21 de junio de 2010

El sepulturero timorato

Un cuento de Carlos Platero



Desaparecía lentamente la tarde cuando los últimos deudos y amigos del finado abandonaban el cementerio, por el sendero de las yedras, rumbo a la Placetilla de Los Reyes.

El firmamento encapotado por grisáceas, compactas masas de nubes contribuía a oscurecer más el ambiente. Y el tétrico recinto, lugar de descanso para los cuerpos sin vida hasta el llegados y allí depositados aparecía ya envuelto en una melancólica penumbra.

Un viento recio, procedente de las entonces como difuminadas Isletas sacudía las bamboleantes pencas de las cercanas plataneras en rachas constantes; y producía sonidos misteriosos, lúgubres al deslizarse entre los nichos, sobre las tumbas y azotar inmisericorde a enhiestas cruces, lápidas y monumentos alegóricos de los marmóreos mausoleos.

Las estatuas que se esparcían acá y acullá en el recinto del camposanto parecían cobrar vida propia a medida que la oscuridad iba en crecimiento. Tan solo algunos oscilantes faroles o lamparillas de mortecinas y parpadeantes luces amarillentas sobre el inevitable aceite iluminaban de trecho en trecho el pie de una tumba, la lápida de algún nicho o la fisonomía extraña de una estatua en posición orante.

Y la suma de todos aquellos detalles contribuían a dar aspecto más sobrecogedor al cementerio municipal.

Maestro Antonio, al sentirse solo en el recinto miró una vez más con aprensión a su alrededor. Él no era un valiente precisamente. Su carácter apocado, timorato y pusilánime le hacía temblar de miedo siempre

que entraba en el lugar en que descansaban ya para la eternidad las víctimas de la muerte. Y ello resultaba bastante paradójico en el buen hombre dado que su oficio era precisamente el de enterrador. Nunca lograba sentirse tranquilo cuando realizaba su obligatorio trabajo. Trabajo que si lo ejercía como funcionario del Ayuntamiento se debía a la perentoria necesidad de ganarse un sueldo con el que poder vivir. Y aquello de trabajar para la muerte con afán y necesidad de vida...

Cuando se quedaba solo en el cementerio, le parecía como que algunas de las losas que cubrían las tumbas se removían y de dentro de los nichos creía oír voces, lamentos, constantes cuchicheos.

Por todo lo que, para cobrar ánimos y poder realizar con cierta serenidad sus tareas de sepulturero solía llevar consigo una botellita aplanada, de bolsillo con reconfortante ron de caña del país, la cual, invariablemente vaciaba antes de abandonar el cementerio.

Pero, aquel atardecer grisáceo y frío, de manera incomprensible, descuido imperdonable había olvidado tan gran estimulante. Y ello le resultó fatal.

Muy poco después de que en aquel melancólico atardecer otoñal el último acompañante del entierro traspusiera las verjas de entrada al recinto, maestro Antonio aprestó los útiles necesarios para clavar las tablas que de forma provisional taponarían con la consabida lápida mortuoria la entrada del nicho acabado de ocupar.

La noche era llegada y el viento arreciaba en sus ráfagas húmedas y frías por lo que el medroso sepulturero se arrebujó en su amplia capa de abrigo y ayudado por la débil y oscilante luz del farol que a duras penas pudo encender, dio comienzo a la rutinaria tarea...

Los sordos golpes del martillo contra las cabezas de los clavos y las tablas, resonaban más bien lúgubres, temerosos más que en sus oídos, en el atormentado cerebro del buen hombre que ni se atrevía a

A mirar detrás de sí, por más que en una que otra ocasión le pareció allí oír como algún apagado susurro, algún ahogado lamento de acentos prolongados procedentes de las tumbas y nichos que lo rodeaban.

A pesar del frío que el fuerte viento originaba a aquella hora ya más nocturna que crepuscular, maestro Antonio sudaba y bien advertía que sus miembros temblaban más de miedo y aprensión al lugar y a la hora que al mismo fresco ambiente. Y se palpaba de cuando en cuando el bolsillo trasero del pantalón para cerciorarse una y otra vez que no estaba allí, consoladora la ansiada medicina con que combatir el miedo que, como siempre, en tal situación lo invadía.

Suspiró al cabo de haber pasado los minutos. Ya le faltaba poco para concluir la ingrata obligación laboral. Aunque, sus aprensiones y recelos parecían ir en incontenible aumento.

Se figuraba escuchar pasos de pisadas leves, sollozos, gemidos, voces plañideras que susurraban a su espalda incomprensibles y tétricas sentencias. Y sentía físicamente como el sudor frío, húmedo y pegajoso le recorría el tembloroso cuerpo.

Y faltándole ya muy pocos clavos que colocar para sujetar convenientemente la tablazón, aumento su aún confuso pero creciente terror el que, debido a una súbdita racha del fuerte viento se le apagase la luz del farol...

No tuvo ánimos para encenderlo de nuevo y, ya a tientas procuró colocar los últimos clavos.

Temblaba ya con sacudidas violentas al recoger del suelo, tanteando los útiles allí empleados.

¡Y cuando se disponía a retornar a la seguridad de las mal iluminadas calles de Vegueta se sintió de repente sujeto por la espalda!... Emitió un alarido y con frenéticos movimientos trató de soltarse extendiendo tras de si las trémulas manos para agarrar la capa.

Creyó oír una siniestra risotada, de tonos jubilosos, que se mofaba de él, tirando de sus ropajes.

Luchó el timorato sepulturero unos momentos más con supremo desespero, pero la garra que lo apresaba no parecía querer soltarlo y, ya enloquecido de terror, su garganta trémula emitió un último penetrante y angustioso alarido... Mil luces brillaron simultáneas en su cerebro y, aflojando los tensos músculos se derrumbó pesadamente.

Quienes a primeras horas de la mañana siguiente entraron en el cementerio de más allá de las plataneras encontraron a Maestro Antonio sin vida, caído en grotesca postura al pie del último nicho tapado, claveteado por él.

Su rostro de facciones desencajadas conservaba todavía una mueca de supremo terror. Y sus manos, engarfadas como garras parecían todavía tratar de tirar de la capa, sujeta a la tapa del nicho por el último clavo.



f i n