28 de junio de 2010

A modo de prólogo

por Carlos Platero Fernández



No hace mucho se me ha pedido una especie de prólogo para un puñado o haz de cuentos sainetescos, si es que aquí cabe tal definición, boladas (con b ) o chistetes, embriones de un teatro popular canario

Poemario y noticia que yo accedí gustoso a pergeñar, al hilo de algunas ideas que se me ocurrieron al respecto.

En principio el indicar que es bien conocido ya que el cuento, de por sí narración breve, si escrita, generalmente en prosa siendo uno de sus rasgos característicos su corta extensión, en cuanto a cuento popular pertenece por entero al saber tradicional del pueblo, en donde nace y se desarrolla. Es decir; depende de eso que se ha dado en llamar en estos últimos tiempos , quizás algo abusiva y reiterativamente por un mimetismo seudo literario no siempre correctamente aplicado, el folclore del pueblo y que la mayoría de las veces se intercala o mezcla con los usos y costumbres, las fiestas, bailes, canciones y decires tradicionales que han venido desde siempre de generación en generación.

Aunque, es de significar también que en tratándose del cuento popular que nace en una tradición y se transmite por lo común oralmente, y por ende , salvo muy determinadas excepciones se le suele tener en principio por anónimo en cuanto a determinar autor, creado por el pueblo y por el conservado y transmitido, a veces transformado, actualizado de alguna manera con el paso de tiempo pero manteniendo siempre un fondo común, conservando intrínseco todo su valor, colorido y poder de acaparar la atención del público, de los lectores u oyentes a quienes vaya dirigido. Y en todo caso, lo que a veces puede o debe de haber de variante al narrar o reconstituir del mismo es de imponer a lo que relata un estilo, una especie de sello propio característico o personal.

Quienes del tema se ocupan suelen opinar que el ”cuento” canario es en una de sus variantes aquel”chiste”, “chascarrillo” que puede ser un relato más o menos corto o largo que deja entender un doble sentido o contiene una alusión burlesca o algún disparate o momento vivencial que provoca risa. También, que suele ser similar al”chascarrillo” castellano, de “chasco” voz onomatopéyica, que es en definitiva la anécdota ligera y picante, cuento o cuentecillo agudo, acaso de sentido equívoco y siempre tendente a ser gracioso. Puede ser todo esto y es, naturalmente, mucho más, en cuanto a cuento en sí.

Pero estimo que antes de proseguir debo de tratar de hacer aquí aunque sea una ligera disquisición acerca del cuento, sea particular y específicamente canario o no para así aclarar algo más este concepto, como se puede observar, en sí tan genérico.

El vocablo “cuento”, procedente del latín “computus” que significa precisamente “cuenta” es, entre otras acepciones la acción y el efecto de contar, de narrar o relatar, que es el referir de palabra, por escrito, con imágenes u otros signos o símbolos un suceso, una estampa, una vivencia o un recuerdo, sea verdadero o imaginado. Es decir: narración breve, escrita generalmente en prosa siendo uno de sus rasgos más característicos el de su corta extensión. Entre los dos conceptos genéricos en que se suele encasillar al cuento, es el que interesa ahora y aquí el que comprende más que al popular, gracioso y satírico, al literario que ya pertenece más bien al propio teatro, al de la comedia antes que al dramático; al de teatro costumbrista, en este caso al específicamente genuino canario, convertido en “entremés”, aquella obra escénica jocosa, de un solo acto que antaño solía representarse entre dos jornadas de la comedia a interpretar, como entretenimiento o diversión

El entremés, ya se ha dicho, se nutre principalmente de dos fuentes: la de la sociedad a la que satiriza jocosamente y la de la literatura oral y escrita con la que suele presentar analogías y diferencias; y se alimenta del cuento gracioso, narración o anécdota cómica, de tipo folclórico en muchos casos

. Es decir, que sin dejar de ser el ancestral cuento, en el caso que aquí interesa se deberá de considerar ya como “sainete”, pieza teatral dramática chistosa o graciosa, en un solo acto y por lo general de carácter popular. Considerándose que la diferencia entre el sainete y el entremés es mínimo, radicando en el lugar de inserción en la comedia, a partir del siglo XVIII se le dio carácter costumbrista y una particular relevancia se convierte ya en breve pieza teatral narrativa, de carácter jocoso cuando no burlesco, a veces con marcado acento sentimental, cuyo origen en nuestro lenguaje castellano dialectal se encuentra en los clásicos entremeses. Y que, parece ser es el estilo en que se deberán de encuadrarse y comentarse ciertos escritos sainetescos porque creo yo que de cuentos en su concepción y origen revertieron por si mismos en indudables sainetes, en escenas breves o historietas, generalmente cómicas para ser intercaladas, o no, en la acción teatral pertinente y a las que alguna vez se las ha estado denominado inapropiadamente “apuntes” con el anglicismo de ”sketch” y aún, “gag”,sin serlo.

Investigadores varios y `psicólogos que han estudiado de alguna forma a la personalidad peculiar y singular del ente canario coinciden en que, frente a las dificultades que puedan surgir sobre él como pueblo insular, hay el gran recurso de recurrir al humor, jovialidad y agudeza que caracterizan al pueblo canario; fino humor a veces hasta sarcástico e irónico que encubre, acaso cierta intrínseca melancolía pero saludable y terapéutico. De lo que se ha dado en considerar y denominar como de un verdadero sabor costumbrista isleño. Sabor que en la actualidad y en la mayoría de los casos está ya lamentablemente, si no del todo olvidado, si arrinconado en el recuerdo, en la memoria de la gente de mayor edad y más bien desconocido de las jóvenes generaciones. Y no es ello precisamente por falta de material literario y didáctico escrito al respecto, que, haberlo, haylo.

Porque, necesario es el reconocerlo, existen hoy en día buenos tratados, específicos y de fácil acceso al público en bibliotecas públicas y algunas privadas acerca del singular léxico canario: Diccionario diferencial del español en Canarias y El Tesoro Lexicográfico de lo mismo, Diccionarios de Canarismos , por citar algunos ejemplos y, desde hace algunos años, velando sobre todo ello la Academia Canaria de La Lengua, centro dedicado a fomentar y estimular el estudio científico de las modalidades lingüísticas de Canarias. Aunque, un tanto pesimista al respecto, tengo para mí que estos singulares tratados y enjundiosos estudios son mayoritariamente desconocidos de la gente joven y estudiantil y, acaso también de la menos joven que apenas lee, como no sean los periódicos de noticias actuales, los deportivos y las revistas del corazón, en estos tiempos de la informática, del transistor, del móvil y de la omnipotente televisión.

Y suelen ser los que hay, excelentes libros y tratados, sesudos reportajes y artículos periodísticos o revisteriles que nos recuerdan entre otras cosas del pasado a aquella particular forma de hablar, a aquel léxico insular costumbrista que en las pasadas centurias aún se hablaba en corralas, portones y barrios de los más típicos de las ciudades isleñas y en los pueblos, villas y pagos o caseríos, que supervivió hasta no hace muchos años, cuando por mor de la industria turística que nos sobrevino se fue abandonando la ancestral agricultura y la pesca artesanal, los poblados de la costa y los caseríos del interior como moradas habituales para súper poblar las ciudades y los focos turísticos de nuestras playas convirtiéndolos en macro urbes absorbentes, en los que ya parece que el alma y ser de nuestros mayores agoniza y se apaga. Perdiéndose así nuestra peculiar forma de hablar, típica y popular, sobre todo de aquellas gentes del agro y del mar canarios, del “mago”, el “mauro”, el “roncote” o “chacalote” que en principio aún heredaron sus descendientes, ya ciudadanos, habitantes de las barriadas que en torno a las poblaciones históricas o al borde de las playas hasta entonces vírgenes se estuvieron conformado, al principio en lenta y luego vertiginosa metamorfosis.

Aquel léxico insular costumbrista que en todas las islas hasta no hace muchos años caracterizó al habla más típica y popular heredada. Formas literario-orales que en los inmediatos tiempos pasados han sido las

“caídas”, que eran las frases y los dichos más comunes y corrientes del pueblo llano y sencillo, expresadas con singular gracia por tal o cual personaje, como dejaron escrito, entre otros autores isleños cuales Santiago Tejera, los hermanos Millares Cubas con su “teatrillo”, el político y periodista “Ángel Guerra”, Benito Pérez Armas y Leoncio Rodríguez por citar a algunos de aquellos más señeros hasta llegar al inigualable Víctor Doreste, uno de los primeros en ensayar lo que se ha terminado en considerar como el sainete canario que con gran parte de su enjundiosa obra cual “Una limonada para el señor”, “La del manojo de tollos”, “En el risco está mi amor”, “Ven acá, vino tintillo”, etc., procuró mantener vivas muchas de las “canariadas” que ya a mediados del pasado siglo XX tendían a perderse con la continua evolución del habla canaria a impulsos de constantes innovaciones foráneas. Y como casi al mismo tiempo bien hubo de recordar el periodista y escritor Francisco Guerra Navarro, “Pancho Guerra” para todos cuantos lo hemos leído y releído en sus resalados “Siete entremeses de Pepe Monagas”, en sus “Memorias y cuentos famosos de Pepe Monagas” y cuya tipología ya dejó bien apuntado en su interesante “Contribución al léxico popular de Gran Canaria”, cuando todavía, como reminiscencia asimismo de los muchos americanismos aportados por los indianos, por ejemplo, se trataba a todo el mundo con el respetuoso “usted” que, por modas, claro está que llegadas de las tierras de la metrópoli peninsular se fue trastocando rápidamente por el no siempre bien educado y si fresco y aún a veces descarado y desconcertante tuteo que hoy impera.

Bien es cierto que, volviendo al tema del genuino y singular léxico de acento canario, algunos otros autores isleños cuales María Dolores de la Fe, Donina Romero, Arturo Navarro Grau, Cirilo Leal, Francisco Osorio, Ángel Camacho Cabrera, Orlando Hernández, Víctor Ramírez, Juan José Romero Hernández entre otros, con sus respectivas y aplaudidas obras literarias y teatrales, cuentos, tragedias, sainetes, relatos, películas y otras variantes de ambiente y cariz costumbrista, por nombrar aquí a algunos de los autores isleños más leídos y escuchados tanto en el teatro y en el cine como en la radio y la televisión canario que hayan compuesto su obra comprendida en este género literario isleño, así como a los letristas y rapsodas de conjuntos musicales folklóricos, son por ello dignos de alabanza y reconocimiento.

Sin omitir o dejar de mencionar aquí también a actores y humoristas de antaño y actuales que a viva voz nos hayan deleitado y nos deleiten con esas geniales “caídas” cuales las “magas “ tinerfeñas seña Pepa y seña María la de las “boladas” y los “magos” Cho Venancio y Cho Juan el de Las Mercedes, Pancho y Carnasión, en muchos casos según guiones de diversos radiofonistas y otros humoristas del pasado. Y las del grancanario Pepe Castellano que recreó al singular Pepe Monagas, Gregorio Martín Díaz, José V. Afonso Perdomo, del inmediato ayer, entre los que hay que incluir necesariamente y en singular al humorista al mismo tiempo que genial dibujante de las últimas décadas del pasado siglo Eduardo Millares Sall que siempre se firmó como su principal creado personaje “Chó Juaa” y que ha sido uno de los artífices de que el genuino y singular humor canario quede recogido y reflejado en los papeles para que no se pierda y de alguna forma se conserve para la posteridad. Director de “El Conduto”, aquel suplemento semanal, al parecer única publicación de marcado cariz satírico que fue tolerada en las islas durante la etapa política franquista. Fue Eduardo Millares polifacético autor que ya desde muy joven, a partir de 1944, estuvo efectuando sus aportaciones artísticas en la prensa y en algunas revistas canarias con una serie de humor que denominó precisamente como “El conduto” (para el lector que desconozca este término isleño, dígase que dicho vocablo, en Canarias se refiere a la comida mejor y más sabrosa como queso, pescado frito, aceitunas en adobo, trozos de cebolla cruda, etc, con lo que se acompañaba y aún se acompaña la otra comida básica como el potaje, las papas etc., según clara definición del Diccionario Diferencial del español en Canarias).

Y añadir aquí, a los humoristas, autores, actores, dibujantes y guionistas más actuales cuales Manolo Vieira, Mario Yáñez Domínguez, Marrero el de Arucas, Juan Luis Calero, los Piedra Pómez, Instinto Cómico convertidos luego En Clave de Ja, etc., y los humoristas gráficos que parece ser que ya arrancan desde un jovencito Benito Pérez Galdós, Diego Crosa, Padrón Noble, J. Morgan, los hermanos López Aguiar, Carlos, Montecruz, etc., entre otros más que siguen saineteando el género, recreando diversos personajes peculiares canarios de una u otra forma, así como los comprendidos ya en un grupo virtual, excéntricos y acaso un tanto casposos, productos todos de los nuevos tiempos que estamos viviendo

En definitiva, autores, actores y letristas que en muchos casos ya han creado escuela, que desde hace años han venido colaborando en prensa, libros, radio, teatro y televisión con numerosos cuentos, comedias costumbristas, sainetes, historietas, chistes gráficos y aún, si acaso “boladas” (con b), chicotes y chistetes que, como se debe de saber son dichos o pequeños relatos, muchas veces surgidos como prontos irónicos o disimuladamente burlones, en definitiva, cuentos de risa en el decir canario; relatos escritos, dibujados, escenificados o a viva voz concebidos con la intención de que tengan gracia, que hagan reír o al menos sonreír con jocosidad.

Por último indicar aquí que, según parece, la obra sainetesca para la que en su día se me pidió colaboración por medio de esta especie de prólogo, por alguna razón que a mí se me escapa no llegó a publicarse, por lo que yo me he tomado la libertad de incluir el presente texto en este blog que, según amables opiniones y pareceres de diversos lectores es bien acogido y visitado.

Las Palmas de Gran Canaria, junio de 2010

21 de junio de 2010

El sepulturero timorato

Un cuento de Carlos Platero



Desaparecía lentamente la tarde cuando los últimos deudos y amigos del finado abandonaban el cementerio, por el sendero de las yedras, rumbo a la Placetilla de Los Reyes.

El firmamento encapotado por grisáceas, compactas masas de nubes contribuía a oscurecer más el ambiente. Y el tétrico recinto, lugar de descanso para los cuerpos sin vida hasta el llegados y allí depositados aparecía ya envuelto en una melancólica penumbra.

Un viento recio, procedente de las entonces como difuminadas Isletas sacudía las bamboleantes pencas de las cercanas plataneras en rachas constantes; y producía sonidos misteriosos, lúgubres al deslizarse entre los nichos, sobre las tumbas y azotar inmisericorde a enhiestas cruces, lápidas y monumentos alegóricos de los marmóreos mausoleos.

Las estatuas que se esparcían acá y acullá en el recinto del camposanto parecían cobrar vida propia a medida que la oscuridad iba en crecimiento. Tan solo algunos oscilantes faroles o lamparillas de mortecinas y parpadeantes luces amarillentas sobre el inevitable aceite iluminaban de trecho en trecho el pie de una tumba, la lápida de algún nicho o la fisonomía extraña de una estatua en posición orante.

Y la suma de todos aquellos detalles contribuían a dar aspecto más sobrecogedor al cementerio municipal.

Maestro Antonio, al sentirse solo en el recinto miró una vez más con aprensión a su alrededor. Él no era un valiente precisamente. Su carácter apocado, timorato y pusilánime le hacía temblar de miedo siempre

que entraba en el lugar en que descansaban ya para la eternidad las víctimas de la muerte. Y ello resultaba bastante paradójico en el buen hombre dado que su oficio era precisamente el de enterrador. Nunca lograba sentirse tranquilo cuando realizaba su obligatorio trabajo. Trabajo que si lo ejercía como funcionario del Ayuntamiento se debía a la perentoria necesidad de ganarse un sueldo con el que poder vivir. Y aquello de trabajar para la muerte con afán y necesidad de vida...

Cuando se quedaba solo en el cementerio, le parecía como que algunas de las losas que cubrían las tumbas se removían y de dentro de los nichos creía oír voces, lamentos, constantes cuchicheos.

Por todo lo que, para cobrar ánimos y poder realizar con cierta serenidad sus tareas de sepulturero solía llevar consigo una botellita aplanada, de bolsillo con reconfortante ron de caña del país, la cual, invariablemente vaciaba antes de abandonar el cementerio.

Pero, aquel atardecer grisáceo y frío, de manera incomprensible, descuido imperdonable había olvidado tan gran estimulante. Y ello le resultó fatal.

Muy poco después de que en aquel melancólico atardecer otoñal el último acompañante del entierro traspusiera las verjas de entrada al recinto, maestro Antonio aprestó los útiles necesarios para clavar las tablas que de forma provisional taponarían con la consabida lápida mortuoria la entrada del nicho acabado de ocupar.

La noche era llegada y el viento arreciaba en sus ráfagas húmedas y frías por lo que el medroso sepulturero se arrebujó en su amplia capa de abrigo y ayudado por la débil y oscilante luz del farol que a duras penas pudo encender, dio comienzo a la rutinaria tarea...

Los sordos golpes del martillo contra las cabezas de los clavos y las tablas, resonaban más bien lúgubres, temerosos más que en sus oídos, en el atormentado cerebro del buen hombre que ni se atrevía a

A mirar detrás de sí, por más que en una que otra ocasión le pareció allí oír como algún apagado susurro, algún ahogado lamento de acentos prolongados procedentes de las tumbas y nichos que lo rodeaban.

A pesar del frío que el fuerte viento originaba a aquella hora ya más nocturna que crepuscular, maestro Antonio sudaba y bien advertía que sus miembros temblaban más de miedo y aprensión al lugar y a la hora que al mismo fresco ambiente. Y se palpaba de cuando en cuando el bolsillo trasero del pantalón para cerciorarse una y otra vez que no estaba allí, consoladora la ansiada medicina con que combatir el miedo que, como siempre, en tal situación lo invadía.

Suspiró al cabo de haber pasado los minutos. Ya le faltaba poco para concluir la ingrata obligación laboral. Aunque, sus aprensiones y recelos parecían ir en incontenible aumento.

Se figuraba escuchar pasos de pisadas leves, sollozos, gemidos, voces plañideras que susurraban a su espalda incomprensibles y tétricas sentencias. Y sentía físicamente como el sudor frío, húmedo y pegajoso le recorría el tembloroso cuerpo.

Y faltándole ya muy pocos clavos que colocar para sujetar convenientemente la tablazón, aumento su aún confuso pero creciente terror el que, debido a una súbdita racha del fuerte viento se le apagase la luz del farol...

No tuvo ánimos para encenderlo de nuevo y, ya a tientas procuró colocar los últimos clavos.

Temblaba ya con sacudidas violentas al recoger del suelo, tanteando los útiles allí empleados.

¡Y cuando se disponía a retornar a la seguridad de las mal iluminadas calles de Vegueta se sintió de repente sujeto por la espalda!... Emitió un alarido y con frenéticos movimientos trató de soltarse extendiendo tras de si las trémulas manos para agarrar la capa.

Creyó oír una siniestra risotada, de tonos jubilosos, que se mofaba de él, tirando de sus ropajes.

Luchó el timorato sepulturero unos momentos más con supremo desespero, pero la garra que lo apresaba no parecía querer soltarlo y, ya enloquecido de terror, su garganta trémula emitió un último penetrante y angustioso alarido... Mil luces brillaron simultáneas en su cerebro y, aflojando los tensos músculos se derrumbó pesadamente.

Quienes a primeras horas de la mañana siguiente entraron en el cementerio de más allá de las plataneras encontraron a Maestro Antonio sin vida, caído en grotesca postura al pie del último nicho tapado, claveteado por él.

Su rostro de facciones desencajadas conservaba todavía una mueca de supremo terror. Y sus manos, engarfadas como garras parecían todavía tratar de tirar de la capa, sujeta a la tapa del nicho por el último clavo.



f i n

11 de junio de 2010

Un amor infausto

Vaya hoy de cuentos. El siguiente que, con otros que proyecto editar aquí de cuando en cuando, escribí ya hace bastantes años.



UN AMOR INFAUSTO


Aridaman, “cabra salvaje” desciende desde la cima de la montaña.

El joven canario, cuerpo de atleta apenas cubierto de unas pieles, viene satisfecho porque la caza ha sido fructífera.

Mucho madrugó Aridaman. Y el sol está ahora en lo alto, sobre Tamaran, bañando con sus rayos las copas de los pinos, las cresta brillantes de las grandes rocas, la superficie del mar sereno allá abajo.

Aridaman ha cazado en los lindes del pinar y en la cumbre de la frondosa montaña desde donde pudo contemplar gran parte de la isla, de la Tamaran amada. Ha sentido añoranza al divisar valles, lomas, barrancos y montañas que él no puede recorrer en la actualidad sin grandes riesgos.

Ahora es un proscrito. Ahora todo pertenece ya al pasado. A un pasado que no puede, que no debe de añorar.

Está ya cerca de su inmediato destino. Desciende ágil al cauce del corto pero profundo barranco que se abre a sus pies. Ya divisa la cueva, ya pisa la plataforma rocosa, balconada natural al abismo formado en donde el pinar termina. Ya contempla allá abajo el mar inmenso y el dilatado horizonte fundido con el cielo enfrente.

Se detiene intrigado. No hay señales de vida en la cuevas. El fuego está apagado, ninguna cabra merodea por los alrededores, no se oyen los llantos o las risas del niño ni los melancólicos cantos de Guanarima.

Penetra el joven en la vivienda semioculta por espesas masas de matorrales. Nadie a la vista.

Al pie de la fuentecilla de agua clara y fresca que mana constante a través de natural filtro en la rocas, unas pieles y una tabona, la cuchilla de lasca pétrea que suelen usar para curtirlas y adornarlas aparecen abandonadas allí, de cualquier forma.

Ligeramente inquieto, Aridaman llama:

- ¡Guanarima!... ¡Guanarima!...

Tan solo el eco de su propia voz responde.

Pensativo, se deshace de la carga de carnes todavía tibias y sanguinolentas. Deposita sus primitivas y rudimentarias armas en un rincón de la cueva y, atalayando desde la plataforma de la entrada vuelve a llamar a la mujer:

- ¡Guanarima!... ¿En donde estás?...

Y con gran alivio oye la voz de su compañera que desde algún escondrijo lo llama a su vez:

- ¡Aridaman!... ¡Aridaman!... Estoy aquí arriba, en el pinar.

Por encima de la cueva, en donde las raíces de los añosos pinos escarban en vacío divisa al fin el hombre el rostro de la mujer.

- ¿Estás bien?... – y continúa interrogante - ¿Y el niño?... ¿Por qué has subido ahí?...¿No te tengo dicho...?

- No grites tanto, Aridaman,- le interrumpe ella con voz contenida .- Ven. Y procura no hacer ruido ni ser visto.

Aridaman mira receloso en derredor.

Todo el familiar paisaje aparece igual que siempre, solitario, tranquilo, con los habituales rumores del bosque y del mar abajo tan solo.

Tomando firmemente el magado que es bastón y temible arma a la vez asciende el joven la difícil ladera hasta llegar a las musgosas rocas que se confunde ya con la fronda del pinar. Escondida entre ellas, con el niño dormido en brazos está Guanarima. Su hermoso semblante se nubla y silenciosas lágrimas brotan de sus azules ojos.

Sin decir de momento nada se sienta él a su lado y le pasa un brazo por los hombros, atrayéndola cariñosamente hacia si.

Guanarima apoya la cabeza en el pecho del hombre amado y siempre con el niño apretado contra sí torna a llorar con renovada aflicción.

Aridaman, preocupado la deja desahogarse, interrogándose a su vez en su interior. ¿Qué nuevo peligro les acecha ahora?... Y un sentimiento de amargura y de impotencia a la vez vá adueñándose de su ser.

En tanto ella llora, ahora apacible, flojos los nervios rato antes excitados, él en rápida secuencia de visiones y pensamientos revive una vez más en su mente los hechos, las causas que condujeron a ambos amantes a su actual situación y forma de vida.



Aridaman era de noble estirpe, como nobles habían sido su padre y el padre de su padre. En ritual ceremonia, cuando su tiempo fue llegado y su cabellera orgullosamente larga descansaba en los musculosos hombros del todavía joven adolescente, se la cortaron por debajo de las orejas. Y ante el Guanarteme reinante entonces en Tamaran y con el Sabor de los Guayres reunido, recibió de manos del poderoso Faycan el magado guerrero ye ya anteriormente usaran sus mayores. Y juró que nunca había robado en tiempos de paz, ni maltratado ni mal mirado a mujer ni anciano, ni entrado en corral ajeno, ni descuartizado animal con sus manos, ni confeccionado comida o molido cebada...

Como ya entraba en la edad viril, con la ceremonia descrita pasó a ser noble entre los nobles, guerrero entre los guerreros por derecho y merecimientos pues de todos era ya conocido, querido y admirado. Las mujeres, sobre todo las doncellas lo miraban con singular afecto y él andaba de una en otra, tan inconstante y veleidoso en el amor como esforzado y valiente en la pelea.

Pero, un día... Aridaman se enamoró, amó de verdad, sin reservas ni tibiezas.

Sucedió que,...

Después de las Sementeras, al finalizar el verano, las sequías pertinaces eran las plagas más amenazantes que pendían de siempre sobre la paz y la felicidad de la paradisíaca Tamaran. Y se efectuaban ritualmente fervorosas rogativas pidiendo la lluvia bienhechora.

Reunidos en el Tagoror el Guanarteme, el Gran Faycan y la totalidad del Sabor de los Guayres del reino, con todo el pueblo silencioso y grave en derredor, tras haber derramado en lo alto de la Montaña Sagrada la leche recién ordeñada de las cabras blancas como invocación propiciatoria, las virginales harimaguadas, sacerdotisas dedicadas al Culto en el aislamiento de sus grutas cenobios acudían ante el pueblo canario con cánticos, plegarias y ritos sagrados a demandar la gracia del agua caída del cielo a su dios supremo Alcorac, el Grande, el Dueño y Hacedor de la raza canaria y de la isla.

Y como final del litúrgico acto, entonando más y más cánticos y oraciones descendían todos hasta la cercana playa y adentrándose ellas en el mar golpeaban la superficie líquida con ramas de palmeras.

En el transcurso de una de tales rituales ceremonias fue cuando cambió el destino de Aridaman, el guerrero. Una de las doncellas harimaguadas, la más gentil y joven lanzando un pequeño y como mal contenido grito de susto dio un traspiés y cayó en las aguas; quizás no tanto debido al causal tropezón como por intencionada pero disimulada idea de gozarse con el refrescante baño, a ella como mujer y vestal ante hombres prohibido.

Aridaman, cercano al incidente, presuroso y galante ayudó a la joven a levantarse. Y sintió por unos gozosos instantes palpitar el esbelto cuerpo junto al suyo... Y contempló muy próximo el hermoso y juvenil rostro, con gesto risueño y malicioso...

Y desde aquel mismo instante la amó. Con un amor silencioso, en breve abrasador en su pecho, aunque sabiéndolo insensato por imposible. Las leyes canarias eran bien explicitas en tales casos: Quien amase o intentase enamorar a una harimaguada sería ajusticiado, desriscado desde lo más alto de la Montaña del Sacrificio. Y ella, consentidora o no de tal pasión, aunque la seducción no se hubiese realizado ni la fomentase perecería lapidada por la justicia del pueblo.

Preso en las redes de aquel repentino e impetuoso sentimiento amoroso, Aridaman procuraba asistir a toda concentración o ceremonia religiosa en la que las vírgenes canarias hiciesen acto de presencia y se recreaba en la muda y ferviente contemplación de la amada imposible. Pero, no logró disimular tanto aquella fogosa pasión que lo dominaba que la que la originaba no terminase por advertirla y el amor recíproco prendió también en ella . Y aquella llamarada emocional que los poseyó amenazaba desbordarse impetuosa, incontenible y fatal.

Bien que suponía o suponía muy peligroso el juego de aquel amor, pero se dejaba enredar en el. Era hija del Gran Faycan, con sangre de guanartemes en sus venas, predestinada desde la infancia al sacerdocio. Su anciano padre ponía en ella todas sus complacencias viéndola ya convertida en Sacerdotisa Mayor, el más alto destino reservado a la mujer en el pueblo isleño.

Si; aquel amor mutuo despertado y desarrollado en los corazones de ambos jóvenes era una locura. Sin embargo, ninguno de los dos protagonista cejaban en soñar el uno con el otro y resultaba ya peligroso cuando sus miradas se cruzaban fugaces. Pronto el disimulo resultaría difícil de mantener.

Y algo sucedió incrementando la situación.

Aridaman, en su calidad de noble y guerrero fue con otros más destinado para relevar a quienes hacían perenne guardia alrededor del cenobio en que habitualmente residía su amada. La misión de aquellos centinelas era impedir que el pueblo se aproximase a las allí recluidas; que bajo ningún concepto no se las importunase en su virginal retiro.

Desde las cuevas garita escalonadas estratégicamente alrededor del cavernícola cenobio el joven enamorado pudo así contemplar a placer a la dueña de su corazón cuando ella con sus compañeras o a solas paseaba, deambulaba por los alrededores. Y así se sentía un poco más feliz, dentro de la amarga soledad que lo afligía.

A su vez, pronto descubrió Guanarima al amado imposible entre los renovados guardianes. Y la sutil amenaza de la tragedia que los rondaba se acentuó.

Una noche en la que la luna iluminaba con su lechosa y suave luz todo el paisaje de la adormecida Tamaran, Aridaman en su puesto de guardia, mirando a las estrellas, soñaba como de costumbre con Guanarima, la dueña ya imperecedera de su contristado corazón. Y tan fuertes eran sus sueños que no se sorprendió en demasía cuando una alba y como irreal aparición se le adentró por la reducida cueva.

Guanarima, burlando vigilancias, al amparo de la noche saliera impulsiva de su cubículo habitual para encontrarse con quien su corazón ardoroso ya deseaba.

Los dos amantes se miraron, se sonrieron mutuamente y felices, jadeantes, olvidados de todo lo que no fuesen ellos mismos, con las manos entrelazadas y susurros y caricias pasaron horas inolvidables.

Las nocturnas reuniones se sucedieron. Pero la situación creada que originaban aquellas secretas entrevistas, bien sabían con un atisbo de razón que ya resultaba insostenible y bien que a su pesar lo comprendían asi ambos jóvenes en su ceguera amorosa.

Una noche, en brazos de Aridaman, hablaba entre suspiros Guanarima:

- Este estado de cosas resulta ya imposible. Yo no puedo vivir ocultando más tiempo nuestro amor...

- Bien sabes, hermosa Guanarima, - respondía él compungido – que cada día que pasa se aviva más mi cariño hacia ti, si esto es posible... Pero, ¿Qué podemos hacer como hasta ahora sino ocultarnos de todos?... Las leyes de nuestros mayores son tajantes, no admiten soluciones fáciles. ¡Solo la muerte nos espera al final!...Cruel muerte, pensando en ti.

Ella se estremeció, apretándose más contra su amante.

- La muerte,... Yo no la deseo. Pero, de venir, que sea a tu lado.

Permanecieron silenciosos unos instantes, acariciándose mutuamente, al cabo de los cuales fue la harimaguada quien reanudó el diálogo.

- Vivir... –suspiró- ¡Vivir toda la vida contigo, siempre unidos por nuestro amor...!

- Mientras haya en mi cuerpo vida, -suspiraba a su oído Aridaman – mi cariño te pertenecerá... Parece como si estuviésemos viviendo en un continuo sueño,... Este amor es imposible,... Tu eres una descendiente real, eres sacerdotisa de Alcorac y estás predestinada a los más altos cargos...

- Yo no ansío el cenobio. ¡Odio esta vida de eterna reclusión!...- y cambiando de tono – Tu eres noble, mas si trasquilado y aún impuro fueses yo te amaría igual. ¡Óyeme!... ¿por qué no huimos?. Alejémonos de este pueblo que con sus costumbres y sus leyes no nos permite la felicidad!

- ¿Huir?... – la tomó él de las manos – Bien dices sí, amada mía; pero...

- Si, Aridaman. Refugiémonos en las montañas, en los riscos de las cumbres, en lo más intrincado de los

bosques o en lo más escondido de desconocidas playas, en donde nadie pueda llegar para turbar nuestro amor.

Aridaman acarició a la doncella, enternecido.

Raptar a la amada y escaparse a vivir libres en algún ignorado rincón de la isla...

- ¡Huir! ... ¡Vivir tu y yo solos y felices! , -su rostro se contrajo con un gesto de preocupación – No. Tu padre nos habría de perseguir hasta el último escondrijo.

- Pues, pienso yo que esa es la única solución a nuestro malvivir actual ... El único medio de poder vivir dichosos el resto de nuestros días

Aridaman vacilaba, cavilaba. No temía por la suerte que a él pudiese corresponderle si como fugitivos los apresasen. Dudaba ante el pensamiento de la deshonra pública de su amada, de la muerte fatal a la que la iba a comprometer de acogerse a aquel arriesgado plan. Pero, huir parecía ser la única solución, sí. Y había que decidirse. Su mutuo y fogoso amor así lo exigía.

Y, por fin, una noche de aquellas en que estaban los amantes reunidos,...

- Pues bien; está decidido, - la informó rotundo.- Querida Guanarima, te prometo que escaparemos de esta muerte que sería nuestra vida sin amor entre los de nuestro pueblo. Tu y yo fundaremos en algún lugar de la isla una nueva raza libre, feliz.

El joven guerrero se encargó de prepararlo todo. Habían de elegir el momento mas propicio, siempre durante la noche. Él conocía sendas, escalas y refugios ignorados de la mayoría de sus congéneres.

Y pocas jornadas después la doncella harimaguada y el noble guerrero guardián desaparecieron del cenobio y del poblado.

Grande fue el revuelo que se originó al conocerse la fuga de los dos amantes. El Faycan, enfurecido lanzó partidas de hombres armados en busca de su hija y su presunto raptor. Infructuosas resultaron las batidas desarrolladas. Se recorrieron las costas. Se descendió a los más profundos e intrincados y siniestros barrancos, se escalaron las agrestes montañas y se escudriñaron los extensos bosques, todo sin éxito alguno. Por lo que lo novedoso del episodio y el escándalo originado acabaron por menguar un tanto en su intensidad inicial y al cabo de algún tiempo, paulatinamente, cesó la pertinaz búsqueda, aunque no fuese el suceso olvidado completamente, sobre todo por el considerado ultrajado Faycán.

Tal es el retazo del reciente pasado que por unos instantes rememora el joven Aridaman en este recóndito paraje de Tamaran, enclavado en una de las partes más altas y escabrosas de la isla, teniendo a la harimaguada y al niño, fruto de tan accidentado amor en los brazos.

Ya más sosegada, Guanarima contempla amorosa a la criatura que ha vuelto a dormirse y sonríe maternal. Mas el recuerdo de un peligro actual, latente y amenazador nubla de nuevo su hermoso semblante. Mira asustada a su compañero.

- ¡Aridaman!... Tenemos que huir otra vez... Tenemos que alejarnos de este paraje.

- ¿Qué dices, mi adorada Guanarima?... – inquiere él, preocupado.

- ¡Hemos sido descubiertos!

- ¿Cómo?... ¿Qué es lo que ha pasado durante mi ausencia?.

Guanarima deposita con sumo mimo y cuidado al pequeño durmiente en el hueco cercano de una roca.

- Esta mañana, después de tu partida y de asear yo la cueva y repasar las últimas pieles que trajiste, mientras Tamayedra dormía, estando ordeñando la cabra oí voces que hablaban muy cerca de mí, en la ladera...

- ¿En el risco?,... – interrumpe él frunciendo el ceño en gesto estupefacto.

- Si; por el que da al mar. Dos mozos, creo que uno de ellos Bentagache el hijo de Adamiga de Agayte, con sendos troncos de tea al hombro subían como verdaderas cabras. Supuse que para tratar de cumplir alguna apuesta pretendían clavar los palos en lo más alto de esta parte del risco... Pero, al verme a mí dejaron caer los troncos, acaso sorprendidos por mi inesperada presencia y, contraviniendo las leyes me hablaron: “¿No eres tú Guanarima la harimaguada, la hija del Gran Faycan de Agáldar?”...

- Sigue, sigue... le apremió Aridaman - ¿Qué pasó después?.

- Pues que Bentagache, mas decidido que su compañero siguió acercándose y preguntando: “Y Aridaman, ¿No está aquí, contigo?... Pretendió tomarme de una mano... No sé como tuve fuerzas pero conseguí coger un palo encendido de la hoguera en que se asaba el conejo... Le quemé en la cara. El otro mozo pareció decidirse e intentó tocarme y lo rechacé también con la tea encendida, gritando...Por fin, ante los alaridos que daba Bentagache, retrocedieron por la senda que a través del risco dices tú que lleva a Aregayeda... Aún oí que al alejarse gritaban: “¡Volveremos con los de Agáldar!... ¡Esta vez no lograras escapar a la justicia del pueblo!”...- y finaliza la relación gimiendo - ¡Oh, ha sido horrible!

- Aridaman la acaricia afectuoso.

- Cálmate, cálmate... Ya pasó todo. No tengas temor.

- Y ella prosiguió, algo más serena:

- Solté las cabras, apagué el fuego, cogí el niño y me vine para estas alturas a esperar tu regreso – toma las manos de su compañero - ¡Tenemos que escapar, Aridamán!... Marchémonos de aquí antes de que vengan los guerreros.

Él procura calmarla en su aflicción con tiernas caricias, atrayéndola una y otra vez hacia sí y aunque esta interiormente alarmado, procura disimularlo y hace lo posible para que ella se tranquilice.

- No temas. No nos cogerán. Partiremos ahora mismo hacia un lugar aislado en donde no lograran encontrarnos jamás. Iremos al Faneque, en donde tengo por allí previsor y seguro refugio. Y, más adelante habremos de trasladarnos por lo más escabroso de las montañas hacia los grandes barrancos de la comarca de Atrahanaca...

- Y después de unos momentos de silencio, continuó, animoso

- El escondite de el Faneque que yo suelo visitar de cuando en cuando al ir de caza, está bien provisto de agua, leña para el fuego y otras provisiones en cantidad suficiente para permanecer allí largo tiempo.

- Con aquellas frases de consuelo y aliento la joven madre, atendiendo solicita en todo momento al niño durmiente, se serena un tanto.

- En amplio zurrón carga Aridaman lo indispensable para la precipitada fuga y así la familia inicia el éxodo rumbo al alto y aislado roque Faneque unido a tierra firme por estrecho y peligroso paso, coloso de piedra, árboles y maleza por una parte, la que le une al frondoso pinar y árido, agreste y riscado por la que se abre en impresionante acantilado al mar que baña su base allá abajo.

- La pareja, él con varios útiles sobre las espaldas y una amodaga y el magado enarbolados y ella con un hatillo conteniendo lo imprescindible de rudimentarios útiles domésticos y el niño sujeto con pieles terciado a la cadera.

- Aridaman, al mismo tiempo, avezado a recorrer bosques y montañas va a la zaga procurando borrar o disimular lo mejor posible las huellas de su presuroso paso.

- Un corte impresionante, más allá de un precipitado barranco, singulariza más todavía al paisaje y aísla por completo al imponente risco a donde la pareja en fuga se dirige.

- Aridaman, buscando los pasos más accesibles para Guanarima, la va guiando con seguridad y aplomo hacia la salvación que para ellos va a ser el alto roque. Por estrechas y disimuladas sendas, a veces al borde del impresionante precipicio, otras ascendiendo cual humanos lagartos las laderas agrestes llegan al cabo de cierto tiempo jadeantes los dos jóvenes a un determinado lugar en el que hasta la difícil senda que siguen parece terminarse. A los lados, muy abajo, barrancos insondables de tenebrosas penumbras que mueren en el mar por la costa. Detrás queda la masa verdosa del pinar y su frondosa maleza con el fondo de las siluetas quebradas de montañas de indudable origen volcánico al fondo. Enfrente solo se les ofrece la pared rocosa, desnuda la mayor parte de vegetación y al parecer completamente lisa del Faneque en sí que habrá que intentar escalar.

Guanarima, cansada de la caminata mira desolada a la que aparece como vertical ladera que tiene enfrente y piensa con angustia que es materialmente imposible el continuarla por allí. Aridaman, sonriéndole para darle ánimos hace rodar algunas piedras que dejan al descubierto espacios suficientes para apoyar en ellos manos y pies en escalada. Indica:

- Voy a subir por aquí yo primero. Tu amárrame bien a Tamayedra a la espalda. Una vez arriba, con esta soga te subiré a ti y al bulto de las pieles y las armas. La cueva que te he dicho que ya está preparada y nos espera está ahí arriba, bien disimulada y muy cerca de la cima.

- Ayudado por Guanarima logra colocar al niño bien acomodado y seguro encima del zurrón que porta a la espalda y emprende con movimientos firmes y seguros la laboriosa escalada.

- Tamayedra asustado está despierto y llora ruidoso en tanto que su madre temblorosa y anhelante contempla con intensa mirada la escalada y acaba lanzando un profundo suspiro de alivio cuando advierte al escalador que, sonriente y con el niño ya a salvo en el borde de la cueva le arroja un extremo de la sólida soga de cuero trenzado. Y al fin sube ella lentamente, apoyándose con manos y pies en la desnuda roca, cerrando los ojos para no ver el negro abismo que se abre amenazador bajo sus plantas, sintiendo al mismo tiempo el peso del resto de la soga amarrada a su cintura con las armas y los víveres.

- La cueva, aunque de reducidas dimensiones parece ofrecer seguro y momentáneo refugio a la pareja con el niño.

- Por la tarde, Tamayedra beatíficamente dormido sobre unas pieles, los dos jóvenes amantes se acomodan en la misma cima del roque y contemplan absortos el dilatado paisaje que se ofrece a su vista. Hacia el sur, riscos impresionantes, altas montañas de tintes violáceos y cárdenos y profundos barrancos de los cuales suben espesas brumas. Por el lado de donde surge diariamente el padre sol, después de los grandes cortes casi verticales en que se remata la fronda de Tamadaba asomándose en parte con atrevimiento al mar y en parte sobre las lejanas llanuras y vaguadas de Agayte y Agáldar con la montaña de Arehucas y los altos de Moya y Afurgat al fondo. El infinito norte está limitado por el mar y el cielo que se unen en la lejanía con masas de nubes blancas y algodonosas. Y allá por el oeste, emergiendo de las brumas sobre las aguas la mole imponente del Echeide, el Pico Sagrado que, según las tradiciones, en cíclicos legendarios echaba fuego y humo a lo alto cuando las tibicenas pretendían adueñarse de la tierra. Algunas nubes tornasoladas ya comienzan a situarse en derredor del mágico y gigantesco monte como suele ocurrir cuando se acerca el diario atardecer.

- Guanarima, siempre alerta es la primera en volver a la realidad presente, nuevamente alarmada.

- - ¡Mira, Aridaman!. Un grupo de hombres, cazadores o guerreros sale allí debajo de las lindes del pinar.

- Efectivamente, una docena de guerreros armados de amodagas, dardos y magados puntiagudos avanza por uno de los bordes del espeso pinar de Tamadaba, con inequívoca dirección hacia el Faneque, ante lo cual Aridaman con rápido gesto obliga a agacharse a su compañera, tendiéndose ambos en el borde de la cueva que les sirve de refugio, observando al grupo de guerreros. A una comprenden que se trata de una partida enviada por el Faycan enviada de inmediato en su busca y captura, delatada su presencia en Tamadaba por Bentagache y su compañero. Luego, arrastrándose sigilosos, ambos buscan el escondrijo de la cueva y continúan sin perder de vista a los de la partida que al poco se van alejando, después de reconocer lo mejor que pueden las cercanías.

- Aridaman y Guanarima respiran al fin con desahogo y mas tranquilizados.

- Pero, al poco tiempo, ya atardeciendo hacen de nuevo su aparición los guerreros en el borde del pinar. Y ahora avanzan ya con decisión hacia el estrecho y peligroso paso, el único posible transitable que conduce hacia el Faneque. Al frente de ellos marcha un hombre viejo, casi desnudo que camina encorvado y concentrado y en quien Aridaman, pese a la distancia reconoce a Tiniguada el pastor, el mejor rastreador de la isla. Sigue, siguen los componentes del grupo las huellas dejadas por los fugitivos y Aridaman, dentro de sí maldice en no haberse preocupado tanto allí, en el terreno volcánico de borrar todo rastro de su paso al igual que por el pinar lo ha hecho.

- Gunarima solloza quedamente apretando a su hijo contra sí y Aridaman, con las manos aferradas a la amodaga de tea endurecida al fuego, piensa por un momento en matar al que intente cruzar el dificultoso paso. Pero, de momento se contiene.

- Los guerreros de Agálda, como la noche ya se avecina y es más intenso el fresco del atardecer, encienden varias hogueras y forman campamento al otro lado del desfiladero. La estancia entre ellos del sagaz Tiniguada parece confirmar que ya saben con casi total certeza en donde se refugian las prófugos amantes. Y bien así lo comprende Aridaman ya verdaderamente alarmado, aunque todavía una luz de esperanza brille allá en su interior. Si ellos en la cueva procuran no dar señal alguna de vida quizás desistan sus perseguidores de arriesgarse al cruce del peligroso paso y a la necesaria y difícil escalada...

- Cae la noche. Una noche fresca en estas alturas.

- En el improvisado campamento los hombres de armas, cazadores y guerreros hablan entre sí y sus voces llegan con toda nitidez hasta la pareja fugitiva agazapada en su elevado escondite, manteniéndolos en constante vela y zozobra.

Tamayedra, una vez más alimentado y aseado en lo posible duerme apacible y sus padres comen algunas frutas secas acompañadas de necesarios sorbos de agua del odre.

La noche se desliza plácida, en gran parte bajo la lechosa claridad de la luna, pero Aridaman espía constante el campamento de sus enemigos que ahora duermen envueltos en sus tamarcos de lanudas pieles, cercanos a las mortecinas hogueras, en tanto que uno de ellos hace de centinela y permanece vigilante, en alerta, sin apenas apartar la vista del fragoso roque que se rodea de sombras.

Va palideciendo el firmamento tachonado de estrellas, anuncio precursor de un nuevo día. Ascienden rumores confusos desde el mar, allá abajo. Comienza a soplar ligera y frescas brisa...

Guanarima, con los nervios todavía excitados por lo accidentado de la jornada, permanece acurrucada, como aletargada, lo mismo que por fin a conseguido en agitado sueño dormitar Aridaman.

Tamayedra se rebulle entre las pieles sobre la que lo han acostado y, destapado, desnudo e indefenso despierta al sentir en sus tiernas carnes el zarpazo de la brisa matutina. Y lanza un agudo grito.

Sobresaltados en grado sumo se despiertan del todo sus padres en el acto y ella con presteza maternal pero frenética en el ademán acude a sofocar el llanto del niño, tapándolo con las pieles.

En el campamento a la vera del pinar el repentino grito también despierta a los guerreros y alerta al centinela de turno que, excitado, señala a lo alto en dirección a la cueva.

Ya no hay remedio, piensa con desespero Aridaman. Su hasta entonces oculta presencia es conocida.

El llanto infantil ha sido como toque vibrante de atención que fija de modo exacto, inequívoco el lugar en donde ellos se esconden, la situación exacta de la disimulada cueva. Ahora, él deberá de aprestarse a luchar, a no permitir como sea a sus enemigos que logren cruzar el paso, cueste lo que cueste. Aunque bien sabe en su fuero interno que toda posibilidad de escapar de sus tenaces perseguidores se ha esfumado.

Un agudo y angustioso grito, un alarido brutal lo saca de su momentáneo ensimismamiento y amargas reflexiones.

- ¡Tamayedra!... ¡Mi hijo!... ¡Nuestro hijo,...!

Guanarima, como repentinamente enloquecida, gimiendo le ofrece el cuerpo del niño,... muerto. Al tratar de sofocar el infantil llanto que los delataba, lo tapó con las pieles, lo ha asfixiado.

Amanece ya. En la cercana fronda del pinar rompen a cantar alborotadoras las aves de rama en rama. Suenan en el soto bosque gruñidos, bufidos, llamadas de los salvajes animales que lo habitan... De las hondonadas y barranqueras emerge la niebla matutina, espesa, grisácea y azulada... E firmamento se enciende con nubes de tonos cárdenos, rosados, dorados y blancos....

Los guerreros isleños enviados por el gran Faycan, ahora espabilados y alerta contemplan asombrados y boquiabiertos una escena cuya visión no se borrará de sus mentes por mucho tiempo y que habrá de ser cantada por los bardos de toda Tamarán.

En lo más alto del Faneque, con el fondo lejano y majestuoso del Echeyde que en la isla cercana sube eternamente hacia el cielo desde las brumas que lo rodean, cara al mar que susurra lamiendo blandamente rocas y lavas allá abajo, las siluetas de Guanarima y Aridaman se recortan nítidas, manteniendo entre ambos en brazos el cadáver del niño.

La harimaguada y el noble guerrero se detienen por unos segundos al borde del precipicio que se abre ante ellos.

Un doble grito resuena poderoso, claro y aterrador a la vez:

- ¡¡Atis Tirma!!.

Y los infelices amantes se arrojan al vacío abrazados al niño fruto de tan malogrado e infausto amor.



f i n

4 de junio de 2010

AIRES Y MEMORANZAS GALICIANOS

de Carlos Platero Fernández



Mi intención es que este comentario sea a modo de contestación al que "Princesa" insertó tan gentil y amablemente al mío sobre rapsodias y rapsoda. Antes de nada, mi más sentido pésame por el fallecimiento de aquella adorable persona tan querida de su familia y de la mía y de sus amistades de siempre entre los que me encontré yo

Mis dos amores platónicos han sido siempre la Galicia eterna en que nací y Las Canarias tropicales que tan bien me acogieron y a ellas como bien se haya ya podido observar dedico siempre toda mi obra de aficionado a escribir.

Hoy, el prefacio e intención de mi novela inconclusa "La torre del odio" que se desarrolla a orillas del rio Ulla, junto al Puente de Mourazos y la adyacente ermita de Sanxurxo y que voy enviando, capítulo a capítulo a mis hermanos Elena y Alberto. Otro día, irá, si Dios quiere el preámbulo de la novela publicada hace ya muchos años "Un episodio de los tiempos celtas" desarrollado entre Chaín, La Esparela y el castro de A Roda y la Zarra Nova, así como el borrador inicial de "Flavio el romano" novela desarrollada en una sola jornada entre La Vila y Quinzán junto a una villa romana conocida como Vidualde. Todo a su tiempo puesto que tiempo, de momento y gracias a Dios tengo. Gracias por tu comentario, "Princesa".



Los prolegómenos de "La Torre del odio"

Escribía yo lo siguiente, y debió de ser después del verano del año de 1970 y ya en Canarias, de regreso de haber disfrutado nosotros los canarios unas estupendas y aunque cortas, intensas vacaciones, parte de las cuales, como no podía ser menos transcurrieron en Chaín, padres-abuelos y hermanos-tíos en la entonces acogedora casa de La Vila.

(En una serie de reportajes, escritos y publicados allá por los años 70 y 80 del pasado siglo, en el III de la serie, titulado "Ruinas evocadoras y atrayen­tes monumentos" referente a mi siempre evocadora tierra nativaaires de Galicia)

... Como colofón a esta especie de sencillo glosario de la Galicia históri­co - monumental vuelta a encontrar, doy la descripción de un cautivador paraje que tuve la satisfacción de recorrer, localizado en el centro geográfico de la comarca de La Ulloa, por zonas rurales apenas conocidas desde el exterior. Un paisaje de monte, completo verdor variado, prados, río y piedras musgosas que parecen querer hablar de la Galicia milenaria, de la Galicia de muy movida historia, de la Galicia amada que permanece todavía bastante sepultada en el desconocimiento y el olvido.

En tierras confines de la provincia coruñesa, circundadas sus faldas por las aguas del río Ulla, álzase prolongado montículo rematado en dos pequeños oteros singulares, de los cuales el uno y debido a su configuración da idea de pretérito castro y en donde hoy hay una sencilla capilla con rústico crucero como único exterior, estando cercano un penedo, una curiosa roca labrada en dos concavidades simétricas conocidas en el contorno por as pilas donde bebían os cabalos dos mouros y que muy bien pudieran ser receptáculos para prácticas religiosas, para celebraciones rituales de litaciones a las divinidades célticas. Entre yedras y matorrales se adivinan curiosos restos de ciclópeos terraplenes. El otro extremo de tan singular montículo, separado de el que se adorna con la ermita por unos centenares de metros, con laderas que descienden en rápido declive hasta el río y unos fangosos prados regados por aguas ferruginosas provenientes de un pequeño manantial, es un importante yacimiento arqueológico con restos de tosca cerámica, en donde se localizan fácilmente numerosos trozos de teja gruesa, de cantería granítica presumiblemente labrada. Al conjunto del montículo se le conoce con el topónimo sugeridor de La Torre.

¿Vestigios de una fortificación, acaso de la Edad Media?... ¿Huellas casi inapreciables de solariega vivienda demolida, arrasada en las cruentas épocas de continuas luchas entre feudales señores rivales?... ¿Posibles restos, consecuen­cias de la frustrada revolución de Los Hermandiños del siglo XV...

Difícil, por no decir imposible será el pretender esclarecer el enigma allí planteado; el secreto encerrado o enterrado, porque todo ha quedado sepultado bajo el absoluto silencio de varios siglos oscuros y decadentes en la apasionante historia del país. Queda tan solo abierto el camino para la imaginación.



Tema el de "el prado de la torre" en el que, sin acordarme por el momento del texto anterior que andaría archivado en alguna de las carpetas que ya iba hinchando con notas varias, incidí años después, supongo que ya con más soltura estilística, si vale aquí la expresión; al menos con más práctica en esto de escribir y en lo de describir, que no es lo mismo.

Porque, lo que si es seguro es que ya entonces había surgido en mi mente la idea de escribir algo sobre la posible fortificación que supuse que pudiese haber existido en aquel recóndito paraje cuyo nombre, conocido de generación en generación por los lugareños de la zona, me resultaba en verdad sugeridor. Y del que, por aquellas fechas, puedo asegurarlo, ni Alberto con sus estudios de Geografía e Historia ni Fernando con las notas que solía tomar de todo cuanto llamara su atención, conocían nada, si bien es cierto que Alberto, catedrático de la materia, ya barruntaba algo.

Lo cierto fue que yo en uno de mis muchos escritos años después volví sobre el tema, lo que demuestra que no lo había olvidado, ni mucho menos. Y, la nota, manuscrita, rescatada hace poco de entre multitud de otras decía así:

El prado de la torre.

Así se le llamaba y así supongo que se le seguirá llamando a un determinado lugar campestre localizado a orillas del río Ulla, en los límites sureños territoriales y administrativos del concejo o ayuntamiento de Santiso situado casi en el centro geofísico de mi tierra nativa, Galicia.

Topónimo sugeridor donde los haya, para localizar alguno de los innúmeros episodios que jalonan y conforman la historia de la región, de lo que fue en el pasado el Antiguo Reino de Galicia.

El prado de la torre,... La torre, la atalaya, la fortaleza de vigilancia de la comarca, de recogimiento de la tropa nativa o foránea, más o menos voluntaria o mercenaria, cuando los tiempos románico-góticos...

Hace ya bastantes años, con mi hermano mayor Alberto, profesional él de la Historia y aficionado yo a las historias de la tierra, de nuestros mayores, de nuestro ancestro y, en definitiva de nuestro pueblo, estando por aquellos días disfrutando de unas placenteras vacaciones ambos con nuestras respectivas familias y proles en la casa paterna de Chaín, en una veraniega tarde cálidas temperaturas al sol y algo refrescantes ambientes a la sombra, en tanto que emprendíamos un agradable paseo buscando, eso sí las sombras de la fronda arbórea del entorno, nos propusimos ambos llegarnos hasta las proximidades de la pequeña aldea de Sanxurxo con la intención de reconocer un cierto "prado de la torre" del que se me había hablado, cuya toponimia nos llamaba poderosamente la atención y que, cierto era, Alberto ya localizara y reconociera de forma muy somera tiempo atrás.

Yo me colgué del hombro la vieja y traqueteada carabina "remington del 22" como la llamábamos, para tratar de tirarle, no digo ya a un muy hipotético conejo o a una escurridiza perdiz o a un "pombo", iluso de mí, sinó a alguna de aquellas oropéndolas de brillante plumaje que no hacían daño a nadie, que ni siquiera eran aprovechables como vianda, pero que con los mirlos y los estorninos resulta­ban casi siempre el único blanco fácil para los pésimos seudo cazadores como yo. Pero daba gusto llevar el arma de caza al hombro.

(Al presente comentario manuscrito en folio satinado le falta el resto del texto que sin duda debí de escribir. Tan solo pude localizar cuando indagué entre mis muchos papeles el párrafo que debió de ser el postrero y que agregaré aquí al final para complementar el todo.)

Por lo que se colige de lo escrito hasta aquí, se ahora que aquel evocado paseo de reconocimiento del dichoso prado ocurría en el verano del año 1970, como al principio indiqué. ¡Con lo que ha llovido desde entonces!. Casi cuatro lustros. Y sin embargo, al tratar de concentrarme lo mejor y más posible en la evocación, una vez más me es dado el comprobar que recuerdo el episodio perfectamente. Y al mismo tiempo observar que soy una perfecta nulidad para recordar nombres de personas o números. Soy una verdadera calamidad y confieso que ni me acuerdo de las matrículas de los coches de mis familiares más allegados, ni de los números de los DNI de mis deudos y, desde luego de ningún número de teléfono y aún el de casa, debo de llevarlo anotado en cualquier papel, nota o tarjeta. (¡Véanse sino la cantidad de notas, de "chuletas" que llevo conmigo encima, en la carterita del monedero, en la cartera, entre la documentación del coche y permiso de conducir, etc., etc.!).

Pero, en cambio, en cuanto a recordar y evocar con bastante precisión paisajes, panorámicas, detalles geográficos de cualquier lugar en que haya estado y si es que en su momento llamó mi atención, a pesar de que hayan pasado los años tengo una memoria casi fotográfica,

Y es por ello que, en la evocación de la visión retrospectiva me veo perfecta­mente a Alberto y a mí salir de la casa de la Vila de Chaín, entonces toda llena de vida, rodeada de flores y verdores diversos. Era al comienzo de una tarde algo bochornosa, de verano y hasta me parece advertir que en algún momento nublada y por lo que, aunque a "priori" me sedujese el que por fin fuésemos los dos hermanos a reconocer determinada zona interesante del contorno aldeano, seductora para nuestras comunes aficiones de los hermanos Platero de intentar conocer cada vez mejor la comarca de nuestros mayores su historia, su geografía y su toponi­mia, la verdad es que a la hora de partir, solo en pensar en la caminata que me esperaba ya me entró en el espíritu cierta vagancia, por lo demás congénita en mí. Y eso que aún no habías adquirido estos muchos kilos de grasa que me sobran pero que no consigo echar fuera de mi rechoncho cuerpo.

Pero en aquella jornada, Alberto una vez más logró convencerme. Y héteme allí con la vieja y comunal carabina al hombro pasando por Pazos procurando no hacer ruidos que alertasen a los perros ladradores que reposarían jadeantes en algún alpende o debajo del hórreo en la era. Buscamos las sombras de La Esparela, cruzamos en agro de Santalla, pasamos ante las ruinas de una casucha en Mariño, junto a la Fuente Fría, por los alrededores de la aldea de Casasnovas y nos adentramos, primero por un pinar y luego por el fragoso monte de El Serrapio, que recorrimos hasta las cercanías del río Ulla, buscando el sitio exacto en que se localizaba la Fuente Santa tan popular en el contorno, la de las consejas y las leyendas. Fuente que no dimos con ella aquella vez, por lo que fuimos bajando de entre aquellos roquedales y tojos y por alguna amplia "corredoira" descendimos hasta las proximidades del río, por allí remansado, en lo que sería en un futuro próximo, si no lo era ya, la cabecera del gran embalse de Porto de Mouros. Dejamos a nuestra izquierda el reducido caserío de la aldea de Vide y tomamos la dirección de la de Sanxurxo, pero, antes de llegar a ella, nos encontramos en el para nosotros ya famoso "prado de la torre" y los dos montículos que lo separan del río, cuya descripción mal que bien hecha encabeza el presente reportaje.



Ya de regreso de la corta pero gratificante excursión, expedición de reconoci­miento al llamativo y recóndito paraje, donde sin duda ya surgió en algún rincón de mi mente, en el campo de mi imaginación el embrión de lo que más adelante iba a intentar convertir en el tema de una posible novela con el título ya concebido casi desde aquellos momentos de "La torre del odio" y que, muy posiblemente, como suelo hacer en casos análogos fuí allí mismo imaginando y comentando con Alberto, pensando ya en desgranar la idea sobre el papel.

Y fue por cierto aquella tarde que a mí me acaeció un pequeño percance que luego sirvió para que tanto mis hijos como mis sobrinos y los mayores que lo escucharon se riesen a mi costa a más y mejor cuando Alberto lo contó a la hora de la merienda en la casa familiar de La Vila.

Al tiempo que yo por fin gasté alguno de los finos cartuchos de caza que llevaba, disparando a mansalva a todo vicho viviente, léase pájaro que se moviese entre las ramas de robles, castaños, pinos o sauces y aún algún imprudente sapo que saltase junto a los setos de prados y brañas que íbamos atravesando, pues ocurrió que al intentar atajar yo por uno de aquellos húmedos prados en declive, resbalé, trastrabillé y dí con mi oronda y rechoncha figura en tierra. Caí en tan ridícula postura que quedé perfectamente sentado, levantando los brazos con la escopeta en alto para que no se mojase y al tiempo procurar mantener el equili­brio lo más dignamente posible; que no fue posible pues me deslicé prado enfanga­do abajo como si de un divertido tobogán se tratase, recorriendo en vertiginosa carrera más de cincuenta metros sin poder valerme y con el habla cortada por el sobresalto inicial, ante la primero alarmada y asombrada y luego regocijada mirada de mi querido hermano mayor que caminando por terreno más firme y seguro, pegado a uno de aquellos setos vivos se reía a mandíbula batiente, lo que continuó haciendo al tiempo que por fin, ya frenado yo en mi imprudente carrera me ayudaba a incorporarme, con el pantalón empapado pegado al trasero y al dorso de las piernas y los calcetines también mojados y los zapatos que hube de descalzarme un momento para escurrir el agua y el barro que en ellos se introdu­jeran.

La anotación final del relato y hecha en su día añadía que al pasar de regreso a casa por las aldeas y lugares de Vide, Sarandeses, Casasnovas y Santalla, Alberto iba saludando cordial y alegremente a cuanta persona nos topáramos, demostrando con ello "conocer a aquella gente paisana de toda la vida". Y en cambio, yo que también saludaba, procuraba disimular lo mejor posible lo embarra­do que iba, y ponía verdadera cara de bobo por más que lo disimulara y cuando nos alejábamos terminaba preguntando por "lo bajines" con la consabida muletilla de ¿Y quién es?...; porque bien cierto es que, a pesar de haber pasado en mi infancia larga temporada en el curato, desde hacía muchos, muchísimos años residía como trasterrado, fuera de la región.

Luego,... Yo escribí el borrador casi completo de la novela "La torre del odio". Y en cuartillas manuscritas tuve el tema mucho tiempo.

Tanto me entusiasmé con la idea, que llegué a dibujar no solamente las figuras de Donsueiro y de Froila, la doncella sinó también de lo que yo imaginé fue aquella fortaleza, el paisaje en que se enclavaba, etc.

Cada vez que iba a Galicia, mi hermano gemelo se interesaba por la novela, quería saber si la había terminado, si estaba ya dispuesta para su posible publicación... Habló de ello a varios amigos de La Coruña que cuando me veían me preguntaban indefectiblemente por ella, etc., etc.

En el entre tanto, Alberto me facilitó datos documentales de la existencia de una torre, de "nuestra torre" en lo alto del montículo, a la vera del remanso allí formado por el río.

Y Fernando, mi gemelo también comenzó a interesarse de veras en el tema y, muy poco antes de fallecer, me envió un trabajo suyo de pormenorizada investigación que, complementando lo facilitado por nuestro hermano mayor ha sacado a la luz un importante episodio de la historia de la comarca.

Ambos trabajos eruditos van a ser el epílogo de la novela que yo escribí después de imaginarla, desconociendo la verdadera historia. Y que en cierto modo no desmerecen la una de los otros.