28 de septiembre de 2010

La "segunda" a Santa Catalina en Las Palmas

capítulo de la obra original de carlos platero fernandez, todavía inédita "SANTA CATALINA MARTIR EN CANARIAS



De los iniciales rústicos templos cristianos de adoración en Gran Canaria nada quedaba, a lo que parece, cuando la llegada de Juan Rejón a la isla el 24 de junio del año 1978. O, al menos nada de ello dicen ni insinúan las crónicas de la Conquista de Gran Canaria que se estuvieron componiendo y que, por otra parte y con más o menos detalle y precisiones nos narran de como las tropas expedicionarias castellanas llegaron, algunas crónicas dijeron que fue a la recogida playa virgen que mucho más tarde se conocería como de Las Canteras de donde pasaron a pie enjuto al natural Puerto de las Isletas, haciendo lo mismo los navíos costeando el árido y volcánico terreno de Las Isletas y una vez reunidos todos, marinos y soldados en lo más recogido de la rada o ensenada allí formada alzaron un toldo con ramajes, maderas y lonas para acoger un sencillo altar en el que el deán Juan Bermúdez ofició una misa propiciatoria.

Luego, siguieron contando las crónicas, deseando la tropa llegarse bordeando la costa hasta la ya conocida bahía de Gando que era donde se proyectaba el levantar campamento fijo de campaña, recorriera el litoral desértico y arenoso hasta llegar a las orillas del entonces riachuelo Guiniguada junto a su desembocadura al mar en donde, al optar por tan propicio lugar para vivaquear se asentaron los cimientos de lo que iba a ser andando el tiempo la ciudad, hoy más de medio milenaria, de Las Palmas.

De las informaciones recogidas de la época se deduce que a aquella llegada de los castellanos a la Gran Canaria en 1478 no había huellas de la primitiva ermita de Santa Catalina construida por los mallorquines a finales del siglo XIV. Tan solo se atisba algún tenue rastro cuando indica Marín y Cubas que su memoria si había venido de generación en generación entre los aborígenes canarios.

Y relata dicho autor un curioso episodio acaecido supuestamente en el Puerto de las Isletas, diciendo que fue el origen de la fundación de la dicha ermita, la segunda, erigida en el lugar en honor de Santa Catalina Mártir.

Hoy en día pueden rastrearse ecos del susodicho suceso en algunas dispersas informaciones, de las que hacen mención varios cronistas e historiadores canarios, aunque la mayoría lo silencian, por ofrecer poca consistencia real.

El Padre Espinosa, que cronológicamente es uno de los considerados como proto-historiadores canarios menciona el supuesto episodio, pero aplicado a glosar uno de los milagros de la Virgen de Candelaria.

Agustín del Castillo, José de Sosa y Marín Cubas atribuyen la narración a la intercesión de Santa Catalina, como así lo recoge y resume, aunque con algunas reservas el enciclopedista racionalista Viera y Clavijo.

En síntesis, fue lo siguiente:

Cuéntase que Pedro de Vera, el general de la conquista definitiva de Gran Canaria, ya a finales del año 1488 y principios del 1489 y con motivo de la muerte violenta del Señor de la Gomera Hernán Peraza a manos de indígenas insurrectos, dejó a dicha isla anegada en sangre; y aún, no satisfecho del todo en la venganza, dio orden de matar o deportar a todos los nativos gomeros que por aquel entonces ya residían en Las Palmas. A uno de ellos, hombre de gran corpulencia llamado Pedro Aguachiche de cristiano, condenó a ser ahorcado. Pero el hombre aquel, merced a sus hercúleas fuerzas derribó a la horca y al verdugo, librándose así de la muerte. Sabedor del hecho Pedro de Vera, dispuso que se le metiese en un barco y ya en alta mar fuese arrojado al agua, lo que se cumplió. Sin embargo, a las pocas horas se presentó el gomero sano y salvo, aunque con las ropas mojadas ante el general, insistiendo en que si se había cumplido la cruel ejecución pero que, por la celestial intercesión de Santa Catalina, el Dios de los cielos no quiso que muriese.

Pedro de Vera, incrédulo e inflexible, ordenó una vez más a sus subordinados que hiciesen efectiva la sentencia sin más, si no querían a su vez ser castigados. Y así lo hicieron los esbirros de nuevo tirando al reo al mar, pero en esta ocasión con una pesada piedra atada al cuello.

Milagrosamente, como sucediera en las anteriores ocasiones, el gomero logró salir ileso de las aguas del mar, por lo que, como relata Marín y Cubas, "... un propio avisó a Pedro de Vera que en las costas canarias, junto a la Isleta, donde los castellanos hallaran a San Antón, estaba Pedro Aguachiche sano y bueno"... Y que, "...a la tarde se vino Aguachiche en casa del gobernador, acompañado de muchos muchachos y gente, que no cabían en el patio. Vinieron caballeros conquistadores y fue testigo y lo contaba muchas veces y daba loores a Dios y a Santa Catalina, Alonso Fernández de Lugo. Pedro Aguachiche siempre dijo que conoció a Santa Catalina por su vestido y que esta vez última vino ella y lo empujaba para que anduviese a prisa; tenía su ropa y espada y rueda, como estaba pintada en una tabla vista por él en La Gomera". Se añadió en el detallado relato que, perdonada al fin la vida del gomero, fue aquél en adelante muy apreciado por todos y, aún, que Alonso Fernández de Lugo, testigo del milagroso suceso, se lo llevó a las conquistas de La Palma y de Tenerife, donde lo afincó.

Buscando una mayor veracidad del episodio, se ha tratado de rastrear el nombre del gomero devoto de Santa Catalina sin encontrarlo suficientemente documentado para poder considerarlo como real. Aunque si es cierto que ha sido citado por cronistas e historiadores que, sin duda, se fueron copiando sucesivamente la noticia, como más arriba se ha indicado.

Para terminar con este seudo episodio del gomero, cuyas milagreras salidas de las aguas serían por la zona que se conoce hoy como adyacente al Parque de Santa Catalina y la playa de Las Alcaravaneras, continuó diciendo el ínclito Marín y Cubas: "Mandose hacer allí iglesia a Santa Catalina Mártir de Alejandría. Hubo mucha devoción y venían a romería desde lejos. Aquí fue fábrica de los mallorquines y tuvieron Iglesia sus imágenes".

Tal ha sido, aparentemente al menos, el origen de la fundación de la segunda ermita dedicada a Santa Catalina. Que es de suponer se erigiese en el mismo sitio o muy cerca de donde edificaran la primera los mallorquines y que, por extensión, ya desde entonces aportó el topónimo genérico a toda la zona costera y entonces desértica comprendida entre el istmo de las Isletas, la bahía del Confital y el puerto del Arrecife, los cerros que la recortaban al poniente y la extensa vega limitada al sur por las murallas de la parte norte de la ciudad de Las Palmas.

En las Constituciones Sinodales del obispo Muros, cuyos textos se conservaron en los archivos de la iglesia parroquial de San Juan de Telde, en su segunda, correspondiente al año 1506, al detallar las fiestas a celebrar en la diócesis canaria se indicaba que, "... en el mes de noviembre, primero día Todos-Santo tienen vigilia, a veinte y cinco, Santa Catalina...".

Pocos más datos hay de la tal ermita que subsistió durante un siglo, levantada próxima al litoral marítimo, sobre una punta de tierra y al borde del camino de trazado serpenteante que se desarrollaba por terrenos arenosos en unas partes, agrestes en otras y a tramos cubiertos con variada vegetación de tipo desértico, sobre todo en las desembocaduras de los barranquillos que por allí desaguaban al mar; todos ellos convertidos unos en eriales y otros en campos de labranza que se iban extendiendo a las afueras de la parte norte de la ciudad, entre las Isletas y Las Palmas.

El polígrafo canario Agustín Millares Torres relató que cuando por el año de 1704 se allanó el conocido como cerro de Santa Catalina frente a las Isletas para construir la Batería de San Felipe por donde hasta hace muy poco, recortado sobre la carretera o Paseo de Chil, se conoció popularmente como "la grada de la arena" al oeste del Estadio Insular de fútbol, se descubrieran tres sepulturas de aborígenes a las que por hallarse muy bien protegidas en el terreno no habían llegado a penetrar ni tierra ni piedras, porque los canarios, ... "si no tenían cuevas abrían bóvedas en el suelo o sobre la cima de las montañas y las cubrían cuidadosamente con lajas".

Tal información contribuyó a la presunción ya establecida de que por los alrededores de la segunda ermita, en el pasado más remoto hubo, además del enclave de aquella otra considerada primera, un asentamiento de población indígena prehispánica.

Como una anécdota más a referir sobre los aconteceres que se estuvieron desarrollando en esta segunda ermita y en su más inmediato contorno, fue asimismo Agustín Millares, tomándolo de Viera y Clavijo el que narró lo que ya a finales del siglo XV o primeros años del siguiente aconteció por allí a una bella dama herreña, Rufina de Tapia, ya viuda del gobernador de Lanzarote y casada en segundas nupcias con un rico hacendado portugués que a su vez era hermano del gobernador de las islas Madeiras, que saliera con nutrida y vistosa comitiva desde la ciudad de la villa de Las Palmas en dirección al Puerto de Las Isletas donde iba a embarcarse con rumbo a la isla del Hierro. Pero sucedió que a la sazón rondaba a la Gran canaria el hidalgo lusitano Gonzalo Fernández de Saavedra que con dos carabelas armadas en corso asaltaba, robaba y saqueaba a mansalva cuanto le salía al paso, aterrorizando a las sencillas gentes costeras. Y que, noticioso él del viaje de la principal dama, aprovechó la ocasión y, desembarcando en la caleta de Santa Catalina atacó de improviso al cuerpo de aquella comitiva, dispersándola. Se apoderó de la hermosa herreña y encerrándose con ella en la solitaria ermita que se alzaba en el despoblado paraje,..."la forzó dentro de la ermita de Santa Catalina al embarcarse por el puerto de la Luz". De cuya forzada unión nació otra dama de luego desgraciados amores, que dejó descendencia en las islas.

En uno de los planos que, alrededor del año 1590 trazó Leonardo Torriani sugiriendo las defensas, reductos, bastiones y murallas que eran precisas para guarnecer a la ciudad del Real de Las Palmas, en la parte referente al Puerto de las Isletas aparece también dibujada la historiada ermita de Santa Catalina, situada a la vera del camino que unía la ciudad al puerto, un poco al oeste de las Punta y Caleta denominadas asimismo como de Santa Catalina.

Y en otros planos militares diseñados por el ingeniero Próspero Cassola para indicar las diversas fases del ataque del corsario inglés Francis Drake al puerto de la Luz en el año de 1595 y cuyos originales se conservan en el Archivo de Simancas, aparece perfectamente localizada aquella segunda ermita de Santa Catalina; y aún en la parte que corresponde a la ciudad palmense figuran también las ermitas de San Sebastián y del Espíritu Santo, ambas en los arenales, fuera de la muralla norte. Y dentro del perímetro amurallado por aquel entonces muy pésimamente, las antiguas dedicadas a San Telmo, Los Remedios, San Antonio, de La Vera Cruz y de San Marcos, además de los conventos de San Francisco y Santo Domingo y la Iglesia Mayor dedicada a Santa Ana y que fue el embrión de la catedral actual en lento proceso de su fábrica.

Cuando el ataque del inglés Drake a Las Palmas llevado a cabo durante los días 5 y siete de octubre de 1595 por una flota de 25 navíos, 30 lanchones y hasta 7.000 hombres de pelea, el pueblo, clero y milicias isleñas supieron rechazarlo heroicamente y con bravura, siendo precisamente el punto neurálgico de aquella prolongada batalla terrestre-naval el comprendido en los parajes en que se alzaba la solitaria ermita de Santa Catalina, al borde de la caleta del mismo nombre, donde se habían escarbado reductos provisionales y levantado trincheras defensivas, desde cuyos puestos, combinando sus tiros con los de la artillería del fronterizo Castillo de la Luz los isleños armados supieron neutralizar los intentos de desembarque de los lanchones con los corsarios ingleses que, al fin optaron por retirarse a sus navíos y alejarse definitivamente de las aguas de la bahía, en las que dejaron muchos muertos en su vano intento de rapiña y pillaje.

No hubo tanta fortuna para los canarios cuando a los cuatro años escasos, en los últimos días del mes de junio de 1599 el corsario holandés Van der Doez, al mando de una imponente flota armada que se componía de 65 navíos y 9.000 hombres armados, tras neutralizar las defensas del Castillo de La Luz en las Isletas desembarcó, también en tal ocasión por la Punta de Santa Catalina después de prolongada y sangrienta refriega, donde pereció mucha gente de ambos bandos y que desde entonces se conoció entre los isleños con el funesto topónimo de la Punta de la Matanza.

Aquel ejército holandés, venciendo al fin la tenaz resistencia de las defensas de la isla tomó y saqueó a placer la desgraciada ciudad de Las Palmas, abandonada por sus habitantes. Y arrasó, destruyó e incendió numerosos edificios tanto civiles como particulares, dedicándose la tropa sobre todo y con santo furor protestante a arruinar los religiosos cuales la catedral, los conventos, las iglesias y las ermitas, entre las que se contó desde el principio como más castigada la de Santa Catalina, indefensa y sola en los páramos y arenales, tal como se detalló en cumplido informe del percance con el corsario luterano, diciéndose que, "...quemó cuatro ermitas buenas, de San Telmo, de San Sebastián, del Espíritu Santo, de Santa Catalina y derribó otra de Nuestra Sra. de La Luz". ... "y la iglesia mayor", ... "y el monasterio de Santo Domingo", ... "y el monasterio de San Francisco", ... "y uno de monjas bernardas pobres", ... "y el hospital de San Lázaro".

Aunque, a los pocos días de la accidental y obligada evacuación de Las Palmas por sus sufridos habitantes que huyeran a refugiarse en el interior montañoso de la isla y la subsiguiente ocupación por los holandeses que la saquearon a placer, los canarios supieron reagruparse ofreciendo batalla al enemigo por el Monte Lentiscal.

Batalla que ganaron los invadidos y luego, contraatacando con eficacia de forma enérgica y decidida los invasores hubieron de reembarcar en sus naves con mucha precipitación aunque no sin llevarse con ellos, entre otros muchos bienes, los cañones de la plaza, las campanas y archivos de la catedral y numerosos objetos preciosos del culto católico, después de, además dejar muchas casas de la población completamente arruinadas cuando no presas de voraces incendios.

Así, sucedió que cuando moría aquel agitado siglo XVI desapareció la segunda ermita de Santa Catalina, edificada cien años antes sobre los restos y el recuerdo de la primera erigida por los evangelizadores mallorquines.

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