15 de enero de 2011

Body en perro labrador

Y ahora, sabiéndonos a estas horas solos en el piso, la casa en silencio, bien arrellanada yo sobre un cojín en el cálido y acogedor rincón del sofá familiar, con las cortinas del salón corridas de forma que creen un ambiente apacible y tú, encaramado como siempre sobre esa consola, mirándome fijo con esos tus enigmáticos ojos felinos, te haré el relato de las peripecias de un perro grande, mi amigo el “chicharrero”, como aquí les dicen a los de la isla de enfrente. Escucha, Micifuz:

“BOBY”, EL PERRO LABRADOR

(fragmento de la novela MILADY LA PIZPIRETA, todavía en borrador.

por Carlos Platero Fernández

En una de las pocas veces que he bajado aquí en la ciudad con Sandra hasta la orilla del mar, fue por la bonita playa que dá de cara al gigantesco Puerto de La Luz. Y una vez en la fina arena, ella me soltó de la obligatoria correa o arnés de cuero para que yo corriese a mis anchas, saltase y retozase a gusto, que allí tenía libre espacio para ello.

Cosa que hice despues de lanzar al aire salitroso de la mañana reiterados ladridos de contento.

Pero, apenas pasados unos minutos, yo ya sola, olisqueaba unos arbustos en uno de los extremos del paraje, cuando, de repente, una como tenebrosa sombra me cubrió por un instante, asustándome mucho y regñando los dientes como es mi costumbre.Y cuando, temerosa levanté la vista ví que quien la producía era un enorme perro albicastaño que me miraba con curiosidad, meneando brioso la cola en gesto de amistad, queriendo a continuación, tumbarme supongo, cosa que yo logré esquivar . Aquel enorme congénero llevaba el preceptivo collar, pero como yo, estaba libre pues dos mujeres, una algo mayor y la otra una niña o adolescente, después de advertirle alguna orden por encima del hombro, se alejaban paseando lentamente hacia las cercanías del Muelle Deportivo, acaso para admirar una vez más a las embarcaciones engalanadas con mil y una banderas y banderolas que parecía como si se mecieran en sus pantalanes, en el acotado recinto marino.

Aquel perro tan grandote, era realmente inofensivo, bien pronto me dijo que era de la raza conocida como labrador, nativo de la isla de enfrente, de los que se les llamaba”chichas” por que a los humanos de allí, aún siendo canarios como toda la gente del archipiélago se les conoce popularmente como los “chicharreros”, se dice que por que les gusta mucho esa especie de pescado.

Después de corretear algo, de jugar el uno con la otra, con amagos de ataques, olisqueos mutuos y alguna caricia, como el sol picaba ya lo suyo, “Boby”, como me dijo que se llamaba y yo nos acogimos a la sombra generosa de unos arbustos y matos que crecían al límite de la playa, junto a las instalaciones del Real Club Nautico, teniendo enfrente la amplia panorámica de la bahía, con los muelles de atraque y fabriles al fondo, enormes grúas que semejaban los esqueletos de fantásticas girafas, algún que otro trasatlántico amarrado a ellos y diversas embarcaciones surcando las azules y grasientas aguas de la dársena, que allí parecían aquella mañana llanas como en un plato, al decir de los humanos.

Boby era un perro de la raza Labrador, oriunda de Terranova en donde fue desde hace siglos muy popular entre los pescadores de esa zona del Atlántico; y digo lo que él mismo al respecto me confió muy ufano.

Aunque él, y lo pregonaba con orgullo, era isleño, “chicharrero” nacido en “la isla de enfrente, la del Teide gigante”, en donde había vivido toda su vida que ya era actualmente de unos nueve años o más, equivalentes a unos sesenta y tres según el cómputo de los humanos. Y desde luego, en el gran rato que aquella mañana pasamos juntos y por la conversación que tuvimos bien pude comprobar que era un adulto, serio y noble, algo filósofo y sabio.

Recuerdo ahora que una de las primeras máximas o sentencias que me endilgó y de las que a lo que bien pronto advertí le encantaba intercalar en cualquier conato de conversación, fue la de que nosotros, los mascotas de los humanos hemos resultado ser una de las mejores opciones para los hombres, bueno y mujeres y niños y, sobre todo personas ancianas, saber sobrellevar la soledad, el aislamiento de sus congéneres puesto que estimulamos como un claro sentimiento de compañía, les escuchamos en sus cuitas, les aportamos confianza y seguridad y hasta, a veces, ¡mira por donde! somos fuente o motivación de su salud puesto que si la residencia mutua es en las abigarradas ciudades, para ellos atendernos en nuestras necesidades fisiológicas les obligamos muchas veces a relaizar cotidianos paseos siempre saludables, por calles, por parques y jardines y se saludan o hablan unos con otros con las amistades que se encuentren y que en muchas ocasiones han surgido en dichos paseos.

Y nosotros a su vez, sintiéndonos libres de las obligatotrias correas aunque sujetos y atentos a sus llamadas, correteamos, olisqueamos, nos limpiamos las patas frotándolas contra el cesped, saltamos y ocasionalmente, si es preciso ladramos meneamos la cola y jugamos con los de nuestra raza que nos podamos encontrar...Y también gruñimos y enseñamos los dientes si presentimos con nuestra especial percepción de oído y olfato algun posible peligro y aún nos estremecemos de miedo ante lo desconocido o cuando, a mí al menos, me aterrorizan los estampidos de los cohetes y de los petardos y tracas con que temerariamente juegan a veces los niños.

A mí por lo menos me molestan mucho, tanto el olor de la pólvora quemada como ese olor caraccterístico que, unos más que otros exhalan los humanos por una de las glándulas de su cuerpo, la llamada timo, creo, la adrenalina que sueltan, se dice, porque cogen repentino miedo ante nuestra presencia perruna y por desgracia esa sustancia es pero que muy irritable para nuestro perfeccionado olfato. Y de vosotros, los gatos, aún es más, porque algunas personas son alérgicas a esos pelillos como electrizados que vais soltando en abundancia por donde quiera que paseis o esteis y que provocan reiterados e incontenibles estornudos. Aunque, si bien se mira, no sé de que se quejan, porque, en realidad, bien saben que al estornudar alivian de forma considerable sus respectivas vías respiratorias...

Pues de estas y parecidas consideraciones intercambiamos opiniones Boby y yo, al tiempo que íbamos jadeando más pausada y ritmicamente tumbados a la sombra de aquellos lentiscos, pinos marítimos o lo que fuese que crecían en uno de los extremos de la playa. Tuvimos suerte y no se arrimaron a nosotros otros perros con sus correspondientes collares y aún algunos con el chip de identidad adosado a su cuerpo.

Y aún pudo Boby el “chicha” hacerme en síntesis relato de su vida, quedando yo para lo mismo de la mía bien azarosa y aventurera, en posible futura ocasión.

Boby vivía con quienes llamaba cariñosamente “Miama” a la mayor y “Miamita”a la jovencita, en una bonita casa-chalet por la barriada de Ciudad Jardín y solía ir con ellas callejeando hasta las cercanáias del Parque en donde se encontraba el piso de “La señora”, madre de la una y abuela de la otra, que siempre tenía para él alguna golosina despues de que se dejase acariciar por aquellas arrugadas y sarmentosas manos que años atrás, le decían, a veces, cuando enviudó y vivió sola en esta isla supieron presionar, golpear y acariciar las teclas marfileñas, blancas y negras de una vieja pianola. Tambien tenía en la solana o en el balcón y a veces en alguna otra habitaciónes como la cocina o la sala en una jaula pintada de verde una cotorra o loro tambien de color verde, que comenzaba a chillar y decir palabras raras cuando entraba el pastor alemán en la casa y que hacía reir a las mujeres y a él ladrar con su tono más bronco.

Cierto que a aquel perro grande que era Boby pareció al principio no hacerle mucha gracia el contar cosas de su vida pasada en la isla de enfrente, porque según luego me aclaró tuvo una infancia y primera juventud bastante accidentada como perro vagabundo que fue casi desde sus principios, formando parte de una famélica cuadrilla perruna que tenía su asiento por debajo del Puente Galceran en el historiado Barranco de Santos, que dividió por muchos años a la ciudad santacrucera al igual que sucedió con el Barranco Guiniguada en esta palmense.

Nació en un hogar confortable por la zona del Hospital en la barriada de El Cabo, zona comercial administrativa de mucho futuro. Sus padres, de lo que presumía mucho fueron de la selecta raza del perro labrador oriundos de Terranova, pero a los pocos meses, siendo el un cachorro y por causas que no supo especificar bien, aquel hogar de buena gente se deshizo de la noche a la mañana y se vió de repente en la calle, sin más cobijo que en el mundo agreste del tramo del Barranco sin urbanizar. Y así anduvo en tanto que crecía recorriendo los tramos comprendidos entre los Puentes de Zurita, pasando por el Galcerán y el del General Serrano hasta el de hierro de El Cabo, ya cerca de la marea, sin nunca atreverse a introducirse en el gran colector que desembocaba, subterráneo, fuera de la bahía En aquella su etapa de vagabundeo fue el cachorro de raza preclara creciendo hasta convertirse en un espléndido ejemplar que llamaba la atención de cuantos lo veían, a pesar de que él huía de los seres humanos como de la peste porque ya había sido castigado con algun que otro garrotazo o certera pedrada de la chiquillería del contorno en que se desarrollaba su vida de vagabundo en compañía a veces de otros canes tan sucios, llenos de mataduras y siempre famélicos como él mismo y que, por lo general, solían merodear por los alrededores del Mercado Municipal de Nuestra Señora de Africa en demanda de algún hueso de res y otros restos sanguinolentos e inmundicias que se pudiesen encontrar por las puertas de la parte trasera del señero edificio, cuando no recorría, siempre a la búsqueda de algún bocado, las aceras y las entradas ajardinadas de las casas terreras que todavía se resistían a desaparecer bajo la pica del progreso, por la antigua Recova y por los cercanos Plaza de Toros o .el campo de fútbol Heliodoro López

Boby, que por aquel entonces todavía no tenía nombre conocido, aunque entre los de la cuadrilla le apodaban ya “el Labrador”, aprendió pronto a atacar a los demás y asi mismo a defenderse con eficacia a dentelladas; y más de un perro de aquellos acabó aullando y pidiendo cuartel bajo sus recias patas y potente torax con algúno que otro buen mordisco en cuello y orejas y arañazos en el hocico. Por algún tiempo, su gesto más característico era mantener las largas orejas en posición de alerta, el rabo tieso y las fauces abiertas y babeantes, con la lengua fuera, enseñando los poderosos colmillos y un prolongado y amenazador ronquido en la garganta. Cuando alguna persona, sobre todo algún niño, pretendía acercásele con intención de acariciarlo, el enseñaba los dientes y gruñía tan amenazador que hacía desistir de todo intento.

Así pasó algun tiempo en aquella vida verdaderamente perruna de vagabundeo y de hambre nunca saciada del todo, flaco y enjuto de cuerpo, lleno de pulgas y garrapatas, moscas zumbando tenaces a su alrededor, con mataduras y heridas mal curadas como dolorida muestra de peleas más o menos sangrientas con otros perros, algunas veces por celos en sus periódicos arrumacos amorosos; harto de recibir golpes con heridas que tenía que lamerse escondido en lo más intrincado del barranco. Y, claro, al fin acabó como muchos de sus compañeros le prevenían: En las redes de los funcionarios municipales o perreros del ayuntamiento capitalino, dedicados a la caza y captura de todo bicho viviente que vagabundease por la calle, sobre todo, los perros y los gatos.

Bien cierto que en aquella ocasión lo cogieron completamente despistado en tanto que degluía los restos de un conejo, trincado en una de las puertas de acceso al Mercado, junto a uno de los puestos de la carne y el pescado.

Por más que se revolvió enfurecido, indignado tanto por que lo sorprendiesen como por privarle de tan esquisito bocado, intentando avalanzarse sobre quienes, alborotadores, sujetaban la red que lo apresaba, nada consiguió y gruñendo colérico, no tuvo más remedio que dejarse conducir a rastras hasta el vehículo enrejado llamado “la perrera” y con otros muchos animales, furiosos como él o temerosdos y aterrados, fue llevado por la zona empinada de La Cuesta hasta el punto, entre Santa Cruz y La Laguna en donde se alzaba la que luego supo que se conocía como La Perrera Benis Pelusa y en donde, al decir de los torturados animales prisioneros, a veces se hacía espedita limpieza, ejecutando o icinerando a los más viejos, enfermos o rabiosos.

Pasado el inicial cabreo, Boby, que aún no se llamaba así, hubo de reconocer luego que aquel suceso fue realmente su salvación, porque, apenas pasados unos días en el dicho albergue y en los que una vez más hubo de imponer su jerarquía a la jauria prisionera, aparecieron por allí una mujer joven y una linda niña que buscaban un buen perro que les sirviese de guardían y de mascota a la vez, eligiendo sin pensarlo mucho al torturado pastor aleman y amablemente desoyeron las advertencias de los funcionarios sobre su muy posible agresividad, diciendo la mujer que con cariño, ella lo educaría.

Fue bautizado, y él nunca supo realmente por qué, con el nombre de “Boby” que la niña, Miamita le puso desde el principio. Y, como quiera que se le trataba muy bien, se domesticó sin gran esfuerzo, fue cogiendo confianza y se dejaba asear a gusto de manos de Miama y estaba siempre muy limpio y aseado y bien alimentado, pues, como era listo de naturaleza, pronto aprendió a obedecer las órdenes que se le daban, a hacer sus necesidades en donde se le indacaba y, mejor aún en algún rincon de los parques a donde se le llevaba, obligando, eso si, a que ellas recogiesen la caca con un papel o un plástico, si la deponía en lugar indiscreto. Perdió su salvaje libertad, si pero no le importaba llevar collar o arnés de cuero, al que se sujetaba la correa para cuando salían de casa; y aún alguna vez hubo de llevar, fastidiado, eso sí, el molesto bozal

A Boby, libre ya de pulgas, garrapatas y otros molestos parásitos, le gustaba sobremanera que lo bañasen y acicalasen y una de las labores que más le regocijaban, aunque gruñera, era cuando con un cepillo de dientes en el que estaba escrito “Boby” y pasta dentífica le limpiaban la dentadura que luego relucía y era su mayor orgullo entre sus ocasionales amigos. Hubo de aprender a hacer sus necesidades fisiológicas en determinados sitios, tanto en casa en un rincón de la solana como en la calle, que él se arrimaba a todo rincón a hacer como los demas, marca de que había pasado por allí y, sobre todo en los Parques y Plazas de la ciudad, que presumía de conocerlos todos, tanto de su época de vagabundeo como en la de diligente mascota y guardián y me los recitó todos de golpe, de los que recuerdo los hermosos parques de García Sanabria, Marítimo, Recreativo, de don Quijote, de La Granja y el de Viera y Clavijo y más de treinta plazas, pequeñas y grandes,importantes y recoletas que abundan en el callejero santacrucero. Aunque tuvo alguna casi necesaria aventura amorosa perruna, estaba bastante contento al respecto

Pues a base de reprimendas cariñosas de Miama y Miamita, que así acabó llamando a la pareja que le demostró afecto, algún que otro golpe en el hocico con un periódico doblado, olisqueo forzoso de orines y escrementos, etc., que fueron suficientes para ser aprendidos por el inteligente can y que a mi me recordaron a la vez el proceso, los procesos de mis aprendizajes al respecto, primero en York y Yorksire, luego en Londres, después, en forzada autoenseñanza cuando mi estancia en Gui-Gui y en los pinares de Tamadaba, de Pajonales, de Lima y Acusa y al fin, ya en Las Palmas de Gran Canaria, por la Avenida de Escaleritas, las sabias enseñanzas del Señor militar retirado y de su hija Sandra, mi actual y queridísima dueña.

A cambio, por su obediencia pronto dispuso de su propia caseta de madera pintada de alegres colores y colocada en la solana, junto a la cocina, con su cojín para descansar, platos especiales para el agua y la comida propia para perros con que se le regalaba, etc.. Habitáculo al que le encantaba retirarse a descansar si era la hora impuesta por Miama y, despues de rebullir dando algunas vueltas sobre simismo para buscar la postura más propicia, dormir en el silencio del acogedor domicilio, silencio que, si de alguna forma era interrumpido le despertaba y si presentía algo extraño ladraba con fuerza hasta que se le hacía callar, en su papel de fiel guardian de la casa. Y Miamita, la niña de la casa, a la que Boby en verdad idolatraba, como si presintiese que el encontrarse él allí era precisamente por ella, si lo dejaban juqueteaba todo el día con ella aguantándole lo mismo las caricias que las “perrerías” que le quisiese hacer. Pensaba que la quería tanto, bueno y a Miama también, que por ellas daría gustoso la vida si preciso fuese; por lo que había que ver lo atento que a su seguridad iba cuando sujeto por la consabida correa las acompañaba en sus paseos por la calle y, sobre todo, al hermoso y frondoso Parque García Sanabria, a la Plaza Wailer o a Las Ramblas donde ocasionalmente se encontraban con algunas amistades que, por lo general, siempre tenían un saludo, una afectuosa caricia para él, que se dejaba querer, lo mismo que cuando iban de visita a casa.

Boby disfrutaba mucho cuando los tres salían a algún punto determinado de la ciudad o de sus alrededores, en ocasiones a almorzar con gentes amigas, algunas de la otra isla pero estudiantes o trabajadoras en la isla del Teide y otras veces a merendar, tomar algún café “capuchino”, saborear algunos dulces y pasteles en locales esparcidos muy turisticamente por toda la isla. En realidad, con ellas estuvo recorriendo la casi totalidad de Tenerife, desde más allá del pueblecito de Taganana y su playa de piedras o aún más al norte, por el mismísimo faro marítimo de Punta Anaga o llegándose a la misma Punta Teno por el sur, y de oeste a este por Los Silos o Icod, Santiago del Teide y la Playa de las Americas, El Médano y La Candelaria y, desde luego por La Laguna, Tacoronte , La Orotava y Puerto de La Cruz, él siempre gozoso recibiendo el aire originado por la marcha, con la ventanilla de su lado, en la parte trasera bajada, sentado en el asiento corrido pero alzado de las patas delanteras, ladrando de cuando en cuando solo por puro gozo.

A donde no le gustaba que lo llevasen y era reacio a encaminar hacia allí sus pasos era en la capital a los alrededores más inmediatos del Barranco de Santos, donde se desarrollara su calamitosa infancia.

Y Boby era realmente feliz, tratando de relegar al olvido su mísero pasado transcurrido en el Barranco de Santos y se sentía seguro, querido, bien tratado, hasta por aquel señor bigotudo que le decían veterinario, que de cuando en cuando lo examinaba, le ponía alguna dolorosa pero necesaria inyección, le instaló un chip bajo el cuero de junto a las orejas y le recortaba las uñas, cosa que hasta entonces él había hecho siempre a si mismo frotando las pezuñas sobre alguna acera o los guijarros sueltos arrastrados por las aguas cuando corrían libremente hacia el mar de la vieja farola.

........................................

Hasta aquí fue lo que me contó de su variopinta vida Boby, el “chicha”, porque, en aquella veraniega mañana, pasado un buen rato regresó Sandra de sus gestiones en el Real Club Náutico, coincidiendo con Miama y Miamita que también daban por terminado el plácido y prolongado paseo mañanero y nosotros hubimos de separarnos; confiando, eso sí en que pudiésemos encontrarnos de nuevo pues se dio la estupenda coincidencia de que Sandra y la llamada Miama eran profesoras, la una de geografía e historia y la otra de música y habían sido compañeras de Instituto años atrás. Porque, no si lo he dicho ya, aquella Miama era natural de esta isla aunque vivió muchos años en la de enfrente

Al observar lo bien que parecíamos llevarnos Boby y yo, quedaron de verse en aquella misma playa en próxima ocasión.

Lo que efectivamente,sucedió, no se yo si con previo acuerdo telefónico.Y volvi con Sandra a Las Alcaravaneras en donde estaban ya Miama y Miamita con Boby. Y los dos juntos y correteamos y jugamos hasta que recurrimos de nuevo a la sombra de los lentiscos en donde él me contó las últimas peripecias de su vida, demostrándome que era todo un filósofo perruno y un narrador excelente...

Pero, ¡escucha! Oigo el llavín introduciéndose en la cerradura de la puerta de entrada, por lo que sé que regresan Sandra y su padre, así es que me despido de ti por hoy para acudir a agasajarlos y atenderlos como siempre.

Aclarándote como colofón y con un tanto de rubor por mi parte que, en realidad, lo que Boby me había estado contando en la playa fue con un relato más sencillo, escueto y directo al tema si se quiere, pero, como ya habrás observado, yo que soy de por sí una perrita curiosa y novelera, suelo extenderme en detalles, a veces, lo confieso, supuestos o ideados e inventados pues mi imaginación es mucha. Te diré, en fin mi querido Micifuz que si hubiese nacido con el dón del habla y de escribir de los humanos yo sería irremisiblemente escritoria, no lo dudes...¡Voy, voy, voy, mi dueña! ... mis amos.

.................................................

Bueno, bueno, querido y silencioso Micifuz: Aquí estamos de nuevo solos, frente a frente, al igual que hace escasos días cuando te conté algo de la interesante vida de mi amigo Boby, el perro labrador chicharrero.

Y es que Sandra, nuestra dueña se fue, como acostumbra, a impartir sus clases de geografía e historia, a un colegio religioso, creo. Y su anciano padre, por lo que les oí esta mañana, ha ido a pasear y luego a hacer de ratón de biblioteca como él mismo se dice, a la Pública o a la Insular o, en todo caso a las hemerotecas locales, cosa que a mí, por mis ancestros, en cuanto a lo ratonil me hace mucha gracia, pero que en realidad se refiere a que es un buen y concienzudo documentalista, al decir de sus amistades y que indica un determinado tipo de historiadores e investigadores natos. Aunque es ya mayor de edad y, a mi modo de ver le falla algo la memoria, por lo que lleva siempre en el bolsillo lápices o bolígrafos y un bloc de notas o unas cuartillas en blanco dobladas para apuntar todo lo que pueda interesarle, continúa investigando en documentos y escribiendo unas buenas horas todos los días.

Al padre de Sandra, parece ser que, ya viudo desde hace tiempo, se le vé que es hombre muy inteligente, de carácter más bien seco y adusto para con los demás, con reminiscencias indudables de cuando ejerció un alto cargo, me parece que de coronel del ejército; pero amable y educado y hasta cariñoso a su manera cuando se trate de su hija Sandra. Tiene también un hijo, militar como él, casado y con dos niños gemelos, que yo no conozco porque viven en la Península, cuyas fotos son esas que estan detrás de ti, en la consola y que se hablan con cierta regularidad los unos con los otros a través del teléfono y se escriben cartas de vez en cuando. Ha colaborado con diversos artículos en la prensa y en alguna revista y en los estantes de su despacho-escritorio y biblioteca casera figuran algún que otro libros de los que es autor.

Pues bien, a mí y por ruegos de su hija, parece que a acabado por aceptarme y aún me hace alguna que otra carantoña cuando anda como distraido, pensando en sus escritos, si bien, al principio de entrar yo en sus vidas no aceptaba de buen grado mi presencia en el piso de la Avenida de Escaleritas, así como así... ¡Es que si vieras tú el aspecto que yo tenía cuando pasé a ser propiedad de su hija Sandra!

Pero, bueno; otra vez me estoy enrollando, bien lo sé, aunque tú no me digas nada al respecto.

Tal como ya te he relatado, Boby lograra al fin de su agitada existencia errabunda, vivir contento, feliz y sabiéndose querido con sus Miama y Miamita en Santa Cruz, en la isla de enfrente.

Y así fue pasando el tiempo en aquella espcie de suerte feliz, queriendo y sabiendose querido.

Miamita, a la que adoraba, cuando estaban acomodados en el salón solía leer algún cuento en voz alta, para ella y para él, que escuchaba atento, procurando no babear, ronroneando, alzando las orejas, meneando la cola o con el hocico a ras de alfombra y tapado al desgaire por una de sus patas delanteras. Otras en la propia alcoba de la jovencita en la que imperaba el color rosa, con pósteres y fotografías diversas en las paredes y esparcidos juguetes de peluche y libros de texto de sus estudios primarios sobre la mesita, la silla o el cojin y aún por el suelo.

Cuentos que, a pesar de no entenderlos él bien, a veces fue conociendo de tanto oirlos; por lo que Boby supo de Blanca Nieves y los siete enanitos, de la Bella Durmiente del Bosque, de Caperucita Roja, de la Casita de Chocolate, de La Cenicienta, de Pulgarcito y sus siete hermanos, del Gato con Botas, del Enano Bailarín, del Soldadito de plomo, de la Sirenita y del Patito Feo y más delante de las aventuras de Pinocho, del Mago de Oz, de Alicia en el País de las Maravillas, de Peter Pan, etc etc., que luego habrían de ser sustituidos por los relatos de Celia, sus hermanos, sus primos y sus amigos, que habían sido ya leidos por Miama cuando a su vez fue niña, tebeos o comic de colores y aún alguno que otro graciosos cuentos propios canarios

Boby nunca más volvió a los parajes y rincones del Barranco de Santos ni siquiera a los alrededores de El Cabo donde vivieran sus antecesores y había sido su cuna. Y se le erizaba el cuero cabelludo y sentía auténtico terror cuando por algún acaso caminaba con Miama y Miamita por los alrededores del Puente Garcelan, del MercadoMunicipal de Nuestra Señora de Africa o por donde estuviera la Recova, donde las casas terreras antiguas habían ido desapareciendo y con ellas un púbico alborotador y eterogéneo, muy aficionado a las peleas, tanto entre humanos como entre perros en las que alguna vez, a fuerza de cadenas, palos y privaciones de todo tipo él mismo tuvo que luchar defendiendo su propia vida, pues en cierta ocasión gentes golfantes y vagabundas como él y los de su pandilla habían intentado convertirlo en verdadero perro de presa y de pelea a base de palos y cadenas, cuando lo atraparan en una trampa unos golfantes, borrachos y pendencieros de los que supo al fin librarse a dentelladas y mordiscos con gestos amenazadores, ladrando, aullando, roncando agresivo de tal forma que llegaron a asustarse aquellos hombres innobles y salvajes.

Y al cabo de algunos años de aquel su actual apacible modo de vivir, queriendo y sintiéndose querido, despues de observar las cabilaciones de Miama, sus conferencias telefónicas y algún que otro comentario a Miamita, advirtió que ambas estaban preparandose para alguno de sus anuales viajes fuera de la isla y temió que fuesen a dejarle como otras veces al cuidado de Juanito, el viejo jardinero del ayuntamiento, ya jubilado, que por algún dinero se hacía cargo de él y lo atendía en sus necesidades alimenticias pero lo mantenía siempre encerrado en un patio de altas paredes que para él era como una cárcel.

Pero, no; en aquella ocasión se trataba de un viaje marítimo, de traslado de hogar en toda regla, a lo que presentía ya con destino definitivo en la otra isla, la de enfrente, por donde salía diariamente el sol.

Y así, después de un agitado trasiego de despedidas de las muchas amistades que tenían, de llamadas telefónicas y de hacer las maletas y embalar otros bultos, despues de él haber dormido toda la noche con un profundo sopor se vino a despertar sujeto al asiento posterior del coche familiar que aparecía completamente abarrotado de cajas con ropas, libros, revistas y otros muy variados objetos, además de las maletas que imaginaba en el portabultos, sin Miama y Miamita a la vista, con otros muchos vehículos diversos aparcados a su alrededor, en penumbra, en lo que parecía un enorme garaje, que se movía en rítmico y continuo valanceo lo que de momento lo asustó, aunque volvió al poco a amodorrarse.

Al regresar la señora y la jovecinta, sentadas ya una al volante y la otra en el asiento del copiloto y salir con el coche, unos tras otros y en fila al exterior, respiró más tranquilo, sobre todo al ya correr libremente el vehículo que salió presto de los muelles marítimos y después de raudo viaje a traves de paisajes de amplia panorámica con el mar al costado y el firmamento azul puro sobe ellos entraron en la gran ciudad de los altos edificios que parecían torres, arribando al poco a una linda barriada en la que abundaban las casas chalet con jardines de frondosos árboles y algunas con piscinas, que pronto entendió el labrador que una de aquellas casas iba a ser su nuevo domicilio en la Gran Canaria.

Precisamente en Las Palmas de Gran Canaria vivía La Señora, madre de la una y abuela de la otra recién llegadas, a la vera del historiado Parque de Santa Catalina, con el fabril Puerto de La Luz y los transitados muelles de atraque al fondo y barcos de carga o de pasaje, de contenedores o trasatlánticos que entraban o salían de la bahía constantemente.

La Señora, Miama y Miamita, cuando no había clases y en los días festivos se veían con frecuencia y pronto Boby aprendió a respetar y querer a la más anciana de las mujeres de la saga y con ella mas de una vez lo dejaron mañanas o tardes en las que, él a sus pies y ella acomodada en una mecedora, en apacibles horas en tanto que obillaba hilos de distintos colores y con la ayuda de unas finas agujas bien manejadas confeccionaba lindos tapetes, calcetines no se sabía para quien, y hasta, una vez le hizo al enorme perro, una especie de horroroso chaleco de lana que se empeñó en que se lo pusiese y que él odiaba, por lo que sigiloso y pidiendo por ello en su interior perdón a la calcetera, logró medio desacer con sus agudos caninos, la Señora, que, por lo visto era muy “canariona”, o “grancanariona” como así se les decía a los nativos de Gran Canaria, le estuvo contando la historia o leyenda de un perro que vivió por el Barranco de Guiniguada, llamado Faycán y era descendiente directo, a pesar de las muchas, muchísimas generaciones de aquellos que al principio de los tiempos dieran el nombre a la isla, del “can” latino, que quería decir precisamente de “canaria”, tierra de canes y que un hombre conquistador procedente de Francia, por la valentía de sus salvajes habitantes llamó “Gran Canaria”, nombre que le quedó ya para siempre.

La anciana le contó que realmente eran siete las islas que con otros seis islotes constituían en medio del Océano Atlántico que bañaba sus costas el archipiélago Canario, como lo conocían los humanos. Siempre hubo en todo relato, legendario o real, alguna mención a los canes que en estas islas hubo. Los perros de presa, también llamados “bardinos” de Fuerteventura, los “cancha” pequeños y feroces perros, buen bocado en la gastronomía de Echeide que era al principio Tenerife, y que por cierto , tal como en una ocasión le informó un famoso historiador isleño fueron similares a unos que en la América prehispánica y según las crónicas tuvieron los aztecas como alimento favorito, de pequeño tamaño, cebados y a los que al parecer les cortaban la lengua para que no ladraran y que recordaban a los “gareaguas” tinerfeños que eran perros especialmente alimentados y a los “haguayan” pequeños perros beneahoritas de La Palma y aún los “tibicenas” perros negros y lanudos que, se decía, se aparecían a los aborígenes canarios. También, que alguien o algo, hacía ya mucho tiempo y en esta Gran Canaria cogió a ocho de los más famosos perros de la isla y por algún encantamiento los convirtió en ocho estatuas de bronce para colocarlos en la Plaza Mayor, mismo enfrente de la majestuosa catedral de Santa Ana, allá por el barrio de Vegueta que estuvo separado de siempre del deTriana por el Barranco de Guiniguada que dividia en el pasado a la ciudad vieja de la moderna. Y que un escritor local muy inteligente y singular y grande bohemio en su día escribió para la posteridad la historia de los ocho perros y perras, contando sus peripecias y andanzas perrunas de aquellos Faycán, Cicerón, Pluto, Rebenque, Caifás, Catalejo, Neron y uno que por ser de la isla de enfrente como él le llamaron precisamente Chicharro; y las dos hembras queridas de todos ellos Marquesa y Linda. Por lo visto, el libro-novela de aquel escritor grancanario llamado Victor Doreste fue muy celebrado en su tiempo y reiteradamente reeditado

En fin; todo aquello que mi nuevo amigo Boby me contó bajo la sombra de unos arbustos, al lado de las isntalaciones del Real Club Náutico en la Playa de Las Alcaravaneras me gustó mucho y siempre lo he recordado cuando él y yo, muy de cuando en cuando nos hemos vuelto a ver.

Para concluir con el relato de la vida del perro labrador Boby, que llegué a conocer, debo de añadir que aún no hace mucho tiempo, Sandra, en uno de esos paseos que a ella ya mí tanto nos agradan por el señorial barrio de Vegueta, alrededores de la Catedral y Plaza de Santa Ana, en tan histórica Plaza Mayor me condujo a la vera de unas estatuas de varios perros en posturas sedentes y como de espíritu ausente, a las que, despues de la inicial sorpresa acudí zalamera a saludar. Pero bien pronto me dí cuenta de que aquellos grandes animales de airosas y estáticas aposturas no exhalaban olor alguno de sus glándulas odoríferas... ¡Porque eran tan solo unas figuras, las famosas efigies broncíneas de bellos ejemplares de perros, de los perros que me contara Boby!. Los reconocí olisqueándolos uno a uno y bien pude comprobar que tal como allí mismo me indicó Sandra, no solo eran como moldes o vaciados de esculturas de hierro fundido, de hierro colado y no de bronce, como la mayoría de la gente cree y me indicó mi ama, haciéndome advertir como la oreja de uno de ellos estaba a medio asserrar o cortar por algún anónimo admirador o recolector de material férrico para vender y que la creyó de broncíneo material.

Habían sido los ocho canes traídos de Europa por encargo de un alcalde progresista a finales del siglo XIX y allí colocados enfrente de la majestuosa catedral, teniendo a un costado los palacios episcopal y regental y allá atrás, al final de la plaza, el señero edificio del Ayuntamiento, justamente cuatro o cinco años antes de que se instalase en el emblemático contorno la luz eléctrica que sustituiría a los añejos y ahumados faroles de petróleo o “belmontina” como también se les llamó.

Y Sandra, divertida, ya luego en casa, tomando uno de los muchos libros escritos de su padre, me leyó aquello de:

“LOS PERROS DE LA PLAZA DE SANTA ANA”

En el barrio de Vegueta,

corazón de la ciudad,

la plaza de Santa Ana,

¡que acogedora está!

con sus palacios

y nobles casas

y la hermosa catedral.

Palmeras, macetones y flores;

Farolas y bancos de colores...

Palomas, niños y mayores.

Y los ocho perros

en fundidos hierros

pintados de verde,

cuyo origen se pierde

en la tradición popular.

Perros con fama,

perros de caza;

perros en la plaza

de Santa Ana.



Dicen los abuelos

que en los siglos pasados

se compraron e instalaron

y para siempre se quedaron



Y ya lo certificó un día

La vieja “Perejila” poetisa

con su mucha picardía

y haciéndolo de esta guisa:



“Vaya, vaya!... ¡Vaya, vaya!

El mundo se va a acabar.

¿Dónde se han visto ocho perros

Cuidando la Catedral?”



También Roque Morera,

vate bohemio y popular

con voz sincera

asi los llegó a cantar:



“Aunque me cueste el destierro,

diré con mi frente ufana

que la Plaza de Santa Ana

hoy es plaza de los perros”



Y aún, aquel mauro viejo,

que dijo con mucho gracejo

y un tanto de guasa

al llegar a su casa:



“Hoy vengo “asorimbrado”

de lo que “vide”en la “siudán”:

Ocho perros sentados

enfrente de la “catedrán.”

.....................................................................

Pero, bueno; hoy ya es un poco tarde, están al llegar Sandra y su padre que fueron a un acto artístico cultural por lo que les entendí; así que tú quedate aquí tranquilo, amigo Micifuz, en tanto que yo me preparo para recibirlos con la alegría y zalamerías de costumbre para luego pasar a la cocina, comer algo, tomar unos tragos de agua y luego, ya en la solana, tenderme sobre mi mullido cojín, dar varias vueltas sobre mi misma y en la última quedarme perfectamente dormida, libre de posibles sustos o preocupaciones, a pierna suelta, como suelen decir los humanos; pero, con un sexto sentido alerta, por si algo o alguien pueda de alguna forma amenazar a mis seres queridos,... y advertirlos.

Y te prometo que en otro momento propicio continuaré contándote de mi perruna e interesante y aventurera vida. ¿Vale?.

San Borondón y la ballena

(una Leyenda Canaria)



Un San Avito, a principios del siglo 11 de nuestra Era, hallándose en peregrinación por varias ciudades de la Bética, llegó a orillas del Atlántico y sabiendo que una nave se disponía a levar anclas con rumbo a las costas mauritanas e islas cercanas, determinó embarcar y predicar la fe de C Cristo en tan lejanas playas. Firme en su propósito, llegó a Canaria, eligiéndola como teatro de su predicación. Según la leyenda, hizo muchas conversiones y adquirió tan poderoso influjo en el país que se atrajo el odio de los principales magnates de la misma, temerosos de tal influencia, amotinaron al pueblo y consiguieron darle cruel muerte en medio de los tormentos del martirio, que sufrió “el 13 de las nonas de enero del año 106 de Jesucristo”, se escribió. Sus cronistas dijeron que había desembarcado por un lugar que se identifica actualmente como Arguineguin y que oficiara la primera misa en una cueva en donde posteriormente se veneró una imagen de Santa Agueda, cueva todavía existente en la actualidad.

Viene luego la leyenda del monje San Brandán, llamado también Branda, Brandón, Brandenes y Borondón, que vivía al mediar el siglo VI en la abadía de Cluainfor o Cluainfert, en Irlanda. Durante una visita que le hiciera San Barinto, pudo escuchar de labios de éste el relato de un fantástico y maravilloso viaje:

-Oirás ahora, hermano, las maravillas que Dios, Nuestro Señor, me ha revelado en ese tenebroso océano, cuando, acompañado del hermano Mornoe me dirigía en una embarcación ligera hacia Occidente, en demanda de la isla de Promisión de los Bienaventurados. A poco de principiar el viaje nos vimos envueltos en densas nieblas, hasta que, pasadas unas horas brotó una luz vivísima que nos permitió descubrir una tierra espaciosa y abundante en pastos y frutas. Quince días estuvimos recorriéndola s i n encontrar sus límites y observando que no había plantas sin flores ni árboles sin fruto, siendo de un precio inestimable las piedras sembradas por el suelo. Llegamos por fin a un río que separaba la isla en dos partes, a cuya orilla nos detuvimos, no siéndonos permitido vadearlo porque Dios nos 1o había prohibido. Recorrimos de nuevo la parte de donde habíamos salido, sin sospechar siquiera que, . . . !Habíamos estado a las mismas puertas del Paraíso! . . .

Al escuchar tan estupenda relación, poseído el monje San Brandán de ferviente curiosidad, resolvió emprender por sí mismo un viaje a aquellos deliciosos lugares. Y después de muchas y extraordinarias aventuras, tuvo la suerte de encontrar la isla maravillosa, que recorrió también en toda su extensión, siendo detenido a orillas del río, lo mismo que San Barinto; y se le apareció allí un ángel que Dios le enviaba con tal objeto.

Durante aquel largo viaje, San Brandán y 1os diecisiete monjes que lo acompañaban, entre quienes se contaba el célebre San Malo o San Maclovio , descubrieron varias islas, que la crónica vá señalando de esta forma:

La primera era una isla escarpada, surcada por varios riachuelos, en la que fueron cariñosamente recibidos, renovando allí sus provisiones.

Pasaron luego a otra, abundante en peces y cabras, entre las que había algunas tan grandes como novillos. Desde ella avistaron un islote llano y sin playas donde intentaron celebrar la Pascua de Resurrección, pero el islote principió a moverse y tuvieron que huir precipitadamente, revelando a todos el santo que el tal islote era una gran ballena. Desde la isla de las Cabras descubrieron otra más hermosa, cubierta de bosques y flores, donde los pájaros cantaban deliciosas melodías; Llamábanla el Paraíso de los pájaros y en ella celebraron la Pascua de Pentecostés. Vieron luego

otra isla poblada do cenobitas. en la que descansaron los viajeros hasta la fiesta de Navidad. Este trayecto de isla a isla fue recorrido por ellos en seis años, hasta que al comenzar el séptimo, Dios les permitió ver otras islas, de las cuales una estaba llena de bosques; otra producía frutas de color rojizo y se hallaba habitada por hombres de grandes fuerzas; otra estaba perfumada con hierbas olorosas y preciosos racimos y fertilizada con fuentes cristalinas; y otra, que llamaron Pedregosa, donde los cíclopes tenían sus fraguas se veía iluminada por fuegos intensos. Más al Norte se les apareció una montaña alta y nebulosa a la que dieron el nombre de Infierno; y por último arribaron a una más pequeña donde vivía un ermitaño que les dio su bendición.

Este relato nos demuestra bien claramente que al forjar la fábula se tuvo presente el recuerdo de las Afortunadas, pues creemos que van envueltas en los nombres de: Isla de las Cabras, Fuerteventura; paraíso de los pájaros, Gran Canaria; y la del Infierno, Tenerife, cuyo pico Teide en ignición ya habían notado otros anteriores viajeros. Y la mayor, descrita como la que estaba separada por un río, bien podía ser la fantástica que hoy se conoce sin existir, con el nombre de San Borondon.

(de la obra inédita MAS TRADICIONES CANARIAS por Carlos Platero Fdez.)