9 de abril de 2009

¡¡Ustéd es sacerdote!!

En Las Palmas de Gran Canaria, bajaba yo por la calle de Domingo J. Navarro hacia la Mayor de Triana. Caminaba en solitario, un tanto distraído, cuando observé delante de mí a una señora muy peripuesta, ya mayor, ciega o casi ciega que tanteaba al frente suyo con el reconocible e imprescindible bastoncito blanco. Como me pareció que pretendía atravesar la calle para acceder a la acera de enfrente, me apresuré a tomarla con delicadeza de un brazo y al tanto que oteé en rápida mirada si venía de la parte de arriba algún vehículo por esta por demás tranquila calle de una sola dirección rodada. En tanto que dimos los correspondientes cortos pasos ella me dijo que prefería caminar por aquella otra acera que la parecía más segura al estar flanqueada a su izquierda por los coches aparcados en zona azul.
Cuando se disponía la buena señora a reanudar la marcha, se volvió a mí con ese gesto un tanto ausente característico de los invidentes y, en lugar de darme las gracias como supuse que iba a hacer, me espetó en muy femenina curiosidad, aseverando más que interrogando:
- Usted es sacerdote, ¿verdad?...
¡ Vaya por Dios ! Caramba con la cieguita.
- ¡No, señora, no! - hube de protestar sonriendo.
Y ella, muy amable, recogió velas.
- Ay, perdone. Yo lo he supuesto, por su amabilidad y,... porque se me pareció su voz a la del superior de los franciscanos de ahí, de la calle Perdomo.
- Señora... Para ayudar al prójimo a cruzar la calle no es necesario ser cura católico, digo yo. Estoy casado y tengo dos hijos.
Y me alejé, riendo para mí mismo de la disculpable confusión de aquella buena señora invidente.
Carlos Platero Fernández

Letrero

Margarita mi esposa, mi hijo Carlos y yo habíamos comido, con inclusión de sabroso pescado en el menú, en uno de los varios restaurantes que ofrecen sus esmerados servicios en la mediterránea y andaluza villa malagueña de Nerja, la de las maravillosas cuevas o fantásticas grutas subterráneas en sus cercanías; y que, por cierto, ya nosotros, en tal ocasión con nuestra hija Margot también, habíamos visitado admirados años atrás.
En aquellas primeras horas de la tarde agosteña nos dedicamos a pasear un poco por las más típicas calles y callejuelas de la localidad, buscando al tiempo la apetecible frescura de sus sombras umbrosas en tanto llegaba la hora de regresar a Málaga capital.
Madre e hijo caminaban delante, platicando. Yo iba unos pasos detrás, disfrutando del pausado paseo y observando un tanto distraído algún que otro rasgo típico ciudadano que se me ofreciese a la vista.
Y he aquí lo que me hizo detenerme, leer y soltar la carcajada, admirando una vez más el fino sentido del humor del pueblo andaluz y llamando la atención de los míos, entre risas.
En una de aquellas aseadas casitas que denotaban su mucha antigüedad, terrera como la mayoría y pulcramente encalada, pintadas de rojo sus tejas, de negro sus rejas y de marrón sus puertas y ventanas que se adornaban con algún tiesto de claveles o geranios florecidos, en su fachada, junto a la puerta del zaguán que daba acceso a un pequeño y por lo que se veía alegre patio interior decorado con zócalos de morunos arabescos, compuesto por una docena de azulejos pintados y firmado por un A. Ruiz de Luna. Málaga, se leía: "En este lugar el día veintiuno de Febrero de mil cuatrocientos noventa y tres, durante el reinado fastuoso de Fernando de Aragón Padre de la unión de la Santa España y esposo de la gran Reina Isabel la Católica, no pasó nada".
Carlos Platero Fernández
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El mejor país

E L M E J O R P A Í S

Estábamos mi esposa y yo pasando unos días en Málaga, con uno de nuestros hijos. No es la primera vez que visito yo esta bella ciudad andaluza y mediterránea, pero la verdad es que me sigo despistando cuando transito sus avenidas, calles y callejuelas, fuera de "su casco urbano histórico".
Aquella mañana de finales de primavera, en la que, después de haber transcurrido casi todo el día anterior en medio de fuertes lluvias, se dejaba sentir el aire cálido, "terral" o "terralillo" típico procedente de las montañas de la serranía de poniente, acudiera a las cercanías de las respectivas estaciones de Autobuses y de Ferrocarriles, a una determinada Agencia de Viajes, en demanda de información para poder efectuar alguna corta visita turística tanto al Peñón de Gibraltar como a Tánger. Y, convencido de que sabría como dirigirme lo más recto posible a la céntrica Alameda en donde debería de tomar uno de los autobuses urbanos me metí por unas calles trasversales, pero acabé apercibiéndome de que no lograba dar con el popular paseo indicado, por lo que, desorientado, me atreví a preguntar como llegar hasta allí a un señor mayor, que, muy amablemente me indicó un tanto sorprendido que estábamos casi al lado, que continuase la dirección que llevaba durante unos metros más y, enfrente de los locales de una Emisora de Radio que allí se anunciaba, bajar unos escalones a mi derecha, cruzar la calle que me topara y así ya salía a la dichosa Alameda; como efectivamente así fue instantes después.
Pero antes de reiniciar mi camino, aquel servicial ciudadano, observada mi ignorancia del nomenclátor callejero malaguista me dijo, afirmando más que preguntando:
_ Por su forma de hablar, me parece que usted es de mi tierra.
Y yo, sonriente, advirtiendo que no tenía acento andaluz, muy en el papel de nativo de Galicia que soy, le pregunté a mi vez:
_ Y usted, ¿de donde es?
- De Zaragoza. - respondió.
Entonces, cargando el parlamento lo más posible y aún exagerándolo un poco con mi deje característico del gallego coloquial de trasterrado de muchos años, le dije:
_ ¡Pois eu sónlle da terra millor do mundo!
Y aquel buen señor remató el episodio con aire de convencimiento:
_ ¡Usted es de Portugal!
Carlos Platero Fernández

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¡Buena vida!

¡ B U E N A V I D A !

Cierta mañana me encontraba con mi hermano mayor, profesor y catedrático de geografía e historia él y entusiasta y aficionado publicista yo; y en aquel rato desligados ambos de nuestras respectivas esposas e hijos, en el lugar conocido como Puente Campaña de la parroquia y aldea de Mato, Palas de Rey, Lugo, reconociendo el terreno, buscando algún posible dato adicional, oral y tradicional con que reforzar algo más un extenso trabajo periodístico y revisteril que yo estaba pergeñando sobre la decisiva batalla de Porto de Bois por allí desarrollada en épocas medievales.
Un hombre de mediana edad, de boina y zuecos, apoyado con ambas callosas manos en el largo mango de una azada contestó lo mejor que supo y en su gallego nativo a nuestras preguntas sobre la toponimia del contorno.
El curtido labrador, al tiempo que nos informaba de lo que buenamente sabía al respecto, examinaba con ojeada crítica a aquellos para él curiosos y parlanchines forasteros, cincuentones y de figura rechoncha, de rasgos físicos casi iguales, ambos tocados con boina, vestidos con parecidos jerséis oscuros de cuello alto, pantalones arrugados y calzados con mocasines. E, indudablemente, sacó sus propias conclusiones.
Porque, al fin, sin poder contenerse, mirando a nuestros ropajes oscuros y de reojo a las cámaras fotográficas y sus estuches, prismáticos, blocs de notas y algún mapa mezclados en el asiento posterior del coche y una vez ya nosotros acomodados en él, metió el brazo por la ventanilla del lado del conductor, me palmoteó confianzudo en el hombro y exclamó en tono malicioso y admirativo a un tiempo:
_ ¡Que boa vida levades os cregos, carallo!
Carlos Platero Fernández

Por preguntón

P O R P R E G U N T Ó N

En uno de los, diríase que casi periódicos, desplazamientos a mi tierra natal gallega andaba yo reconociendo una vez más el interior de la medieval iglesia de Vilar de Donas junto al Camino de Santiago en la provincia de Lugo, contemplando admirado su planta de cruz latina, con tres ábsides y hermosa portada, baldaquín pétreo, pinturas murales, sepulcros varios de caballeros santiaguistas, etc. Y, claro está, preguntando esto y aquello, con el tono de voz adecuado al lugar, a una o dos paisanas ya mayores que andaban por allí adecentando altares, limpiando imágenes y barriendo el historiado enlosado piso.
Y una de aquellas señoras, quizás ya un tanto cansada o aburrida de mis inquisitivas preguntas, al responderme acabó espetándome de forma rotunda una coletilla en su gallego coloquial:
_ Elle de San Salvador...¡Pra que o sepa pra outra ves!
Carlos Platero Fernández
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