27 de febrero de 2009

El gasógeno

por carlos platero fernandez



Fue en Curtis, pueblecito entonces montaraz enclavado en un cruce de caminos e importante nudo o lazo de comunicaciones terrestres en las escabrosidades de las tierras altas y montañosas de la provincia de La Coruña.

Me ocurrió el percance del gasómetro que ahora mismo, por mor de unas lecturas acabado de rememorar con vívidez, allá a finales del año 1942 o, en todo caso en diciembre de 1943.

Yo, con mi hermano gemelo Fernando, Lalo por aquellas calendas, fuimos los últimos en incorporarnos de nuevo a nuestro recompuesto clan familiar, que desde las aciagas fechas del verano del treinta y seis al estallar en toda su crudeza y virulencia la ya larvada y presentida guerra civil, al igual que otros miles y miles de familias españolas nos habíamos tenido que dispersar. Mi padre para luchar en los frentes de batalla asturianos y mamá y nosotros los cinco hermanos a refugiarnos a la recóndita localidad de Chaín, a la casa de nuestra abuela paterna, en donde íbamos a permanecer hasta el final de la contienda que, con el páter familiae ya destinado en Oleiros y recuperados los muebles y ajuares y enseres guardados en La Coruña, mamá, Elena, Tito y Toñito allí se establecieron por más de un año. Según se dispusiera, nosotros los gemelos, con la abuela, en la aldea...

Nuevo traslado de nuestro padre, en tal ocasión al ya citado pueblo feriado de montaña, Curtis. Y allí por fin debimos de incorporarnos al en cierto modo entonces trashumante hogar paterno Lalo y yo. Reunidos por fin nuevamente todos los componentes de la familia compuesta por el matrimonio y los cinco hijos; sin incluir de momento a la abuela Concepción que se resistía a abandonar la aldea y aún seguiría allí por cierto tiempo, que en realidad ya no abandonó más que una temporada pasada con nosotros en Curtis, de donde retornó definitivamente a la tierra de sus ancestros acompañada por Toñito, el benjamín que compartió siempre con Tito en especial su cariño.

Curtis, concretamente en la parte barrial que se conocía y supongo aún será hoy en día así, como El Empalme, en donde se alquiló una pequeña vivienda de un piso, que tenía un balcón en la fachada y en la parte trasera un reducido patio y una hermosa huerta, fue pues el lugar de reunión del clan familiar. Y en Curtis pudimos al fin comenzar con normalidad nuestros correspondientes cursos escolares. Elena la mayor, en la escuela de niñas, inscrita posiblemente en uno de los últimos de aquellos cursos obligatorios pues ya era una adolescente con la que solíamos pelearnos de manera frecuente los varones, sobre todo los gemelos y no tanto, a lo que yo recuerde Tito un año y pico mayor que nosotros y el "bueniño" de la casa; y tampoco se peleaba con ella Toñito, tres años menor que nosotros y, desde luego, el "mimo" de la casa: como lo siguió siendo siempre, dicho sea sin ninguna clase de inquina o carga peyorativa. Aunque también en diferentes grupos o cursos, asistíamos allí a la escuela regentada en aquellos años por el maestro nacional don Eduardo (Martínez, como me recordó aún no hace mucho Alberto) Por alguno de los más rancios álbumes familiares míos hubo, y no sé a donde puedan haber ido a parar, unas clásicas fotografías en que aparecemos los cuatro "Plateros", muy abrigados y sentados en derredor de nuestros maestros.

Pero, en realidad lo que yo pretendo rememorar aquí es el episodio aquel de cuando ví "y sentí" por primera vez un gasógeno, uno de aquellos armatostes que de alguna manera evocaban al que estuviese impuesto en la materia estrambóticas maquinas cuales los alquitrabes de los destiladores de licores y a mí me hicieron recordar a los viejos y trepidantes motores de las "malladoras".

Eran unos complicados aparatos que por aquellos años de penurias de la posguerra estuvieron usándose algún tiempo amarrados, adaptados a las partes traseras de los vetustos automóviles, muchos de ellos restos aprovechables de la aún reciente contienda bélica, tanto particulares y propiedad recién adquirida de algún ricachón de la comarca y que así como los pesados camiones Krup o los más livianos Hispano-Suiza aparecían de cuando en cuando rodando por la carretera sin asfaltar de El Empalme o por la que a la altura de la iglesia parroquial poco más menos ya adoquinada era la calle única y principal de Curtis y se terminaba frente a la vía férrea en lo que se conocía como Curtis Estación.

Y fue precisamente en El Empalme cerca de donde nosotros vivíamos, que yo, con alguno de mis hermanos, un vecino y camarada apellidado Lata y un camarada de nuestra edad que se llamaba como yo y era el sobrino o nieto de los dueños de la única tienda-taberna-café-bar y mesón que en el cruce de carreteras había y que, además, era parada obligada de los coches de línea "Pereira" de Coruña a Lalín y viceversa y los "Castromil" o de la RENFE que enlazaban Curtis Estación con Santiago. Como Curtis era, y lo sigue siendo todavía plaza feriada los días 9 y 23 de cada mes, aquel Empalme era bastante transitado, por lo que creo que había por allí una clásica pequeña maquina de abastecimiento de gasolina por bombeo pintada de rojo, una esfera graduada y unos curiosos botellones como vasos comunicantes con largas mangueras para el suministro del combustible almacenado en unos bidones metálicos a su vera, pero de cuyo material petrolífero apenas se podía suministrar por su escasez.

Aquella invernal tarde que ahora estoy rememorando, no cargaba gasolina el destartalado automóvil que estacionado junto el amplio soportal desde el que se accedía a la taberna desde luego no sería ningún Rolls-Royce o Bugatti de lujo sinó más bien y posiblemente, por la época, un Peugeot, Citroën, Hispano-Suiza, Ford, Fiat o Buick tipo berlina o limosina y que, desde luego nosotros los niños no sabríamos identificar.

Nosotros no vimos a nadie bajarse del vehículo aunque se podía deducir que acababa de llegar pues la superficie cilíndrica especie de caldera que en posición vertical llevaba el coche sujeta a su carrocería estaba todavía rojiza, con esa tonalidad como de pulpo cocido que adquieren las planchas de hierro al soportar muchos grados de calor.

Y precisamente fue aquella alta temperatura manifestada por el vapor que exudaba la que llamó más de inmediato nuestra atención y que a mí me hizo recordar a los altos y cilíndricos depósitos que tenían las mujeres que llenar y rellenar continuamente y eran las calderas de refrigeración de los motores de gasolina que había visto una y mil veces allá en la aldea por los veranos cuando se "mallaba" el centeno y el trigo. Motores muy viejos y baqueteados, petardeantes en sus irregulares explosiones mantenidos en funcionamiento por mecánicos de monos remendados y recosidos y manos sucias y grasientas que sujetaban un puñado de estopa y andaban alrededor del conjunto afincado a tierra con unas estacas; mecánicos que invariablemente nos encandilaban a los niños, que soñábamos con ser como ellos de mayores. Aquellos motores con su monorrítmico pistoneo hacían girar a unos grandes volantes que a su vez eran los que arrastraban la polea, de peligrosos coletazos cuando se rompía en funcionamiento que era bastantes veces, correa de transmisión de varios metros de longitud que a su vez hacía girar el eje de la máquina desgranadora, la "malladora" de característico zumbido identificativo de la faena agrícola y que saltando de aldea en aldea llenaba muchas jornadas del verano rural.

Pues bien, allí en El Empalme de Curtis, en aquella ocasión evocada de mi niñez, me llamó, nos llamó a los niños que allí estábamos mucho la despierta atención aquella novedad mecánico-química llamada "gasógeno".

Naturalmente que hubo de ser años después que, estando ya ingresado en la Escuela de Aviación de La Virgen del Camino en León conocí de forma teórico-práctico mucho más sobre aquel socorrido invento, me parece que español, que sin haber olvidado yo el episodio del "gasógeno" o productor de gas y era término aplicado al aparato capaz de producir la gasificación de un combustible sólido o líquido bajo la acción del aire o del oxígeno, con añadido o no de vapor de agua; aparato que en la década de los años cuarenta se llegó a instalar en España a los automóviles con el fin de, por la escasez de la gasolina, producir carburo de hidrógeno a emplear como carburante. El ingenio era en definitiva como un horno alto que se cargaba por la parta de arriba con leña (o carbón coque) y que recibía por la parte inferior una continua corriente de aire lo que producía en la quema total por debajo un anhídrico carbónico que al atravesar a su vez las capas más altas de la combustión del fuego era reducido por ella transformándose en óxido de carbono y, debido al intenso calor logrado al volatizarse algunos hidrocarburos de la hulla de las capas superiores que se mezclaban con el anhídrido carbónico no reducido y con el óxido de carbono producían lo que químicamente se le llamó "gas de aire", que se mezclaba con el aire de gasificación ya indicado; de todo lo cual se obtenía un "gas mixto" o "gas pobre" que, en definitiva era el que se empleaba en los motores de explosión, entre otras aplicaciones. Aquel aparatoso tipo de gasógeno se componía de una tolva o caldera, un quemador de aire, una caja de polvo u obturador de cenizas o depurador y un mezclador automático del gas producido y el aire que con unas mangueras se conectaban la parte posterior con el motor en sí de la parte delantera.

¡Uf!. Tengo que confesar que los datos descriptivos precedentes los he tomado de la única libreta de anotaciones de Tecnología Mecánica y Física y Química que conservo entre mis papeles de cuando estuve en la Escuela de León.

Pero, después de tanta divagación volvamos a mi iniciado relato.

Era aquella una tarde gris, plomiza y bastante fría, de pleno invierno. Aunque, preciso es reconocer que siempre hacía menos frío, en aquellas altitudes cuando había nevado que antes de empezar a nevar.

Había nevado de forma copiosa la tarde anterior y nevara también de forma intermitente por la noche y al amanecer. La nieve lo cubría todo con su blanco manto y en algunas partes en un grosor de más de cincuenta centímetros aunque a medida que avanzaba la mañana y merced a un sol tibio que asomó por varias veces entre el conglomerado de las nubes ya se iba derritiendo. No obstante, había sido tanto su peso sobre los tejados de las casas que de cuando en cuando aún se podían oír inquietantes crujidos y fue más de un vecino que anduvo presto a sacudir todo lo que se podía aquella masa nívea en las curvas tejas de las que ya pendían traslúcidos carámbanos de hielo. Los árboles de hoja caduca, tales como los castaños de indias que bordeaban la carretera, los castaños y los robles de los prados chorreaban continuamente agua desde sus desnudas ramas y al contrario, la nieve permanecía persistente cubriendo las copas de los árboles de hoja perenne cuales los pinos, los eucaliptos y los cipreses,los tojos del monte aledaño, las zarzas de los muros bajos, la yedra de alguna pared y las plantas y los arbustos de jardín, creando en algunos casos colgantes carámbanos de hielo al irse derritiendo.

Las aceras de los bloques o manzanas de casas, amontonándose la nieve ya sucia en algunos rincones se habían limpiado lo mejor posible de tan espeso manto y de los lodazales que se habían ido formando al paso de las personas de y de los animales domésticos. No obstante, a aquellas primeras horas de la tarde eran pocas las personas mayores que transitaban en el exterior, aunque no así la chiquillería que, libre de cargas escolares debido a la inclemencia del tiempo, correteábamos, nos peleábamos unos con otros, brincábamos y retozábamos lo más posible.

Por la calle y carretera principal de tránsito rodado a la vez, justamente las roderas dejadas por el desplazamiento de algunos pesados camiones y coches de línea con sus enormes ruedas de cubiertas a veces ingeniosamente remendadas con alambre y habilidad habían ido dejando una especie de vías paralelas bien definidas y nieve prensada, pistas que resultaron hechas como a propósito para patinar, ser usadas por la alegre y alborotadora chiquillería arropada con bufandas y prendas de abrigo, narices y mejillas coloradas, etc. Pistas de patinaje perfectas que más de uno valientemente una y otra vez recorrió aquel día cuesta abajo, es decir, de El Empalme hacia Curtis Estación,empleando para ello simples tablas como esquís, otros alguno de los patines o patinetas toscamente construidos por nosotros mismos y otros más patinando simplemente, "a pelo" con los zuecos de piso de madera o los gruesos zapatones de suela como improvisados patines...

Así fue que, en realidad no me ha hecho falta el forzar mucho la imaginación del recuerdo para suponer ahora que aquella hubo de ser una alegre y despreocupada jornada de obligado asueto colegial. Aunque para mí al menos, terminó siendo menos alegre, despreocupada y festiva,... Por mi propia culpa, naturalmente.

Quedamos en que estábamos jugando aquella tarde unos cuantos muchachos junto a la taberna de El Empalme y acabamos centrándonos en derredor de aquel viejo automóvil con su llamativo artilugio que realmente parecía como un anómalo pastiche o agregado.

Y sucedió que en tanto el "chaufieur" o conductor y posibles pasajeros de tan llamativo vehículo motorizado permanecían en el interior de la taberna-bar, etc., a nosotros que curioseábamos alrededor suyo pronto nos llamó la atención el comprobar que aquella enorme caldera metálica de combustión permanecía a gran temperatura, caliente, caliente y estaba casi al rojo vivo en aquella tarde gélida, grisácea e invernal propia de la temporada y de la comarca, de luz solar un tanto cenicienta y opaca y amenazadoras nubes, unas de color plomizo y otras blancas y conglomeradas n formas fantásticas de caprichosos castillos y que parecían avisar que aún habría más jornadas de fríos, hielos y nieves.

Y en aquellos momentos a mis camaradas de juegos y a mí no se nos ocurrió cosa mejor para seguir con juegos que empezar a escupir sobre la candente, cárdena plancha de la caldera; escupitajos que de inmediato producían graciosos chirridos cuales los de un huevo al ser abierto y caer su contenido en el aceite hirviendo de la sartén en que se vá a freír.

Siendo allí cinco o seis muchachos, todos a escupir con fruición fueron muchas las escupitinas sobre aquel gasógeno, que a continuación fueron sustituidas por puñados de nieve, que hacían reír alborozadamente lo mismo, aunque cada vez era ya menor el efecto que buscábamos con nuestros puñados y pelotazos de tan en aquellos fecha y lugar abundante "munición". LO que acabó aburriendo a mis compañeros del infantil juego que lo fueron dejando hasta que sin yo advertirlo me quedé solo, apuñando y amasando nieve y lanzándola y aún frotándola por algunas zonas en que parecía haber todavía reacción, cuando la realidad era que ya estaba completamente fría la caldera de aquel automóvil.

Y de repente sentí que era a mí el que se me helaba la sangre en las venas al oír a mis espaldas un alarido como exclamación.

_ ¡Ay, me cajo na hospitalera!... ¿Que me ficheche, rapaz do carallo?...

Seguido de una mano grande y fuerte, de dedos como garras que me sujetó con rudeza por un hombro. Y un hombretón, cubierta la cabeza con una negra boina, enfundado a medias el recio cuerpo en un tabardo forrado con piel, me zarandeó sin compasión al tiempo que me gritaba frenético y barbotante unas palabras de las que nada más pude entender en medio de mi creciente terror:

_...O meu jasógeno. ¿Como encendo eu agora o motor sin o jasógeno, me cajo no carallo?...A teu pai llo vou a dicir... Mais, denantes, ¡toma, jalopín!

Y me arreó tan gran bofetón que me tumbó al suelo unos metros más adelante, sobre el muelle colchón de la nieve allí ya ensuciada y pisoteada. Aún quiso aquel energúmeno rematar la faena propinándome lo que sin duda iba a ser un contundente puntapié pero que yo, no sé todavía ahora como, aterrado como estaba, logré esquivar y, primero a cuatro patas y luego incorporándome a trompicones, me alejé de allí a la carrera sin mirar atrás, en tanto que un panal completo de abejas me zumbaba en el oído castigado. Saltaba lo mejor que podía, como un conejo sobre la nieve, sin siquiera preocuparme de lo que había sido de mis hermanos y amigos, al mismo tiempo que seguía sonando a mis espaldas entre gritos, amenazas y maldiciones aquella palabra de "jasógeno", gasógeno, que, como bien se puede suponer, no hube de olvidar en mucho tiempo.

Sin embargo, por lo que yo recuerde del episodio, no creo que nadie contase aquella malaventura a mi padre, pero lo cierto es que su recuerdo, una vez avivado, aún permanece fresco en mi memoria. Y hoy, al leer algo al respecto me he sentido empujado a sentarme ante el teclado del PC para así añadir este evocado recuerdo a mis "vivencias" o relatos.

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