22 de diciembre de 2010

EL ANCIANO, EL NIÑO Y EL MOVIL

Un cuento de Carlos Platero

Primera parte

_ ¡Riiin, riiin, riiin!

Suena reiterativo el timbre de la puerta de acceso del zaguán, en el piso, excepcionalmente bajo, en esta zona de la barriada en la que los bajos o primeros suelen estar ocupados por locales comerciales u oficinas.

El anciano, que se mueve con lentitud, con un principio de prevención, antes de descorrer la manilla de la cerradura echa una ojeada a través de la mirilla insertada en la puerta de recios paneles de madera.

Desde hace ya algún tiempo vive solo, se arregla para ello como puede pues no quiere depender de nadie, a pesar de que, hallándose en situación de viudo desde hace bastante tiempo, ya cuenta más de ochenta años de edad. Pero todavía puede atender sin grandes problemas a sus necesidades personales más perentorias y no ha aceptado la oferta reiterada de que lo visite y atienda alguna persona componente de la Asistencia Social Municipal local porque todavía se siente capaz de vivir independiente sin pasar por grandes problemas.

No obstante, el anciano solitario paga religiosamente a una mujer ya mayor que, al menos una o dos veces a la semana le hace limpieza de la vivienda, se ocupa del lavado y planchado de su ropa y asimismo le atiende en alguna que otra emergencia que se le ofrezca. El, como funcionario del Estado ya jubilado se considera satisfecho y hasta en cierto modo afortunado con la modesta pero segura pensión que percibe, que le da para cubrir gastos, para vivir sin grandes alharacas pero también sin estrecheces.

Si hay algo que en verdad lo define, aunque él no quiera reconocerlo es que siempre ha sido hombre de genio pronto, lo que con el paso de los años ha pretendido domeñar, aunque no lo ha logrado nunca del todo y de cuando en cuando “se le enciende la sangre en las venas”, como él se dice a si mismo.

Por ejemplo, en este día de la Festividad de Reyes, como en fechas parecidas anteriores ha salido con su hijo y su nuera a comer en alguno de los restaurantes de las afueras de la ciudad, invitado por ellos como viene siendo, si no habitual si de cuando en cuando y en fechas festivas.

¡Que calzonazos es Adrián, el hijo y como lo domina y hasta humilla Marta, su esposa!

Lamentablemente para el anciano que en los últimos tiempos sobre todo ha añorado la existencia de algún nieto, heredero de su carne y de su sangre, la pareja no ha logrado tener hijos, lo que, según piensa el anciano aún ha agriado más si cabe el mal carácter de que ella suele hacer gala cuando quiere.

Y ha convertido en más mansurrón y acomodaticio a Adrián que en la actualidad, alrededor de los cincuenta años de edad parece pasar ya de todo en esta vida. Antes, cuando todavía vivía la madre, el solo y a veces los dos solían acudir de cuando en cuando a visitar a los ancianos y viajaban algo, pero ahora, ni visitas ni viajes y tan solo, de pascuas a ramos lo hacen, aunque si siguen invitando a padre y suegro el seis de enero. Adrián, empleado de banca, en los ratos de ocio, más que a visiteos se dedica a la colombofilia, la cría y cuidado de unas cuantas palomas mensajeras que mantiene en un rústico palomar en el ático de su vivienda; y Marta, criticona de todo y contra todo, lo mismo acude con asiduidad al cine de la vecindad y parece disfrutar con su soledad, que se queda en su casa, sin apenas rozarse con los conocidos o vecinos, pasando horas y horas ante la televisión viendo alguna rancia película o escuchando la radio hasta que se queda dormida pues, desde luego, apenas si tiene trato con alguna persona amiga o familiares cercanos que la aguanten impertérritos.

Y dado el carácter fuerte y arisco de nuera y suegro, bastantes han sido las trifulcas verbales entre ellos, en cuanto ha surgido la más mínima chispa de discordia, siempre ante la pasividad del hijo y marido, aunque últimamente han sido menos.

La doctora del Centro Médico de la Salud que atiende al anciano le ha recomendado reiterativa que procure evitar todo acto de violencia reprimida, de enfurecimiento contenido y aún de simple enojo con los demás si no quiere sufrir alguna mala consecuencia puesto que tiene el corazón algo debilitado. Que sin quererlo le puede sobrevenir una angina de pecho, un ataque cardíaco o una isquemia, por lo que debe de huir de hacer mucho ejercicio, de pasar frío, de tensiones emocionales o de comidas copiosas.

Es por lo que el anciano evita también él el contactar con el matrimonio pese a que a veces sienta un tanto entristecido la soledad de viudez en que vive. Por tal motivo aunque a regañadientes accede a salir con ellos a comer; “aunque sea una sola vez al año”, se dice al claudicar. Como ha ocurrido en la presente ocasión en la que el anciano evoca un tanto enternecido aquellos tiempos cada vez más lejanos pero presentes en el recuerdo en los que la madre, ahora ya difunta y él invariablemente, después de la Noche de Reyes agregaban a los posibles regalos de los Magos entre los tres, un almuerzo o en la ciudad o en las cercanías. Padres e hijo alrededor de una mesa bien surtida de variadas viandas, con lo que, a su manera se sentían felices y contentos en aquellos momentos.

Pero Adrián, siendo ya algo mayor, al fin se casó con una compañera de tareas laborales,... un poco a disgusto de sus padres que nunca congeniaron con la novia, la prometida y al fin nuera que se les adentró en sus vidas y que pronto se descubrió como una mujer adusta, de fuerte y agrio carácter, de mal genio constante que se acrecentó cuando la pareja supo que no podrían tener hijos: que motivaba más y más enfrentamientos y discusiones, lo que inevitablemente alejó a los dos ancianos, pues nunca hubo posibles avenencias entre nuera y suegros.

Aunque ocurrió que como única concesión a la costumbre paterno filial establecida desde años atrás, el Día de Reyes, un matrimonio unas veces y el otro otras se invitaban a comer y pasar el mediodía juntos, en un almuerzo comunal que pretendía ser referencia de mutuo buen querer. Y sucedió que la esposa, madre y suegra en una pieza, falleció en plena madurez y el matrimonio joven por una u otra causa se fue distanciando del viudo, por lo cual tan solo de cuando en cuando el hijo lo llamaba por teléfono para saber como se encontraba de salud. Marta no lo llamó nunca y de tal modo tan solo el vínculo del rito establecido de la comida conjunta en el Día de Reyes los unía al mantenerse a través de los años.

Pues todo lo expuesto es el motivo de que el matrimonio y el anciano se hayan encontrado esta tarde en el interior del automóvil conducido por Marta al tiempo que, como casi siempre discute con su marido acomodado a su lado en el asiento delantero derecho.

Detrás, un tanto encogido sobre si mismo, apoyando las sarmentosas manos en la empuñadura del bastón que ya es su habitual sostén como necesaria ayuda de cualquier tipo de movimiento corporal, el anciano, callado, parece dormitar como aletargado pero sintiendo en su interior como una ligera molestia, localizada en el plexo del tórax y siguiendo como sin querer la discusión, una más desatada entre Adrián y Marta, que masculla:

_ ¡No me digas más!... Siempre serás un derrochón y un Simplicio... No tenías que haberle dado esa propina al camarero.

_ Pero, mujer, -trataba de defenderse él – Que no fue para tanto, tres euros más o menos...

- ¿Que no fue para tanto...? Ni siquiera tuvo la delicadeza de ahuyentar aquella mosca pesada que nos estuvo rondando, que no me dejaba en paz.

_ Bueno; la dichosa mosca se alejó zumbando en cuanto yo levanté la servilleta, ¿no? Y el camarero, uno solo para los clientes que allí estábamos, yo creo que hacía lo que podía...

_ ¡Si!... Metiendo el dedo en la tacita del consomé, que yo bien que lo ví.

_ Pues yo no ví nada. – y medio volviendo el rostro hacia su padre, -Papá, ¿Qué dices tú del camarero?

Pero antes de que el aludido respondiera, volvió a la carga la enojada Marta

_ Hacía lo que podía... Tampoco supo traer otra servilleta para tu padre cuando le estaba cayendo la baba...

Aquí, el anciano se consideró activo para intervenir a su vez, e hizo como que se despertaba del sopor.

_ ¡Oye, Marta!... Que yo no me babeé, contra... Me salió algo de saliva de entre los labios, nada más.. ¡Pues no me falta más que me llamen baboso!

Y la mujer, espoleado su natural genio, insistía en tanto seguía aferrada al volante, conduciendo:

_ Si; baboso... No lo niegue. Que bien que se babea usted...Y se orina en los pantalones, que bien que se le notaba cuando regresó del cuarto de baño...

_ Bueno, bueno... _ intentó contemporizar el pazguato de Adrián.- Deja a papá en paz. Que bastante tiene con sus achaques.

¡Eso!... Tú llevándome la contraria siempre... Eres igualito que él... Pero es que tú, encima no tienes amor propio alguno..., _ y hubo de interrumpir su perorata al tiempo que daba un giro brusco con el volante para esquivar a otro coche que venía en dirección contraria.

El marido la reprendió:

_ ¡Mira como conduces ¡.. Casi nos atropellan.

El anciano, sobresaltado, sintió de nuevo como una aprensión, un molesto malestar en la caja del pecho. También notaba como se iba enardeciendo a medida que discurría el ambiente de crispación entre los tres pasajeros. No pudo contener un taco y una exclamación.

¡Carajo, Marta!... No sé como han podido darte a ti el carnet de conducir. – y aún reflexionó, nervioso – Si queréis discutir los dos y pelearos todo lo que os apetezca, para el coche para yo bajarme aquí mismo y así librarme de tamaño peligro a que me estáis exponiendo.

La conductora frenó con brusquedad el vehículo y se volvió hacia su suegro, el rostro encendido por la ira.

_ Si no le gusta como conduzco, quédese aquí, viejo estúpido.

El anciano, también enfadado de veras iba a decir algo pero su hijo, tratando de apaciguar a los dos contendientes verbales, quiso ser contemplativo.

Anda, anda... Arranca y sigamos que ya no falta mucho para dejar a papá en su casa... Y tú, papá, contén un poco tu lengua, por favor.

La mujer continuaba despotricando entre dientes, enrojecido el semblante, al tiempo que reiniciaba la marcha del coche. Y murmuraba entre dientes:

_ Tu padre se salva de que es un viejo decrépito y achacosos porque sinó, bien que me cagaba yo en todas sus barbas, por imbécil.

Y el aludido temblando ya de ira e impotencia, de rabia apenas contenida se reclinó más para atrás en el asiento, murmurando como para sí un audible “¡Vete a la mierda!” en tanto que a la vez se tocaba el tórax dolorido.

¡A la mierda se va usted y el alma que tiene!... ¡Pues, habrase visto!. – y sin dejar de conducir se volvía hacia su marido - ¿Lo has oído, Adrián?... A mi nadie me manda a eso y menos un viejo grosero y malcriado.

Pero el anciano ya no se apercibió con claridad de que el vehículo continuaba la marcha ni veía ni oía las gesticulaciones y los exabruptos que la mujer continuaba lanzando al tiempo que profería diatribas, insultos y palabras malsonantes en catarata, sin al parecer atender a su marido que, a su vez, trataba en vano de calmarla y no se atrevía a volverse para mirar a su padre.

Y así, procurando respirar y espirar con lentitud el anciano observaba que iba cediendo aquella molestia más que dolor interno del tórax y que acabó por suponer, ya más relajado que bien podía ser algo de indigestión por todo lo que había comido en el almuerzo.

Ya en la barriada residencial, el vehículo se detuvo ante la puerta del zaguán, apeándose el anciano que tras una apenas murmurada despedida cruza a la acera y accede al portal de su vivienda y a ésta, recostándose al fin, fatigado, en uno de los sillones de la sala de la entrada, todavía molesto de la discusión habida con su nuera.

En rincón de la estancia, sobre una mesita auxiliar, la oscura y brillante pantalla vertical de un ordenador parece estar haciéndole rítmicos guiños en fugaces destellos.

“¡Vaya, hombre!, - se dice para sí el anciano – Otra vez me he dejado encendido este trasto”

Porque, a pesar de su edad y de pertenecer a la mayor de las generaciones vivientes, hace algún tiempo que en su intento de modernizarse algo y a pesar de ya disponer repartidos por el piso, televisores, diversos reproductores de música y grabadores y aparatos de radio a pilas y eléctricos cuando falleció su mujer y para convencerse a si mismo de que podía y sabría estar actualizado en la novedosa era de la informática adquirió un ordenador compuesto de teclado, pantalla y torre y después de la precisa instalación por un técnico, poco a poco acabó entrando en la para él todavía intrincada y novedosa era de la más rabiosa electrónica.

Pues bien, cuando se disponía a levantarse para apagar la instalación del aparato, fue cuando sonó insistente el timbre de la puerta desde el zaguán.

_ ¡Riiin, riiin, riiin!



­­Segunda parte

Antes de descorrer el pestillo de la cerradura, el anciano, como tenía por costumbre, echó una ojeada al zaguán a través de la estratégica mirilla de la puerta y en principio no vio a nadie, pero luego si alcanzó a ver la parte superior de la pelambrera oscura y rizada de quien estaba oprimiendo el botón del timbre y sonrió para si al tiempo que franqueaba la entrada puesto que acababa de reconocer de inmediato al niño, hijo de la pareja que vivía en uno de los terceros pisos del inmueble.

Un arrapiezo de unos nueve o diez años de semblante simpático y sonriente, de tez morena y pelo rizado, ojos vivaces de escrutador mirar a través de los cristales de unas gafas cuyas patillas estaban unidas entre si por un cordón trenzado que habría de evitar cualquier pérdida por despiste de su usuario. Aunque más bien de constitución rolliza, bien se advertía que estaba en la plena edad infantil del crecimiento.

Aquel niño era amigo del anciano pues solía hacerle esporádicas visitas y al que, pese a su ansiada soledad, parecían no molestarle y, siempre que hubiese un natural respeto no le desagradaban aquellas muestras infantiles amistosas. En la actualidad era el único menor de las viviendas que daban al zaguán lo que le facilitaba una cierta impunidad en sus infantiles confianzas, siempre y cuando se atuviese a las normas elementales de convivencia.

El niño, muy modosito al principio, como solía proceder, se sentó en otro de los sillones que componían el tresillo de la sala de entrada y muy pronto le preguntó al anciano si los Reyes Magos y Papá Noel se habían portado bien con él. Luego, con la volubilidad propia de la infancia le mostró un aparato de fonía móvil de lo más moderno del mercado, a lo que parecía; aclarando que si se lo habían dejado los Reyes, aunque ya estaba algo usado pues su madre lo había pisado sin querer y al considerarlo medio estropeado para su función de comunicaciones se lo dio al niño para que jugase con él y practicase su uso, explicándole someramente como podía sacarle provecho y aún llevarlo al colegio como ya lo estaban haciendo otros condiscípulos suyos que de alguna manera le enseñaran a manejar tan provechoso juguete.

Y el niño, siempre dispuesto y espabilado explicó allí como con aquel móvil podía contactar inmediatamente con sus padres y aún con sus profesores, con algunos de sus compañeros, “más camaradas”, etc., etc. Y aún, contactar con la mismísima policía si lo precisase o él se propusiese, apretando así uno de los botones del artilugio como él hacía, estaba haciendo, ... Si alguien malvado se portara mal con él, queriendo abusar de su candidez e inocencia. Y al mismo tiempo que tanto decía, no cesaba de apretar botones, encender y apagar el aparato para mejor demostración gráfica y práctica, lo que acabó cansando de tanta verborrea un poco a su oyente que, con una medio sonrisa le indicó que reconocía que sí, que aquel pequeño trasto que se podía mantener o guardar en un puño era algo importante, pero que tanta “erudición infantil” acabaría por marearle.

Suave amonestación que al niño por un instante no pareció agradarle pero que, modoso al parecer, de inmediato abandonó aquella especie de juego. Luego, poniéndose de nuevo en pié se dirigió decidido al rincón en donde todavía permanecía encendido el ordenador y, sin más se sentó ante el teclado de mesa, dispuesto a manipularlo. Aunque, sin volverse, previamente interrogó:

_ ¿Tu sabes encontrar aquí una calle cualquiera que quieras conocer? ... Con el Google Earth, que el otro día me dijiste que tienes instalado, podemos ver como desde el aire nuestra calle, nuestro `parque...

_ Si; ya lo sé, chico. Pero, deja el ordenador quieto... ¿Vas a saber tú más que yo, porras? – hubo de amostazarse un tanto el anciano.

_ Es que yo encuentro la calle mejor que tú. En el colegio,... Y en mi casa lo hago siempre que quiero.

_ Puede que sí, pero aquí, no...¡Deja eso, te digo!... Caramba con el mocoso. – Decididamente, el anciano aún seguía de mal humor, como si todavía le quedasen dentro de sí algunos flecos de la desagradable discusión con su hijo y nuera en el coche.

Y entonces ocurrió lo más sorprendente del insólito episodio.

Aquel niño en apariencia modoso, obediente y educado se volvió a sentar decidido en el sillón que hasta entonces había ocupado. Se caló bien las gafas sobre la nariz chata, abrió una vez más la tapa del móvil que en todo momento conservara entre los dedos de una de sus manos y, por un instante pareció que se ensimismaba, que se reconcentraba en si mismo.

Luego, de repente el niño miró con fijeza al anciano y exclamó:

_ Tu me has insultado. Y con ésto así se lo voy a decir a mi padre... Y a la policía, que me protegerá.

El anciano que una vez más después de la ligera reprimenda pareció aburrido, se sobresaltó. Y vio estupefacto que la mirada del niño a él dirigida ya no era la de un travieso pero sumiso infante sinó la dura, cínica y reconcentrada de un adulto encolerizado, de un ser maligno y cruel por lo que sintió como si un frío estilete le atravesara la espalda; como un repentino escalofrío de aprensión y miedo que le recorría todo el espinazo, desde lo más bajo de la rabadilla a lo más alto del cerebro en el cráneo, como un ramalazo de verdadero pánico cerval. No obstante, todavía intentó reaccionar, barbotando:

_ ¿Que es lo que dices tú, crío del hinojo?...

Y el niño, serio frío y con acento resolutivo aún repitió:

_ Si; tu me has insultado y maltratado. Me he puesto en comunicación con mi padre y con la policía que vá a venir a por ti.

_ Pero, pero,... ¡Habrase visto! – ya iracundo, levantándose y señalando la puerta de entrada, bramó – Anda... ¡Lárgate, lárgate ahora mismo y que yo no te vea más!

Por un momento, el niño pareció titubear y como si se deshiciese de una máscara borró de su faz el gesto maligno por el del infante de tez morena recubierta de cabello negro rizado y trató de contemporizar sonriente.

_ Es un a broma,... Yo no quería asustarte.

_ Pues lo has conseguido, majadero – reconoció todavía enojado del episodio el anciano, que continuó, serio. – Anda, vete; Piérdete para tu casa ya y déjame en paz.

Y él mismo abrió la puerta que daba al zaguán por la que el niño con su móvil apretado en una mano pasó muy modoso y comenzó a subir por la escalera que lo conducía a la vivienda de sus padres en el tercer piso .

En aquel mismo momento sonó con insistencia el timbre de la calle y el anciano, sin cerrar la puerta de su vivienda pero ya dentro de ella preguntó por el telefonillo interior:

¿Quién es?

Y ante su repentinos sobresalto y asombro le contestaron:

­_ ¡Abra!... Somos la policía.

El pobre hombre con ademanes temblorosos y sin creérselo del todo, franqueó la puerta de la calle a una pareja, hombre y mujer uniformados de azul mahón y con el distintivo bien visible de la Policía Nacional. Luego, aún oyó como le llegaba desde lo alto de la escalera comunal el sonido de la risa de tonos diabólicos del niño que jugaba con el móvil su intrínseca, congénita maldad, antes de caer pesadamente al suelo por un mortal y repentino ataque cardíaco, ante el desconcierto y asombro de quienes allí acudieran por haberse recibido a través de un satélite de comunicaciones, apremiante llamada de auxilio a la Comisaría.

Las Palmas de Gran Canaria, marzo 2010