16 de septiembre de 2008

PASEANDO CON JUAN FELIPE

( la escueta, diferente versión )
por Carlos Platero Fernández

(Descrita de forma periodística, procurando ceñirse a aquello de que lo breve bueno, dos veces bueno y, ¡ay de mí! a lo dicho por Cervantes de "Sé breve en tus razonamientos o exposiciones, que nadie es gustoso si es largo")

Juan Felipe Ruiz y yo, ambos ya "felizmente" jubilados, somos amigos, veteranos y en cierto modo, hasta no hace mucho, compañeros en la Base Aérea de Gando.
Juan Felipe acaba de regresar con su familia de pasar unas plácidas vacaciones estivales en su nativa Fuerteventura, desde donde me envió por correo un folleto anunciador de las fiestas patronales de El Cotillo con la figura de la torre de El Tostón como motivo gráfico.
Y es que recientemente ha habido una pequeña discusión entre ambos, significada por tozudez mía muy al estilo gallego acerca de la configuración externa de dicho torreón.
En cuanto, previa la cita telefónica correspondiente nos vimos en esta mañana cálida septembrina, yo, entre risas de conejo reconocí mi error de apreciación, ¡y ya está! El me facilitó una postal con la efigie de la Virgen de La Peña y yo le dí un ejemplar, mecanografiado de algunos de mis "Cuentos y relatos", con dedicatoria de mi puño y letra incluida pero en la que por despiste confundí su segundo apellido por el de Lima, que es en realidad de otro buen amigo mío, también majorero. Bueno; después de hacérseme ver el despiste, fue también posible el enderezar el entuerto con indicar que borrase lo mejor que pudiese el lapso.
Puestos a caminar espaciadamente rumbo como otras veces al cercano Parque Hermanos Millares buscando siempre que se pudiese "la sombrita" nos detuvimos al borde de la plazoleta ajardinada denominada de Los Juegos Olímpicos de México, de 1968 y allí, en tanto que yo me enrollaba con pormenorizadas disquisiciones acerca de un cierto material gráfico que sobre la Torre de Gando mi buen amigo me solicitaba, nos fue dado el ser espectadores de lo que en definitiva no pasó de ser un conato de pelea callejera entre dos individuos, en la que el uno, un jovenzuelo vestido a la usanza actual trataba al parecer de justificar algo referente a determinado vehículo acaso la moto pintada de negro sobre la que se apoyaba y cuyo llavero del contacto de arranque parecía ser el "lev motiv" de la discusión en que se enzarzaran y el otro lo rechazaba dando grandes voces y con gestos furibundos.
Era el tipo provocador un hombretón de estructura corporal maciza, tirando a regordeta, de piel rojiza, como requemada por la acción del sol y muy similar al color del caparazón de algunos crustáceos; estaba calzado con zapatillas deportivas, semi desnudo, vestido tan solo con unos amplios pantalones tipo "bermudas" que le resbalaba y amenazaba caérsele hasta enseñar la canal de la rabadilla de su lomo, "allí donde la espalda pierde su honesto nombre". Al cuello de aquel energúmeno colgaba un aparatoso collar del que pendía una gran placa, todo de brillante y amarillo oropel, si es que no era de oro macizo como llegó a parecérseme a mí.
Fue Juan Felipe el que bien pronto hizo que me fijara en unos profusos tatuajes que desde los hombros se le extendían a toda la parte superior de los brazos y contribuían a darle un aspecto verdaderamente patibulario. Lo que el mismo iracundo tipo aquel confirmó al alejarse al fin no sin antes propinarle a su contrincante uno que otro empujón, arrojar con rabia el llavero del posible litigio al suelo y rugir más que decir:
_ Te salva el que estoy con libertad condicional, que sino... ¡Te daba una trompada que te partía el alma, colega!
Y se alejó, pasando jacarandoso junto a nosotros dos, enfurecido y bramante, como echando verdaderas chispas por los ojos.
A los pocos instantes llegó al sitio una pareja de policías Municipales, bloc y bolígrafo en mano, avisada sin duda por alguien. Y no pasó nada más.
Juan Felipe y yo aún continuamos unos minutos por allí, renunciando tácitamente de llegarnos hasta el Parque Hermanos Millares y sobre todo del caluroso tiempo reinante y al observar el termómetro municipal situado enfrente del Mercado que marcaba los 36 grados centígrados de temperatura recordándome mi amigo de la lectura de los Calendario Zaragozano de nuestra infancia, la suya en Fuerteventura y la mía en La Coruña; y a evocamos asimismo aquellos otros sencillos aparatos barométricos constituidos por la silueta o la figura de un fraile encapuchado que tan fielmente anunciaban los cambios climatológicos.
Prometiéndo Juan Felipe buscarme en Internet la información que yo deseaba de unos ciertas convocatorias de concursos literarios y al mismo tiempo yo el facilitarle a la mayor brevedad además de material gráfico sobre Gando alguna precisa información sobre la historia de Fuerteventura y su conquistador el caballero normando Juan de Bethencourt, nos despedimos cordialmente como siempre para dirigirnos, pausados, sin más dilación a nuestros respectivos domicilios.

Las Palmas de Gran Canaria,
19 de septiembre de 2002.