba a chillar y decir palabras raras cuando entraba el pastor alemán en la casa y que hacía reir a las mujeres y a él ladrar con su tono más bronco.

Cierto que a aquel perro grande que era Boby pareció al principio no hacerle mucha gracia el contar cosas de su vida pasada en la isla de enfrente, porque según luego me aclaró tuvo una infancia y primera juventud bastante accidentada como perro vagabundo que fue casi desde sus principios, formando parte de una famélica cuadrilla perruna que tenía su asiento por debajo del Puente Galceran en el historiado Barranco de Santos, que dividió por muchos años a la ciudad santacrucera al igual que sucedió con el Barranco Guiniguada en esta palmense.

Nació en un hogar confortable por la zona del Hospital en la barriada de El Cabo, zona comercial administrativa de mucho futuro. Sus padres, de lo que presumía mucho fueron de la selecta raza del perro labrador oriundos de Terranova, pero a los pocos meses, siendo el un cachorro y por causas que no supo especificar bien, aquel hogar de buena gente se deshizo de la noche a la mañana y se vió de repente en la calle, sin más cobijo que en el mundo agreste del tramo del Barranco sin urbanizar. Y así anduvo en tanto que crecía recorriendo los tramos comprendidos entre los Puentes de Zurita, pasando por el Galcerán y el del General Serrano hasta el de hierro de El Cabo, ya cerca de la marea, sin nunca atreverse a introducirse en el gran colector que desembocaba, subterráneo, fuera de la bahía En aquella su etapa de vagabundeo fue el cachorro de raza preclara creciendo hasta convertirse en un espléndido ejemplar que llamaba la atención de cuantos lo veían, a pesar de que él huía de los seres humanos como de la peste porque ya había sido castigado con algun que otro garrotazo o certera pedrada de la chiquillería del contorno en que se desarrollaba su vida de vagabundo en compañía a veces de otros canes tan sucios, llenos de mataduras y siempre famélicos como él mismo y que, por lo general, solían merodear por los alrededores del Mercado Municipal de Nuestra Señora de Africa en demanda de algún hueso de res y otros restos sanguinolentos e inmundicias que se pudiesen encontrar por las puertas de la parte trasera del señero edificio, cuando no recorría, siempre a la búsqueda de algún bocado, las aceras y las entradas ajardinadas de las casas terreras que todavía se resistían a desaparecer bajo la pica del progreso, por la antigua Recova y por los cercanos Plaza de Toros o .el campo de fútbol Heliodoro López

Boby, que por aquel entonces todavía no tenía nombre conocido, aunque entre los de la cuadrilla le apodaban ya “el Labrador”, aprendió pronto a atacar a los demás y asi mismo a defenderse con eficacia a dentelladas; y más de un perro de aquellos acabó aullando y pidiendo cuartel bajo sus recias patas y potente torax con algúno que otro buen mordisco en cuello y orejas y arañazos en el hocico. Por algún tiempo, su gesto más característico era mantener las largas orejas en posición de alerta, el rabo tieso y las fauces abiertas y babeantes, con la lengua fuera, enseñando los poderosos colmillos y un prolongado y amenazador ronquido en la garganta. Cuando alguna persona, sobre todo algún niño, pretendía acercásele con intención de acariciarlo, el enseñaba los dientes y gruñía tan amenazador que hacía desistir de todo intento.

Así pasó algun tiempo en aquella vida verdaderamente perruna de vagabundeo y de hambre nunca saciada del todo, flaco y enjuto de cuerpo, lleno de pulgas y garrapatas, moscas zumbando tenaces a su alrededor, con mataduras y heridas mal curadas como dolorida muestra de peleas más o menos sangrientas con otros perros, algunas veces por celos en sus periódicos arrumacos amorosos; harto de recibir golpes con heridas que tenía que lamerse escondido en lo más intrincado del barranco. Y, claro, al fin acabó como muchos de sus compañeros le prevenían: En las redes de los funcionarios municipales o perreros del ayuntamiento capitalino, dedicados a la caza y captura de todo bicho viviente que vagabundease por la calle, sobre todo, los perros y los gatos.

Bien cierto que en aquella ocasión lo cogieron completamente despistado en tanto que degluía los restos de un conejo, trincado en una de las puertas de acceso al Mercado, junto a uno de los puestos de la carne y el pescado.

Por más que se revolvió enfurecido, indignado tanto por que lo sorprendiesen como por privarle de tan esquisito bocado, intentando avalanzarse sobre quienes, alborotadores, sujetaban la red que lo apresaba, nada consiguió y gruñendo colérico, no tuvo más remedio que dejarse conducir a rastras hasta el vehículo enrejado llamado “la perrera” y con otros muchos animales, furiosos como él o temerosdos y aterrados, fue llevado por la zona empinada de La Cuesta hasta el punto, entre Santa Cruz y La Laguna en donde se alzaba la que luego supo que se conocía como La Perrera Benis Pelusa y en donde, al decir de los torturados animales prisioneros, a veces se hacía espedita limpieza, ejecutando o icinerando a los más viejos, enfermos o rabiosos.

Pasado el inicial cabreo, Boby, que aún no se llamaba así, hubo de reconocer luego que aquel suceso fue realmente su salvación, porque, apenas pasados unos días en el dicho albergue y en los que una vez más hubo de imponer su jerarquía a la jauria prisionera, aparecieron por allí una mujer joven y una linda niña que buscaban un buen perro que les sirviese de guardían y de mascota a la vez, eligiendo sin pensarlo mucho al torturado pastor aleman y amablemente desoyeron las advertencias de los funcionarios sobre su muy posible agresividad, diciendo la mujer que con cariño, ella lo educaría.

Fue bautizado, y él nunca supo realmente por qué, con el nombre de “Boby” que la niña, Miamita le puso desde el principio. Y, como quiera que se le trataba muy bien, se domesticó sin gran esfuerzo, fue cogiendo confianza y se dejaba asear a gusto de manos de Miama y estaba siempre muy limpio y aseado y bien alimentado, pues, como era listo de naturaleza, pronto aprendió a obedecer las órdenes que se le daban, a hacer sus necesidades en donde se le indacaba y, mejor aún en algún rincon de los parques a donde se le llevaba, obligando, eso si, a que ellas recogiesen la caca con un papel o un plástico, si la deponía en lugar indiscreto. Perdió su salvaje libertad, si pero no le importaba llevar collar o arnés de cuero, al que se sujetaba la correa para cuando salían de casa; y aún alguna vez hubo de llevar, fastidiado, eso sí, el molesto bozal

A Boby, libre ya de pulgas, garrapatas y otros molestos parásitos, le gustaba sobremanera que lo bañasen y acicalasen y una de las labores que más le regocijaban, aunque gruñera, era cuando con un cepillo de dientes en el que estaba escrito “Boby” y pasta dentífica le limpiaban la dentadura que luego relucía y era su mayor orgullo entre sus ocasionales amigos. Hubo de aprender a hacer sus necesidades fisiológicas en determinados sitios, tanto en casa en un rincón de la solana como en la calle, que él se arrimaba a todo rincón a hacer como los demas, marca de que había pasado por allí y, sobre todo en los Parques y Plazas de la ciudad, que presumía de conocerlos todos, tanto de su época de vagabundeo como en la de diligente mascota y guardián y me los recitó todos de golpe, de los que recuerdo los hermosos parques de García Sanabria, Marítimo, Recreativo, de don Quijote, de La Granja y el de Viera y Clavijo y más de treinta plazas, pequeñas y grandes,importantes y recoletas que abundan en el callejero santacrucero. Aunque tuvo alguna casi necesaria aventura amorosa perruna, estaba bastante contento al respecto

Pues a base de reprimendas cariñosas de Miama y Miamita, que así acabó llamando a la pareja que le demostró afecto, algún que otro golpe en el hocico con un periódico doblado, olisqueo forzoso de orines y escrementos, etc., que fueron suficientes para ser aprendidos por el inteligente can y que a mi me recordaron a la vez el proceso, los procesos de mis aprendizajes al respecto, primero en York y Yorksire, luego en Londres, después, en forzada autoenseñanza cuando mi estancia en Gui-Gui y en los pinares de Tamadaba, de Pajonales, de Lima y Acusa y al fin, ya en Las Palmas de Gran Canaria, por la Avenida de Escaleritas, las sabias enseñanzas del Señor militar retirado y de su hija Sandra, mi actual y queridísima dueña.

A cambio, por su obediencia pronto dispuso de su propia caseta de madera pintada de alegres colores y colocada en la solana, junto a la cocina, con su cojín para descansar, platos especiales para el agua y la comida propia para perros con que se le regalaba, etc.. Habitáculo al que le encantaba retirarse a descansar si era la hora impuesta por Miama y, despues de rebullir dando algunas vueltas sobre simismo para buscar la postura más propicia, dormir en el silencio del acogedor domicilio, silencio que, si de alguna forma era interrumpido le despertaba y si presentía algo extraño ladraba con fuerza hasta que se le hacía callar, en su papel de fiel guardian de la casa. Y Miamita, la niña de la casa, a la que Boby en verdad idolatraba, como si presintiese que el encontrarse él allí era precisamente por ella, si lo dejaban juqueteaba todo el día con ella aguantándole lo mismo las caricias que las “perrerías” que le quisiese hacer. Pensaba que la quería tanto, bueno y a Miama también, que por ellas daría gustoso la vida si preciso fuese; por lo que había que ver lo atento que a su seguridad iba cuando sujeto por la consabida correa las acompañaba en sus paseos por la calle y, sobre todo, al hermoso y frondoso Parque García Sanabria, a la Plaza Wailer o a Las Ramblas donde ocasionalmente se encontraban con algunas amistades que, por lo general, siempre tenían un saludo, una afectuosa caricia para él, que se dejaba querer, lo mismo que cuando iban de visita a casa.

Boby disfrutaba mucho cuando los tres salían a algún punto determinado de la ciudad o de sus alrededores, en ocasiones a almorzar con gentes amigas, algunas de la otra isla pero estudiantes o trabajadoras en la isla del Teide y otras veces a merendar, tomar algún café “capuchino”, saborear algunos dulces y pasteles en locales esparcidos muy turisticamente por toda la isla. En realidad, con ellas estuvo recorriendo la casi totalidad de Tenerife, desde más allá del pueblecito de Taganana y su playa de piedras o aún más al norte, por el mismísimo faro marítimo de Punta Anaga o llegándose a la misma Punta Teno por el sur, y de oeste a este por Los Silos o Icod, Santiago del Teide y la Playa de las Americas, El Médano y La Candelaria y, desde luego por La Laguna, Tacoronte , La Orotava y Puerto de La Cruz, él siempre gozoso recibiendo el aire originado por la marcha, con la ventanilla de su lado, en la parte trasera bajada, sentado en el asiento corrido pero alzado de las patas delanteras, ladrando de cuando en cuando solo por puro gozo.

A donde no le gustaba que lo llevasen y era reacio a encaminar hacia allí sus pasos era en la capital a los alrededores más inmediatos del Barranco de Santos, donde se desarrollara su calamitosa infancia.

Y Boby era realmente feliz, tratando de relegar al olvido su mísero pasado transcurrido en el Barranco de Santos y se sentía seguro, querido, bien tratado, hasta por aquel señor bigotudo que le decían veterinario, que de cuando en cuando lo examinaba, le ponía alguna dolorosa pero necesaria inyección, le instaló un chip bajo el cuero de junto a las orejas y le recortaba las uñas, cosa que hasta entonces él había hecho siempre a si mismo frotando las pezuñas sobre alguna acera o los guijarros sueltos arrastrados por las aguas cuando corrían libremente hacia el mar de la vieja farola.

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Hasta aquí fue lo que me contó de su variopinta vida Boby, el “chicha”, porque, en aquella veraniega mañana, pasado un buen rato regresó Sandra de sus gestiones en el Real Club Náutico, coincidiendo con Miama y Miamita que también daban por terminado el plácido y prolongado paseo mañanero y nosotros hubimos de separarnos; confiando, eso sí en que pudiésemos encontrarnos de nuevo pues se dio la estupenda coincidencia de que Sandra y la llamada Miama eran profesoras, la una de geografía e historia y la otra de música y habían sido compañeras de Instituto años atrás. Porque, no si lo he dicho ya, aquella Miama era natural de esta isla aunque vivió muchos años en la de enfrente

Al observar lo bien que parecíamos llevarnos Boby y yo, quedaron de verse en aquella misma playa en próxima ocasión.

Lo que efectivamente,sucedió, no se yo si con previo acuerdo telefónico.Y volvi con Sandra a Las Alcaravaneras en donde estaban ya Miama y Miamita con Boby. Y los dos juntos y correteamos y jugamos hasta que recurrimos de nuevo a la sombra de los lentiscos en donde él me contó las últimas peripecias de su vida, demostrándome que era todo un filósofo perruno y un narrador excelente...

Pero, ¡escucha! Oigo el llavín introduciéndose en la cerradura de la puerta de entrada, por lo que sé que regresan Sandra y su padre, así es que me despido de ti por hoy para acudir a agasajarlos y atenderlos como siempre.

Aclarándote como colofón y con un tanto de rubor por mi parte que, en realidad, lo que Boby me había estado contando en la playa fue con un relato más sencillo, escueto y directo al tema si se quiere, pero, como ya habrás observado, yo que soy de por sí una perrita curiosa y novelera, suelo extenderme en detalles, a veces, lo confieso, supuestos o ideados e inventados pues mi imaginación es mucha. Te diré, en fin mi querido Micifuz que si hubiese nacido con el dón del habla y de escribir de los humanos yo sería irremisiblemente escritoria, no lo dudes...¡Voy, voy, voy, mi dueña! ... mis amos.

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Bueno, bueno, querido y silencioso Micifuz: Aquí estamos de nuevo solos, frente a frente, al igual que hace escasos días cuando te conté algo de la interesante vida de mi amigo Boby, el perro labrador chicharrero.

Y es que Sandra, nuestra dueña se fue, como acostumbra, a impartir sus clases de geografía e historia, a un colegio religioso, creo. Y su anciano padre, por lo que les oí esta mañana, ha ido a pasear y luego a hacer de ratón de biblioteca como él mismo se dice, a la Pública o a la Insular o, en todo caso a las hemerotecas locales, cosa que a mí, por mis ancestros, en cuanto a lo ratonil me hace mucha gracia, pero que en realidad se refiere a que es un buen y concienzudo documentalista, al decir de sus amistades y que indica un determinado tipo de historiadores e investigadores natos. Aunque es ya mayor de edad y, a mi modo de ver le falla algo la memoria, por lo que lleva siempre en el bolsillo lápices o bolígrafos y un bloc de notas o unas cuartillas en blanco dobladas para apuntar todo lo que pueda interesarle, continúa investigando en documentos y escribiendo unas buenas horas todos los días.

Al padre de Sandra, parece ser que, ya viudo desde hace tiempo, se le vé que es hombre muy inteligente, de carácter más bien seco y adusto para con los demás, con reminiscencias indudables de cuando ejerció un alto cargo, me parece que de coronel del ejército; pero amable y educado y hasta cariñoso a su manera cuando se trate de su hija Sandra. Tiene también un hijo, militar como él, casado y con dos niños gemelos, que yo no conozco porque viven en la Península, cuyas fotos son esas que estan detrás de ti, en la consola y que se hablan con cierta regularidad los unos con los otros a través del teléfono y se escriben cartas de vez en cuando. Ha colaborado con diversos artículos en la prensa y en alguna revista y en los estantes de su despacho-escritorio y biblioteca casera figuran algún que otro libros de los que es autor.

Pues bien, a mí y por ruegos de su hija, parece que a acabado por aceptarme y aún me hace alguna que otra carantoña cuando anda como distraido, pensando en sus escritos, si bien, al principio de entrar yo en sus vidas no aceptaba de buen grado mi presencia en el piso de la Avenida de Escaleritas, así como así... ¡Es que si vieras tú el aspecto que yo tenía cuando pasé a ser propiedad de su hija Sandra!

Pero, bueno; otra vez me estoy enrollando, bien lo sé, aunque tú no me digas nada al respecto.

Tal como ya te he relatado, Boby lograra al fin de su agitada existencia errabunda, vivir contento, feliz y sabiéndose querido con sus Miama y Miamita en Santa Cruz, en la isla de enfrente.

Y así fue pasando el tiempo en aquella espcie de suerte feliz, queriendo y sabiendose querido.

Miamita, a la que adoraba, cuando estaban acomodados en el salón solía leer algún cuento en voz alta, para ella y para él, que escuchaba atento, procurando no babear, ronroneando, alzando las orejas, meneando la cola o con el hocico a ras de alfombra y tapado al desgaire por una de sus patas delanteras. Otras en la propia alcoba de la jovencita en la que imperaba el color rosa, con pósteres y fotografías diversas en las paredes y esparcidos juguetes de peluche y libros de texto de sus estudios primarios sobre la mesita, la silla o el cojin y aún por el suelo.

Cuentos que, a pesar de no entenderlos él bien, a veces fue conociendo de tanto oirlos; por lo que Boby supo de Blanca Nieves y los siete enanitos, de la Bella Durmiente del Bosque, de Caperucita Roja, de la Casita de Chocolate, de La Cenicienta, de Pulgarcito y sus siete hermanos, del Gato con Botas, del Enano Bailarín, del Soldadito de plomo, de la Sirenita y del Patito Feo y más delante de las aventuras de Pinocho, del Mago de Oz, de Alicia en el País de las Maravillas, de Peter Pan, etc etc., que luego habrían de ser sustituidos por los relatos de Celia, sus hermanos, sus primos y sus amigos, que habían sido ya leidos por Miama cuando a su vez fue niña, tebeos o comic de colores y aún alguno que otro graciosos cuentos propios canarios

Boby nunca más volvió a los parajes y rincones del Barranco de Santos ni siquiera a los alrededores de El Cabo donde vivieran sus antecesores y había sido su cuna. Y se le erizaba el cuero cabelludo y sentía auténtico terror cuando por algún acaso caminaba con Miama y Miamita por los alrededores del Puente Garcelan, del MercadoMunicipal de Nuestra Señora de Africa o por donde estuviera la Recova, donde las casas terreras antiguas habían ido desapareciendo y con ellas un púbico alborotador y eterogéneo, muy aficionado a las peleas, tanto entre humanos como entre perros en las que alguna vez, a fuerza de cadenas, palos y privaciones de todo tipo él mismo tuvo que luchar defendiendo su propia vida, pues en cierta ocasión gentes golfantes y vagabundas como él y los de su pandilla habían intentado convertirlo en verdadero perro de presa y de pelea a base de palos y cadenas, cuando lo atraparan en una trampa unos golfantes, borrachos y pendencieros de los que supo al fin librarse a dentelladas y mordiscos con gestos amenazadores, ladrando, aullando, roncando agresivo de tal forma que llegaron a asustarse aquellos hombres innobles y salvajes.

Y al cabo de algunos años de aquel su actual apacible modo de vivir, queriendo y sintiéndose querido, despues de observar las cabilaciones de Miama, sus conferencias telefónicas y algún que otro comentario a Miamita, advirtió que ambas estaban preparandose para alguno de sus anuales viajes fuera de la isla y temió que fuesen a dejarle como otras veces al cuidado de Juanito, el viejo jardinero del ayuntamiento, ya jubilado, que por algún dinero se hacía cargo de él y lo atendía en sus necesidades alimenticias pero lo mantenía siempre encerrado en un patio de altas paredes que para él era como una cárcel.

Pero, no; en aquella ocasión se trataba de un viaje marítimo, de traslado de hogar en toda regla, a lo que presentía ya con destino definitivo en la otra isla, la de enfrente, por donde salía diariamente el sol.

Y así, después de un agitado trasiego de despedidas de las muchas amistades que tenían, de llamadas telefónicas y de hacer las maletas y embalar otros bultos, despues de él haber dormido toda la noche con un profundo sopor se vino a despertar sujeto al asiento posterior del coche familiar que aparecía completamente abarrotado de cajas con ropas, libros, revistas y otros muy variados objetos, además de las maletas que imaginaba en el portabultos, sin Miama y Miamita a la vista, con otros muchos vehículos diversos aparcados a su alrededor, en penumbra, en lo que parecía un enorme garaje, que se movía en rítmico y continuo valanceo lo que de momento lo asustó, aunque volvió al poco a amodorrarse.

Al regresar la señora y la jovecinta, sentadas ya una al volante y la otra en el asiento del copiloto y salir con el coche, unos tras otros y en fila al exterior, respiró más tranquilo, sobre todo al ya correr libremente el vehículo que salió presto de los muelles marítimos y después de raudo viaje a traves de paisajes de amplia panorámica con el mar al costado y el firmamento azul puro sobe ellos entraron en la gran ciudad de los altos edificios que parecían torres, arribando al poco a una linda barriada en la que abundaban las casas chalet con jardines de frondosos árboles y algunas con piscinas, que pronto entendió el labrador que una de aquellas casas iba a ser su nuevo domicilio en la Gran Canaria.

Precisamente en Las Palmas de Gran Canaria vivía La Señora, madre de la una y abuela de la otra recién llegadas, a la vera del historiado Parque de Santa Catalina, con el fabril Puerto de La Luz y los transitados muelles de atraque al fondo y barcos de carga o de pasaje, de contenedores o trasatlánticos que entraban o salían de la bahía constantemente.

La Señora, Miama y Miamita, cuando no había clases y en los días festivos se veían con frecuencia y pronto Boby aprendió a respetar y querer a la más anciana de las mujeres de la saga y con ella mas de una vez lo dejaron mañanas o tardes en las que, él a sus pies y ella acomodada en una mecedora, en apacibles horas en tanto que obillaba hilos de distintos colores y con la ayuda de unas finas agujas bien manejadas confeccionaba lindos tapetes, calcetines no se sabía para quien, y hasta, una vez le hizo al enorme perro, una especie de horroroso chaleco de lana que se empeñó en que se lo pusiese y que él odiaba, por lo que sigiloso y pidiendo por ello en su interior perdón a la calcetera, logró medio desacer con sus agudos caninos, la Señora, que, por lo visto era muy “canariona”, o “grancanariona” como así se les decía a los nativos de Gran Canaria, le estuvo contando la historia o leyenda de un perro que vivió por el Barranco de Guiniguada, llamado Faycán y era descendiente directo, a pesar de las muchas, muchísimas generaciones de aquellos que al principio de los tiempos dieran el nombre a la isla, del “can” latino, que quería decir precisamente de “canaria”, tierra de canes y que un hombre conquistador procedente de Francia, por la valentía de sus salvajes habitantes llamó “Gran Canaria”, nombre que le quedó ya para siempre.

La anciana le contó que realmente eran siete las islas que con otros seis islotes constituían en medio del Océano Atlántico que bañaba sus costas el archipiélago Canario, como lo conocían los humanos. Siempre hubo en todo relato, legendario o real, alguna mención a los canes que en estas islas hubo. Los perros de presa, también llamados “bardinos” de Fuerteventura, los “cancha” pequeños y feroces perros, buen bocado en la gastronomía de Echeide que era al principio Tenerife, y que por cierto , tal como en una ocasión le informó un famoso historiador isleño fueron similares a unos que en la América prehispánica y según las crónicas tuvieron los aztecas como alimento favorito, de pequeño tamaño, cebados y a los que al parecer les cortaban la lengua para que no ladraran y que recordaban a los “gareaguas” tinerfeños que eran perros especialmente alimentados y a los “haguayan” pequeños perros beneahoritas de La Palma y aún los “tibicenas” perros negros y lanudos que, se decía, se aparecían a los aborígenes canarios. También, que alguien o algo, hacía ya mucho tiempo y en esta Gran Canaria cogió a ocho de los más famosos perros de la isla y por algún encantamiento los convirtió en ocho estatuas de bronce para colocarlos en la Plaza Mayor, mismo enfrente de la majestuosa catedral de Santa Ana, allá por el barrio de Vegueta que estuvo separado de siempre del deTriana por el Barranco de Guiniguada que dividia en el pasado a la ciudad vieja de la moderna. Y que un escritor local muy inteligente y singular y grande bohemio en su día escribió para la posteridad la historia de los ocho perros y perras, contando sus peripecias y andanzas perrunas de aquellos Faycán, Cicerón, Pluto, Rebenque, Caifás, Catalejo, Neron y uno que por ser de la isla de enfrente como él le llamaron precisamente Chicharro; y las dos hembras queridas de todos ellos Marquesa y Linda. Por lo visto, el libro-novela de aquel escritor grancanario llamado Victor Doreste fue muy celebrado en su tiempo y reiteradamente reeditado

En fin; todo aquello que mi nuevo amigo Boby me contó bajo la sombra de unos arbustos, al lado de las isntalaciones del Real Club Náutico en la Playa de Las Alcaravaneras me gustó mucho y siempre lo he recordado cuando él y yo, muy de cuando en cuando nos hemos vuelto a ver.

Para concluir con el relato de la vida del perro labrador Boby, que llegué a conocer, debo de añadir que aún no hace mucho tiempo, Sandra, en uno de esos paseos que a ella ya mí tanto nos agradan por el señorial barrio de Vegueta, alrededores de la Catedral y Plaza de Santa Ana, en tan histórica Plaza Mayor me condujo a la vera de unas estatuas de varios perros en posturas sedentes y como de espíritu ausente, a las que, despues de la inicial sorpresa acudí zalamera a saludar. Pero bien pronto me dí cuenta de que aquellos grandes animales de airosas y estáticas aposturas no exhalaban olor alguno de sus glándulas odoríferas... ¡Porque eran tan solo unas figuras, las famosas efigies broncíneas de bellos ejemplares de perros, de los perros que me contara Boby!. Los reconocí olisqueándolos uno a uno y bien pude comprobar que tal como allí mismo me indicó Sandra, no solo eran como moldes o vaciados de esculturas de hierro fundido, de hierro colado y no de bronce, como la mayoría de la gente cree y me indicó mi ama, haciéndome advertir como la oreja de uno de ellos estaba a medio asserrar o cortar por algún anónimo admirador o recolector de material férrico para vender y que la creyó de broncíneo material.

Habían sido los ocho canes traídos de Europa por encargo de un alcalde progresista a finales del siglo XIX y allí colocados enfrente de la majestuosa catedral, teniendo a un costado los palacios episcopal y regental y allá atrás, al final de la plaza, el señero edificio del Ayuntamiento, justamente cuatro o cinco años antes de que se instalase en el emblemático contorno la luz eléctrica que sustituiría a los añejos y ahumados faroles de petróleo o “belmontina” como también se les llamó.

Y Sandra, divertida, ya luego en casa, tomando uno de los muchos libros escritos de su padre, me leyó aquello de:

“LOS PERROS DE LA PLAZA DE SANTA ANA”

En el barrio de Vegueta,

corazón de la ciudad,

la plaza de Santa Ana,

¡que acogedora está!

con sus palacios

y nobles casas

y la hermosa catedral.

Palmeras, macetones y flores;

Farolas y bancos de colores...

Palomas, niños y mayores.

Y los ocho perros

en fundidos hierros

pintados de verde,

cuyo origen se pierde

en la tradición popular.

Perros con fama,

perros de caza;

perros en la plaza

de Santa Ana.



Dicen los abuelos

que en los siglos pasados

se compraron e instalaron

y para siempre se quedaron



Y ya lo certificó un día

La vieja “Perejila” poetisa

con su mucha picardía

y haciéndolo de esta guisa:



“Vaya, vaya!... ¡Vaya, vaya!

El mundo se va a acabar.

¿Dónde se han visto ocho perros

Cuidando la Catedral?”



También Roque Morera,

vate bohemio y popular

con voz sincera

asi los llegó a cantar:



“Aunque me cueste el destierro,

diré con mi frente ufana

que la Plaza de Santa Ana

hoy es plaza de los perros”



Y aún, aquel mauro viejo,

que dijo con mucho gracejo

y un tanto de guasa

al llegar a su casa:



“Hoy vengo “asorimbrado”

de lo que “vide”en la “siudán”:

Ocho perros sentados

enfrente de la “catedrán.”

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Pero, bueno; hoy ya es un poco tarde, están al llegar Sandra y su padre que fueron a un acto artístico cultural por lo que les entendí; así que tú quedate aquí tranquilo, amigo Micifuz, en tanto que yo me preparo para recibirlos con la alegría y zalamerías de costumbre para luego pasar a la cocina, comer algo, tomar unos tragos de agua y luego, ya en la solana, tenderme sobre mi mullido cojín, dar varias vueltas sobre mi misma y en la última quedarme perfectamente dormida, libre de posibles sustos o preocupaciones, a pierna suelta, como suelen decir los humanos; pero, con un sexto sentido alerta, por si algo o alguien pueda de alguna forma amenazar a mis seres queridos,... y advertirlos.

Y te prometo que en otro momento propicio continuaré contándote de mi perruna e interesante y aventurera vida. ¿Vale?.