28 de septiembre de 2010

La "cuarta" ermita de Santa Catalina en Las Palmas de G.C

(fragmento de la obra "SANTA CATALINA EN CANARIAS", obra inédita de Carlos Platero Fernández



En los planos que de Las Palmas se estuvieron confeccionando a lo largo de los siglos XVIII y XIX, cuales el de José Ruiz de 1773, a los dilatados terrenos que se extendían al norte, más allá de las murallas de la ciudad se los estuvo denominado, además de Vega o Huertas de Santa Catalina, también de forma genérica como de Los Arenales

Y en algún lugar entre las huertas, solitaria aparecía señalada con una crucecita la ermita de Santa Catalina, bastante alejada del castillo de su nombre aunque relativamente próxima a unas fuentes, manantiales o pozos de aguas medicinales que también se conocieron como de Santa Catalina, que llegaron a gozar de fama y originaron un balneario muy concurrido en su tiempo, sobre todo por los ingleses que ya estaban acudiendo a las islas en demanda de salud y que supieron pronto apreciar la categoría excepcional de sus aguas termales, localizadas al sureste de las vega y playa de Las Alcaravaneras.

Aquella cuarta ermita ya conocida en el pleno siglo XIX y de la que hoy en día sabemos como era entonces gracias a una magnífica fotografía tomada alrededor del año 1890, fue de la misma traza sencilla que las otras muchas extendidas por la geografía de las islas, localizadas en pleno campo, alejadas de poblados y por lo general anexadas con otra reducida edificación que era la residencia habitual del santero y ejercía de almacén para los donativos en especie que los campesinos llevaban a ella en la festividad patronal respectiva para pagar promesas hechas en momentos de tribulación o desgracia. La ermita, según las referencias que existen, estaba en medio de fincas de labranza y era punto de encrucijada obligada de senderos y caminos vecinales del contorno.

¿Cuando y por qué fue trasladada, "trasplantada" la cuarta y última ermita desde su anterior y mal que bien identificada localización al poniente del tiempo ha ya desaparecido castillo o bastión fortificado por sus inmediaciones en su día construido?...

El específico tema de la ermita de Santa Catalina en concreto y de las ermitas canarias en general, salvo algún meritorio intento, no ha sido tratado aquí en profundidad, sobre todo en estos últimos cien años que, por otra parte han sido pródigos en distintas investigaciones de canariólogos y canariófilos, que de ambas especialidades ha habido.

Si de las ermitas canarias, de alguna de ellas o de un determinado grupo en particular algo ha aparecido en libros, en revistas o en la prensa local y acaso señalado en algunos planos y mapas de las islas, no es desde luego de la sencilla, humilde y aparentemente olvidada de Santa catalina en Las Palmas de Gran Canaria.

Lo que, muy posible ha sido causa de que, sin pararse mientes en la incongruencia que se comete o por real falta absoluta de bibliografía, los autores canarios que han citado de pasada a la ermita destruida por los corsarios holandeses en el siglo XVI la confunden con la actual, como si esta hubiese sido reedificada en el mismo lugar que las anteriores. Dato que resulta erróneo a todas luces y, máxime si se tomó como referencia la vecindad de lo que fueron la Punta de La Matanza y el Castillo que por allí se alzó, que distan más de un kilómetro de la actual.

En los "Anales" manuscritos e inéditos que yo sepa de Agustín Millares Torres, en una concisa anotación correspondiente a los del año de 1723, más bien a sus meses finales, llamada al margen con la palabra "ermita", se lee: "Continúa la construcción de la Ermita de Santa Catalina en los Arenales de Las Palmas por haber invadido las arenas la que antes estaba frente al castillo de su nombre, fabricada en 1613 sobre las ruinas de otra más antigua".

Por tales fechas era obispo de Canarias, con residencia casi fija en el convento de los franciscanos de Santa Cruz de Tenerife, Lucas Conejero de Molina, que lo fue desde el año 1714 al de 1724 y, sin duda, hubo de ordenar o autorizar la nueva construcción.

Bien es verdad que, según se ha podido comprobar en más de una ocasión las anotaciones de los "Anales" de Millares Torres, a veces no han resultado muy dignas de crédito. Y, además, si bien se mira, la datación de la información encontrada contrasta un tanto con lo que en el año de 1775 escribía el ya citado cronista Romero y Ceballos en el texto más arriba transcripto.

Pero, abundando en el tema, cabe también el suponer que lo que quiso decir en realidad aquel minucioso cronista local fue que vio a la otra ermita, la tercera, ya medio sepultada por las arenas e inservible para el culto. Que es lo que parece indicar, acaso más certero el doctor Chil y Naranjo al informar sobre el lugar, como también hemos visto ya.

El asimismo mencionado Domingo J. Navarro dijera a su vez del terreno en que se alzó la primitiva ermita de Santa Catalina pero sin mencionarla explícitamente y al informar al viajero que en su tiempo, principios del siglo XIX se atreviese a recorrer el trayecto de Las Palmas al Puerto o viceversa: "Vas a atravesar una legua de desierto de arena que tiene como el africano sus movibles montañas, sus llanuras y sus depresiones; a veces también su calor infernal y hasta su símil de su horrible simoun si soplan fuertes vientos del sur, sin camino ni vereda" ...

En la ermita de nuevo enclave, como asimismo informó Millares Torres, predicó, entre otros aquel benemérito sacerdote grancanario nativo de Agüimes llamado Antonio Vicente González, párroco de la iglesia de Santo Domingo en Las Palmas y fallecido en plena juventud cuando lo de la mortal epidemia del cólera morbo que asoló a la isla de Gran Canaria en el año 1851.

Habiendo estado al cargo de este benemérito sacerdote el atender en tan calamitosos tiempos a los cultos católicos debidos en las ermitas de Los Reyes, San Juan y San Antonio Abad, procuró con gran celo apostólico y humanitarismo cristiano el solemnizar en ellas las festividades de costumbre. Y, después de haber colaborado siempre entusiasta en las misiones isleñas del famoso Padre Claret, fue nombrado por la Junta de Doctrina Cristiana del Obispado para explicar dicha materia en la iglesia de San Ildefonso y en la ermita de Santa Catalina de Los Arenales, en la de San José y en su propia parroquia de Santo Domingo, lo que estuvo realizando infatigable, pasando raudo de uno a otros templos en todos los días que comprendieron a La Cuaresma correspondiente al año 1849. Y aún, en la ermita de San Cristóbal reedificada por aquel entonces más allá del humilde barrio sureño de Las Tenerías en la que supo estimular a las prácticas religiosas a los hijos del popular barrio marinero que también se conocía como de Los Barquitos, estableciendo premios que él mismo aportaba.

Aquel animoso y activo sacerdote debió de ser de los últimos en practicar y fomentar el culto religioso en la ermita de Santa Catalina. Cultos que a partir de entonces y durante bastantes años se estuvieron celebrando en Las Palmas y de manera más o menos habitual en iglesias y ermitas como por ejemplo en la Catedral, San Antonio Abad, Santo Domingo, San Agustín, el Seminario Viejo, San José, San Roque, San Cristóbal, Espíritu Santo, Los Reyes, San Juan, San Martín, San Ildefonso, San Francisco, San Justo, San Nicolás, San Bernardo y San Telmo y luego en la ermita de Nuestra Señora de La Luz que se convertiría en iglesia parroquial a principios del siglo XX.

Como una confirmación más del nuevo emplazamiento de la ermita de Santa Catalina, en el "Diccionario Administrativo" de Olive, publicado en el año 1865, se especificaba: "Santa Catalina.- Ermita situada en el t.j. de Las Palmas, p.j. de idem, isla de Gran Canaria y dista de la c. del d.m. 2 km., 468 m.,". Lo que sitúa perfectamente a esta cuarta u "otra" ermita que es la que hoy se conoce.

En fin, ermitas desaparecidas, ermita actual de Santa Catalina, en principio solitaria entre huertas y eriales aunque, paulatinamente y, sobre todo, a raíz de ser abandonada del culto a mediados del siglo XIX, fue creciendo a su alrededor un conglomerado de fincas rústicas y algunas viviendas de labranza que ya más tarde se sustituyeron en hermosas mansiones para parte de la colonia extranjera, hasta tal punto que el núcleo urbano por allí surgido acabó conformándose en lo que hoy en día se conoce como la Ciudad Jardín palmense.

Por el año de 1957 se terminó de restaurar la ermita al encontrarse comprendida en el complejo arquitectónico del Pueblo Canario concebido por el pintor y proyectista Néstor de la Torre a la vera del Hotel Santa Catalina también reformado pero cuya inauguración arranca del año 1890 en que fuera construido en terrenos de los denominados Jardines Swanton.

En la actualidad con sus hermosos murales decorativos obra del pintor grancanario Jesús Arencibia ocultos tras unos paneles esta cuarta ermita de Santa Catalina de Alejandría subsiste dedicada a otros menesteres ajenos por completo a su objetivo inicial.

La "tercera" ermita a Santa Catalina en Las Palmas de G.C.

(fragmento de la obra de Carlos Platero Fernández "Santa Catalina Mártir en Canarias", todavía inédita

La robusta edificación almenada del Castillo de Santa Catalina levantado alrededor del año 1643 en la ya denominada popularmente como Punta de La Matanza hubo de ser durante mucho tiempo mudo testigo y solitario compañero de la nueva ermita de Santa Catalina, fabricada por el año de 1613 en terrenos localizados un poco más al oeste de los que ocuparan su predecesoras, en un pequeño altozano, dando frente al mar. El pequeño templo tuvo ya dos edificaciones anejas, la una que sirvió como vivienda del ermitaño o santero que la cuidaba y celaba y la otra como ocasional albergue de las gentes devotas que solían acudir con bastante regularidad para pagar alguna promesa hecha a la santa patrona en momentos de tribulación, así como a los numerosos romeros congregados en el día de su fiesta, en el mes de noviembre pues por ella parecía el pueblo de Las Palmas sentir especial devoción.

La situación casi exacta de aquella tercera ermita se puede apreciar con buena precisión en el plano correspondiente a la zona de los Arenales e Isleta levantado y trazado minuciosamente por Pedro Agustín del Castillo León Ruiz de Vergara o sus amanuenses a mediados del siglo XVIII.

Aparte del dibujo esquematizado y sencillo pero claro y definidor del indicado plano que resulta muy detallado, no se ha encontrado constancia gráfica o documental de como eran la planta y la estructura arquitectónica de dicha ermita, ni tampoco referencia cierta alguna acerca de que imagen o imágenes, representaciones en tabla o lienzo hubiese allí en su altar o interior para la veneración de los fieles.

Aunque es de suponer que existiría al menos alguna talla de madera, terracota o pintura de Santa Catalina de Alejandría, igual o parecidas a las que ya se estaban conociendo por el resto de la isla y aún por el archipiélago en general.

La construcción, la obra de aquella tercera ermita debería de asemejarse a aquellas otras que, en las afueras de las reducidas y desparramadas poblaciones isleñas o en determinados lugares estratégicos despoblados se habían estado alzando, se alzaban por toda la geografía isleña a la mayor gloria de Dios, de su Hijo, de la Virgen y de los Santos como símbolo perenne y manifiesta demostración de fe y las creencias del pueblo canario de entonces con raigambre tradicional religiosa cristiana.

En muy pocas ocasiones pues aparece la tercera ermita de Santa Catalina en Las Palmas representada en los dibujos y bocetos, mapas y planos de la época, por demás escasos e incompletos y que, en todo caso, se orientaban más a señalar las fortificaciones que hubiese con las poblaciones muy esquematizadas.

Algunas de aquellas muy reducidas referencias a la susodicha ermita de Santa Catalina situada entre la ciudad de Las Palmas y el Puerto de la Luz, como perdida en los páramos y junto a los arenales que ya se iban formando amenazantes en su torno, son las que dejó en su día el Padre José de Sosa, escritas alrededor del año de 1678: ... "En este mismo puerto de la Luz, una milla poco más apartado de este castillo está otro llamado de Santa Catalina. Tomó el nombre de una iglesia de la misma santa que está fabricada cerca de él, poco más o menos de un tiro de mosquete la tierra adentro, porque él está fundado en la misma ribera del mar sobre un marisco muy sólido".

Otra clara referencia se encuentra reflejada en un informe de la época pues a finales del siglo XVII, en los tiempos de la vacante del obispado de Canarias al haberse marchado el titular Bartolomé García Jiménez en el año 1690 y antes de ser nombrado para ella Bernardo de Vicuña y Zuazo en 1692, eran tales las tensiones habidas en el seno de la Iglesia en Canarias que hubo denuncias y protestas continuas a La Corte. Y una de ellas, según detalló el investigador jesuita Luis Fernández Martín los denunciantes se quejaban de que, entre otros casos,... "no había sermón en la ermita de Santa Catalina que está junto al castillo y playa donde siempre la han visto los pastores que asisten en la Isleta con sus ganados y los marineros y gente de mar pasajeros que están para embarcarse e ir a las islas y los devotos de la imagen en esta ciudad".

El viajero y comerciante George Glas, que recorrió las islas Canarias en la segunda mitad del siglo XVIII dejó anotada la siguiente descripción: "El lugar de desembarco (en Las Palmas) se encuentra en el mismo recodo de la bahía, en donde generalmente el agua está más tranquila, que un barco puede estar anclado de costado en la playa, sin riesgo alguno. En este punto hay una ermita o capilla, dedicada a Santa Catalina; y un castillo, armado con cañones, pero sin potencia alguna".

También facilitó noticia de la ermita el curioso escritor y cronista local que fue Isidoro Romero y Ceballos que escribía en el año de 1775: "El camino que hay desde aquí (la Isleta) a la ciudad es llano pero por medio de penosos arenales blancos, muy movedizos y llenos de montañas formadas de la misma arena, bien que ésta es como una faja que atraviesa a lo largo de la orilla del mar y a lo ancho como un tiro de mosquete y como casi desde el mismo puerto a una cadena de cerros que llegan hasta la ciudad cerca del mar; las faldas de éstos antes de unirse a las arenas ofrecen un espacio de tierra sin mezcla de arena, que por regarse con varias acequias y tener algunos árboles y casas de campo hacen muy divertido el camino. Los mencionados cerros son muy mal vistos, quebrados y llenos de tabaibas y piedras que suelen hacer mucho daño rodando a la llanura cuando hay aluviones. En la mitad del camino está una ermita, que llaman de Santa Catalina, algo desviada del mar, en cuya orilla enfrente de ella está un castillo muy fuerte de su mismo nombre. Los arenales llegan hasta los mismos muros de la ciudad y muchas veces los han forzado, entrándose dentro no poca proporción".

Lo que dichos autores estuvieron describiendo eran sin duda ya los restos o ruinosas edificaciones amenazadas con desaparecer bajo las movedizas dunas de arena en inexorable e incontenible acrecentamiento y avance.

Porque el erudito historiador Gregorio Chil y Naranjo, que componía su importante recopilación histórico-geográfica de las islas Canarias a finales del siglo XIX, hablando de los misioneros de cuando el tiempo de las exploraciones mallorquinas, informó que, "construyeron además dos ermitas, una en los arenales del Puerto de la Luz, a cuatro kilómetros aproximadamente de donde hoy está la ciudad de Las Palmas y cuyos restos se veían hasta muy entrado el presente siglo; pero que las arenas han cubierto en su totalidad".

Lo cierto fue que, por acumulación constante e intensiva de las arenas que estuvieron entrando libremente por el puerto del Arrecife y las playas del Confital y de Las Canteras, la tercera ermita de Santa Catalina desapareció poco a poco de la faz de la tierra isleña y, salvo algún comentario como los acabados de transcribir, también pareció por un prolongado período de tiempo desaparecer del recuerdo de las gentes, sin volver a hablarse de ella. Y quienes lo hicieron en los siglos inmediatamente pasados en forma literaria y sin darle mayor importancia la confundieron con la que posteriormente y en determinadas fechas se alzó, también solitaria al principio y humilde en medio de las huertas, los palmerales y las fincas agrícolas, aproximadamente por el centro de la zona denominada ya con el topónimo genérico de Santa Catalina, llegando aún a suponérsela comúnmente como la primitiva del siglo XIV o, a lo más como una posterior reconstrucción en el mismo solar.

La situación exacta de esta “tercera” ermita de Santa Catalina sería actualmente por la parte trasera de la iglesia de Nuestra Señora del Pino y el lado Este de los locales de El Corte Inglés.

El castillo de Santa Catalina, de cuyas ruinas si que existen testimonios gráficos, se alzó sobre el “marisco” de la costa, entre lo que son hoy en día las instalaciones del Real Club Náutico y el lugar de donde arrancó en su día el también ya extinto Muelle Frutero o de Martinón, en donde hoy desarrolla sus actividades el Arsenal de la Marina de Guerra.

La "segunda" a Santa Catalina en Las Palmas

capítulo de la obra original de carlos platero fernandez, todavía inédita "SANTA CATALINA MARTIR EN CANARIAS



De los iniciales rústicos templos cristianos de adoración en Gran Canaria nada quedaba, a lo que parece, cuando la llegada de Juan Rejón a la isla el 24 de junio del año 1978. O, al menos nada de ello dicen ni insinúan las crónicas de la Conquista de Gran Canaria que se estuvieron componiendo y que, por otra parte y con más o menos detalle y precisiones nos narran de como las tropas expedicionarias castellanas llegaron, algunas crónicas dijeron que fue a la recogida playa virgen que mucho más tarde se conocería como de Las Canteras de donde pasaron a pie enjuto al natural Puerto de las Isletas, haciendo lo mismo los navíos costeando el árido y volcánico terreno de Las Isletas y una vez reunidos todos, marinos y soldados en lo más recogido de la rada o ensenada allí formada alzaron un toldo con ramajes, maderas y lonas para acoger un sencillo altar en el que el deán Juan Bermúdez ofició una misa propiciatoria.

Luego, siguieron contando las crónicas, deseando la tropa llegarse bordeando la costa hasta la ya conocida bahía de Gando que era donde se proyectaba el levantar campamento fijo de campaña, recorriera el litoral desértico y arenoso hasta llegar a las orillas del entonces riachuelo Guiniguada junto a su desembocadura al mar en donde, al optar por tan propicio lugar para vivaquear se asentaron los cimientos de lo que iba a ser andando el tiempo la ciudad, hoy más de medio milenaria, de Las Palmas.

De las informaciones recogidas de la época se deduce que a aquella llegada de los castellanos a la Gran Canaria en 1478 no había huellas de la primitiva ermita de Santa Catalina construida por los mallorquines a finales del siglo XIV. Tan solo se atisba algún tenue rastro cuando indica Marín y Cubas que su memoria si había venido de generación en generación entre los aborígenes canarios.

Y relata dicho autor un curioso episodio acaecido supuestamente en el Puerto de las Isletas, diciendo que fue el origen de la fundación de la dicha ermita, la segunda, erigida en el lugar en honor de Santa Catalina Mártir.

Hoy en día pueden rastrearse ecos del susodicho suceso en algunas dispersas informaciones, de las que hacen mención varios cronistas e historiadores canarios, aunque la mayoría lo silencian, por ofrecer poca consistencia real.

El Padre Espinosa, que cronológicamente es uno de los considerados como proto-historiadores canarios menciona el supuesto episodio, pero aplicado a glosar uno de los milagros de la Virgen de Candelaria.

Agustín del Castillo, José de Sosa y Marín Cubas atribuyen la narración a la intercesión de Santa Catalina, como así lo recoge y resume, aunque con algunas reservas el enciclopedista racionalista Viera y Clavijo.

En síntesis, fue lo siguiente:

Cuéntase que Pedro de Vera, el general de la conquista definitiva de Gran Canaria, ya a finales del año 1488 y principios del 1489 y con motivo de la muerte violenta del Señor de la Gomera Hernán Peraza a manos de indígenas insurrectos, dejó a dicha isla anegada en sangre; y aún, no satisfecho del todo en la venganza, dio orden de matar o deportar a todos los nativos gomeros que por aquel entonces ya residían en Las Palmas. A uno de ellos, hombre de gran corpulencia llamado Pedro Aguachiche de cristiano, condenó a ser ahorcado. Pero el hombre aquel, merced a sus hercúleas fuerzas derribó a la horca y al verdugo, librándose así de la muerte. Sabedor del hecho Pedro de Vera, dispuso que se le metiese en un barco y ya en alta mar fuese arrojado al agua, lo que se cumplió. Sin embargo, a las pocas horas se presentó el gomero sano y salvo, aunque con las ropas mojadas ante el general, insistiendo en que si se había cumplido la cruel ejecución pero que, por la celestial intercesión de Santa Catalina, el Dios de los cielos no quiso que muriese.

Pedro de Vera, incrédulo e inflexible, ordenó una vez más a sus subordinados que hiciesen efectiva la sentencia sin más, si no querían a su vez ser castigados. Y así lo hicieron los esbirros de nuevo tirando al reo al mar, pero en esta ocasión con una pesada piedra atada al cuello.

Milagrosamente, como sucediera en las anteriores ocasiones, el gomero logró salir ileso de las aguas del mar, por lo que, como relata Marín y Cubas, "... un propio avisó a Pedro de Vera que en las costas canarias, junto a la Isleta, donde los castellanos hallaran a San Antón, estaba Pedro Aguachiche sano y bueno"... Y que, "...a la tarde se vino Aguachiche en casa del gobernador, acompañado de muchos muchachos y gente, que no cabían en el patio. Vinieron caballeros conquistadores y fue testigo y lo contaba muchas veces y daba loores a Dios y a Santa Catalina, Alonso Fernández de Lugo. Pedro Aguachiche siempre dijo que conoció a Santa Catalina por su vestido y que esta vez última vino ella y lo empujaba para que anduviese a prisa; tenía su ropa y espada y rueda, como estaba pintada en una tabla vista por él en La Gomera". Se añadió en el detallado relato que, perdonada al fin la vida del gomero, fue aquél en adelante muy apreciado por todos y, aún, que Alonso Fernández de Lugo, testigo del milagroso suceso, se lo llevó a las conquistas de La Palma y de Tenerife, donde lo afincó.

Buscando una mayor veracidad del episodio, se ha tratado de rastrear el nombre del gomero devoto de Santa Catalina sin encontrarlo suficientemente documentado para poder considerarlo como real. Aunque si es cierto que ha sido citado por cronistas e historiadores que, sin duda, se fueron copiando sucesivamente la noticia, como más arriba se ha indicado.

Para terminar con este seudo episodio del gomero, cuyas milagreras salidas de las aguas serían por la zona que se conoce hoy como adyacente al Parque de Santa Catalina y la playa de Las Alcaravaneras, continuó diciendo el ínclito Marín y Cubas: "Mandose hacer allí iglesia a Santa Catalina Mártir de Alejandría. Hubo mucha devoción y venían a romería desde lejos. Aquí fue fábrica de los mallorquines y tuvieron Iglesia sus imágenes".

Tal ha sido, aparentemente al menos, el origen de la fundación de la segunda ermita dedicada a Santa Catalina. Que es de suponer se erigiese en el mismo sitio o muy cerca de donde edificaran la primera los mallorquines y que, por extensión, ya desde entonces aportó el topónimo genérico a toda la zona costera y entonces desértica comprendida entre el istmo de las Isletas, la bahía del Confital y el puerto del Arrecife, los cerros que la recortaban al poniente y la extensa vega limitada al sur por las murallas de la parte norte de la ciudad de Las Palmas.

En las Constituciones Sinodales del obispo Muros, cuyos textos se conservaron en los archivos de la iglesia parroquial de San Juan de Telde, en su segunda, correspondiente al año 1506, al detallar las fiestas a celebrar en la diócesis canaria se indicaba que, "... en el mes de noviembre, primero día Todos-Santo tienen vigilia, a veinte y cinco, Santa Catalina...".

Pocos más datos hay de la tal ermita que subsistió durante un siglo, levantada próxima al litoral marítimo, sobre una punta de tierra y al borde del camino de trazado serpenteante que se desarrollaba por terrenos arenosos en unas partes, agrestes en otras y a tramos cubiertos con variada vegetación de tipo desértico, sobre todo en las desembocaduras de los barranquillos que por allí desaguaban al mar; todos ellos convertidos unos en eriales y otros en campos de labranza que se iban extendiendo a las afueras de la parte norte de la ciudad, entre las Isletas y Las Palmas.

El polígrafo canario Agustín Millares Torres relató que cuando por el año de 1704 se allanó el conocido como cerro de Santa Catalina frente a las Isletas para construir la Batería de San Felipe por donde hasta hace muy poco, recortado sobre la carretera o Paseo de Chil, se conoció popularmente como "la grada de la arena" al oeste del Estadio Insular de fútbol, se descubrieran tres sepulturas de aborígenes a las que por hallarse muy bien protegidas en el terreno no habían llegado a penetrar ni tierra ni piedras, porque los canarios, ... "si no tenían cuevas abrían bóvedas en el suelo o sobre la cima de las montañas y las cubrían cuidadosamente con lajas".

Tal información contribuyó a la presunción ya establecida de que por los alrededores de la segunda ermita, en el pasado más remoto hubo, además del enclave de aquella otra considerada primera, un asentamiento de población indígena prehispánica.

Como una anécdota más a referir sobre los aconteceres que se estuvieron desarrollando en esta segunda ermita y en su más inmediato contorno, fue asimismo Agustín Millares, tomándolo de Viera y Clavijo el que narró lo que ya a finales del siglo XV o primeros años del siguiente aconteció por allí a una bella dama herreña, Rufina de Tapia, ya viuda del gobernador de Lanzarote y casada en segundas nupcias con un rico hacendado portugués que a su vez era hermano del gobernador de las islas Madeiras, que saliera con nutrida y vistosa comitiva desde la ciudad de la villa de Las Palmas en dirección al Puerto de Las Isletas donde iba a embarcarse con rumbo a la isla del Hierro. Pero sucedió que a la sazón rondaba a la Gran canaria el hidalgo lusitano Gonzalo Fernández de Saavedra que con dos carabelas armadas en corso asaltaba, robaba y saqueaba a mansalva cuanto le salía al paso, aterrorizando a las sencillas gentes costeras. Y que, noticioso él del viaje de la principal dama, aprovechó la ocasión y, desembarcando en la caleta de Santa Catalina atacó de improviso al cuerpo de aquella comitiva, dispersándola. Se apoderó de la hermosa herreña y encerrándose con ella en la solitaria ermita que se alzaba en el despoblado paraje,..."la forzó dentro de la ermita de Santa Catalina al embarcarse por el puerto de la Luz". De cuya forzada unión nació otra dama de luego desgraciados amores, que dejó descendencia en las islas.

En uno de los planos que, alrededor del año 1590 trazó Leonardo Torriani sugiriendo las defensas, reductos, bastiones y murallas que eran precisas para guarnecer a la ciudad del Real de Las Palmas, en la parte referente al Puerto de las Isletas aparece también dibujada la historiada ermita de Santa Catalina, situada a la vera del camino que unía la ciudad al puerto, un poco al oeste de las Punta y Caleta denominadas asimismo como de Santa Catalina.

Y en otros planos militares diseñados por el ingeniero Próspero Cassola para indicar las diversas fases del ataque del corsario inglés Francis Drake al puerto de la Luz en el año de 1595 y cuyos originales se conservan en el Archivo de Simancas, aparece perfectamente localizada aquella segunda ermita de Santa Catalina; y aún en la parte que corresponde a la ciudad palmense figuran también las ermitas de San Sebastián y del Espíritu Santo, ambas en los arenales, fuera de la muralla norte. Y dentro del perímetro amurallado por aquel entonces muy pésimamente, las antiguas dedicadas a San Telmo, Los Remedios, San Antonio, de La Vera Cruz y de San Marcos, además de los conventos de San Francisco y Santo Domingo y la Iglesia Mayor dedicada a Santa Ana y que fue el embrión de la catedral actual en lento proceso de su fábrica.

Cuando el ataque del inglés Drake a Las Palmas llevado a cabo durante los días 5 y siete de octubre de 1595 por una flota de 25 navíos, 30 lanchones y hasta 7.000 hombres de pelea, el pueblo, clero y milicias isleñas supieron rechazarlo heroicamente y con bravura, siendo precisamente el punto neurálgico de aquella prolongada batalla terrestre-naval el comprendido en los parajes en que se alzaba la solitaria ermita de Santa Catalina, al borde de la caleta del mismo nombre, donde se habían escarbado reductos provisionales y levantado trincheras defensivas, desde cuyos puestos, combinando sus tiros con los de la artillería del fronterizo Castillo de la Luz los isleños armados supieron neutralizar los intentos de desembarque de los lanchones con los corsarios ingleses que, al fin optaron por retirarse a sus navíos y alejarse definitivamente de las aguas de la bahía, en las que dejaron muchos muertos en su vano intento de rapiña y pillaje.

No hubo tanta fortuna para los canarios cuando a los cuatro años escasos, en los últimos días del mes de junio de 1599 el corsario holandés Van der Doez, al mando de una imponente flota armada que se componía de 65 navíos y 9.000 hombres armados, tras neutralizar las defensas del Castillo de La Luz en las Isletas desembarcó, también en tal ocasión por la Punta de Santa Catalina después de prolongada y sangrienta refriega, donde pereció mucha gente de ambos bandos y que desde entonces se conoció entre los isleños con el funesto topónimo de la Punta de la Matanza.

Aquel ejército holandés, venciendo al fin la tenaz resistencia de las defensas de la isla tomó y saqueó a placer la desgraciada ciudad de Las Palmas, abandonada por sus habitantes. Y arrasó, destruyó e incendió numerosos edificios tanto civiles como particulares, dedicándose la tropa sobre todo y con santo furor protestante a arruinar los religiosos cuales la catedral, los conventos, las iglesias y las ermitas, entre las que se contó desde el principio como más castigada la de Santa Catalina, indefensa y sola en los páramos y arenales, tal como se detalló en cumplido informe del percance con el corsario luterano, diciéndose que, "...quemó cuatro ermitas buenas, de San Telmo, de San Sebastián, del Espíritu Santo, de Santa Catalina y derribó otra de Nuestra Sra. de La Luz". ... "y la iglesia mayor", ... "y el monasterio de Santo Domingo", ... "y el monasterio de San Francisco", ... "y uno de monjas bernardas pobres", ... "y el hospital de San Lázaro".

Aunque, a los pocos días de la accidental y obligada evacuación de Las Palmas por sus sufridos habitantes que huyeran a refugiarse en el interior montañoso de la isla y la subsiguiente ocupación por los holandeses que la saquearon a placer, los canarios supieron reagruparse ofreciendo batalla al enemigo por el Monte Lentiscal.

Batalla que ganaron los invadidos y luego, contraatacando con eficacia de forma enérgica y decidida los invasores hubieron de reembarcar en sus naves con mucha precipitación aunque no sin llevarse con ellos, entre otros muchos bienes, los cañones de la plaza, las campanas y archivos de la catedral y numerosos objetos preciosos del culto católico, después de, además dejar muchas casas de la población completamente arruinadas cuando no presas de voraces incendios.

Así, sucedió que cuando moría aquel agitado siglo XVI desapareció la segunda ermita de Santa Catalina, edificada cien años antes sobre los restos y el recuerdo de la primera erigida por los evangelizadores mallorquines.

La "primera" ermita a Santa Catalina en Gran Canaria

En especial, para mi veterano amigo Juan, estos fragmentos de mi obra inédita "SANTA CATALINA MARTIR EN CANARIAS

Carlos Platero Fernández



.- LA PRIMERA ERMITA DE SANTA CATALINA Y SUS FUNDADORES



Según indican todas las noticias al respecto aportadas por cronistas e historiadores de Canarias, la advocación de Santa Catalina de Alejandría fue introducida en el archipiélago cuando las expediciones de los mallorquines en el siglo XIV, entre los años de 1360 a 1390 por unos eremitas misioneros, de la orden de San Francisco según unos autores y de la de San Agustín según otros.

El soldado-cronista Antonio Sedeño, contemporáneo y partícipe de la Conquista de las islas que se culminó a finales del siglo XV, dijo de aquellos mallorquines entre los que viajaban varios frailes franciscanos, que desembarcaran cerca de Telde, por Melenara siendo amigablemente recibidos por los indígenas; añadiendo que,..."Estos mallorquines edificaron en esta isla dos iglesias, con el aparejo que tuvieron: la una en Santa Catalina, que está a media legua de la ciudad de Las Palmas y la otra en la Aldea de San Nicolás, del mismo santo. Pusieron en ellas unos santos de bulto labrados toscamente, que son Santa Catalina y San Nicolás y San Antón".

Según algunos investigadores, son dos detalles a destacar en esta primigenia noticia: que por un lado quien la facilitó puso "ciudad", cuando, en el tiempo en que se supone escribía el cronista, todavía no ostentaba Las Palmas tal título; aunque, también se puede suponer que fue un simple añadido de los copistas o amanuenses posteriores. Y el otro fue que se señaló "que son", en tiempo verbal presente, o sea, existentes cuando se daba el testimonio, recogido luego en una copia de a principios del siglo XVII.

Original o copia que debió de tener presente el historiador Abreu Galindo que escribía su importante Historia de Canarias ya a finales del siglo XVI disponiendo de fuentes informativas hasta entonces ignoradas y muy diversas pues aún amplió el dato al tenor siguiente: "Llegados los navíos de los mallorquines a esta isla de Canaria, que cierta su venida, tomaron puerto en Gando, entre el puerto de Telde y el de Agüimes"...

"Los vecinos de Telde y Agüimes que son comarcanos, una legua de tierra adentro, como vieran en su tierra y término gente extraña y paseada tan descuidadamente, apellidándose toda la comarca, se juntaron algunas cuadrillas y viniendo sobre ellos con gran grita y alaridos, con sus armas que eran piedras y garrotes, hirieron algunos que se quisieron defender. Mas como los acometedores eran muchos y pocos los acometidos se rindieron todos y los llevaron a Telde y los repartieron por la isla"...

"Y los mallorquines fueron solícitos, diligentes y astutos en complacer, agradar y servir a los canarios, que les tomaron mucha voluntad y los trataban bien"...

"Habían preso dos frailes juntamente con los mallorquines a los cuales siempre reverenciaron los canarios".

El resto de los expedicionarios, que permanecieran en las naves cuando el desembarco de sus compañeros, viendo la suerte que aquéllos corrieron levaron anclas, largaron velas y se marcharon para ya no volver jamás.

Los exploradores mallorquines, mercaderes y religiosos misioneros fueron bien recibidos y acogidos por los nativos isleños que, según luego se afirmó una y otra vez, recibieron de ellos nuevos conocimientos.

Sigue diciendo Abreu Galindo que, ..."hicieron los mallorquines muchas casas y pintándoles las maderas de muchos colores, que hacían de flores y hierbas; y labraran cuevas en riscos, bien labradas, con mucha pulidura, que hasta hoy duran en algunas partes, y dándoles orden y manera de regirse con mucho primor y policía" ... "Allende de las casas en que vivían, los canarios tenían cuevas, las cuales aumentaron y acrecentaron los mallorquines con aposentos de mucha industria y pulideza, que es contento mirarlos cuan bien obrados y pulidos están".

Leonardo Torriani, ingeniero militar italiano al servicio del rey de España Felipe II, que recorrió las islas Canarias a finales del siglo XVI estudiando sus fortificaciones y escribiendo una meritoria noticia histórica de las mismas, abundó en la información sobre la huella dejada por la estancia de los mallorquines en Gran Canaria, insistiendo en que,...”También adoctrinaron a los canarios en todas sus cosas, tanto de gobierno como en ritos y ceremonias que ellos hacían a Dios. Ello no obstante, no se sabe que algún canario se haya bautizado; se cree, al contrario, que fue establecido por los canarios que cada uno viviese en su ley, y que no consintieron que propagasen el Evangelio".

El historiador grancanario Marín y Cubas posteriormente escribió que,..."Fueran de grande agrado los nuevos huéspedes, porque les enseñaron a labrar maderas y casas con escuadramiento y a pintarlas y enjalbegarlas de almagre y tierra blanda"... "Halláronse casas muy grandes a la parte de Gáldar, mayormente con esquinas de cantería labrada y maderamentos y fue obra de los mallorquines"

Y por último, Viera y Clavijo recopilando toda la información precedente, añadió: "Solían (los canarios) edificar dos o tres casas contiguas, con una sola palma por viga principal; pero siempre daban preferencia a las grutas, especialmente luego que los mallorquines les enseñaron el modo de darles más capacidad".

Aquellos cautivos mallorquines, seglares y religiosos fueron los que con la ayuda de los propios canarios edificaron las ermitas, de Santa Catalina junto al Puerto de las Isletas, de San Nicolás en la desembocadura del Barranco de la Aldea y, si acaso aquella otra, un tanto hipotéticamente supuesta por terrenos del Telde prehispánico; originaria sencilla ermita que pudo ser la primera sede de un obispado cristiano en las islas Canarias.

De toda aquella aventura evangelizadora, andando el tiempo tan solo quedaron como huella las ermitas citadas de las advocaciones de Santa catalina y San Nicolás; abandonadas luego, acaso desmoronándose poco a poco techumbres y paredes pero donde, hasta la llegada de los castellanos casi un siglo después, de alguna forma se conservaron unas "toscas imágenes" que en su día se colocaran en ellas para ser reverenciadas

Porque, habrá de suponerse que la labor evangelizadora de los misioneros mallorquines hubo de ser bastante efímera, a juzgar por los acontecimientos posteriores de su accidentada estancia en las islas.

Al cabo de convivir algunos años amigablemente canarios y mallorquines, aquéllos acabaron con éstos ajusticiándolos, tal como relata Abreu Galindo: "Un día acordaron (los canarios) matarlos a todos y así lo hicieron. A los frailes, por el respeto que les tenían, los echaron en una sima que está en el término de Jinámar, media legua de la mar, camino de Telde"... "Y este fin fue el de los mallorquines".

El epitafio a la aventura misional en Gran Canaria y previo a su conquista sería el de aquel supuesto episodio posterior, acaecido por el año de 1403 y estando ya el normando Juan de Bethencourt en las Canarias, cuando Gadifer de La Salle, su compañero de empresa desembarcó cierto día por Gando para tratar de comerciar con los indígenas isleños que de nuevo aparecían amigables con el extranjero visitante. Los cronistas Bontier y Leverrier lo incluyeron en su obra "Le Canarien".

"Y nosotros hemos encontrado el testamento de unos frailes cristianos a quienes mataran (los canarios) hará ahora doce años; eran trece personas y dicen los canarios que los mataron por lo siguiente: Que habían enviado cartas a tierra de cristianos para que vinieran contra ellos. Siete años habían vivido entre los isleños enseñándoles todos los días los artículos de la fe católica; cuyo testamento dice que nadie se fíe de los canarios por buen semblante que muestren, porque son traidores".