30 de agosto de 2011

Isla de Lobos



EN LA ISLA DE LOBOS

Por Carlos Platero Fernández

Hace ya años, cuando, arrastrado por mi inextinguible entusiasmo de indagar y a ser posible luego divulgar todo lo que fuese concerniente al interesante pasado canario, andaba yo en busca y demanda de documentación varia con que reforzar unos trabajos míos al respecto cuales “La Historia de Canarias en episodios”que con prólogo de Luis García de Vegueta se me publicó aquí, en Las Palmas de Gran Canaria en el año de 1971 y el siguiente, más esmerado si cabe que titulé “Los aborígenes canarios”y trata de sus usos y costumbres según las diversas noticias hasta nosotros llegadas por diversas fuentes históricas, extenso trabajo de investigación que todavía está inédito en su conjunto aunque sí publicados hace tiempo en capítulos o amplios reportajes en la prensa local grancanaria, hube de tropezarme en más de una ocasión con citas sueltas y aún algún que otro relato acerca del islote mas bien conocido como Isla de Lobos localizado junto a la costa nordeste de la isla de Fuerteventura y enfrente a la de Lanzarote, que muy pronto encendieron mi imaginación siempre presta a ello.

Porque, citado este islote y reflejado en algún derrotero marítimo de la época ya antes de la conquista betancuriana del siglo XV, en los primeros planisferios o mapas conocidos trazado en una especie de atlas catalán figuraba con la denominación de “Megi Mari” como así se le citó al principio en aquella especie de diario con reseñas de la conquista de algunas de las islas del archipiélago por el normando Juan de Bethencourt, compuesto por los religiosos franceses Bontier y Le Verrier. Aunque, a partir de entonces ya así se la vino denominando, Isla de Lobos, como se la continúa llamando en la actualidad.

Poco después de mi primera visita a la isla de Fuerteventura, cayó en mis manos un curioso libro del que era autor aquel Julio Verne, escritor francés del siglo XIX, geógrafo de países fabulosos, creador de personajes enigmáticos, inventor de islas misteriosas y de originales máquinas, autor de extraordinarias novelas e iniciador preferido de mis fogosas lecturas juveniles de fascinantes aventuras, la mayoría de ellas encuadradas en sugeridores ambientes futuristas. Pero en aquella ocasión me encontré con que no era el tema de las surgidas de su fértil imaginación sino de las aventuras reales, de la vida misma, englobadas en el sugeridor título de “Historia de los grandes viajes y los grandes viajeros” que se publicó por primera vez en el año 1878 y en el que dedica todo un capítulo dividido en dos partes a su paisano el conquistador Juan de Bethencourt (1339-1425), si vida y su obra de conquista de las islas Canarias, siguiendo para ello casi al pie de la letra una de las versiones de “Le Canarien”, en este caso el códice favorable al parecer al caballero Gadifer de La Salle que fue compañero e inicial socio en la empresa; de cuyo texto he extraído yo los fragmentos más significativos acerca de Fuerteventura y especialmente los que conciernen a la isla de Lobos que en realidad fueron las primeras noticias fehacientes que de ella se tienen, reproducidas luego por cronistas e historiadores con más o menos fidelidad y que decían así:

“Allá por el año 1339, nació en el condado de Eu (Normandía), Juan de Bethencourt, barón de Saint-Martin-le-Gaillard. Juan de Bethencourt era de muy buena familia, y habiéndose distinguido en la Guerra y la navegación fue nombrado chambelán de Carlos VI. Tenía afan por los descubrimientos y así es que, fatigado del servicio de la coirte durante la demencia del rey, poco feliz por otra parte en el hogar doméstico, resolvió abandonar su país e ilustrarse por medio de alguna aventurera conquista”

“Hay en la costa africana un grupo de islas llamadas Canarias, que llevaron en otro tiempo el nombre de islas Afortunadas. Juba, un rey de Numidia, las había explorado, según dicen, hacia el año 776 de Roma. En la Edad Media, si se han de creer ciertas relaciones, los árabes, los genoveses, los portugueses, los españoles y los vizcaínos visitaron en parte este grupo interesante. Finalmente, hacia el año 1393, un caballero español, llamado Almonaster, que mandaba una expedición, efectuó un desembarco en Lanzarote, y trajo con cierto número de prisioneros, productos que atestiguaban la gran fertilidad del archipiélago.

“Este hecho llamó la atención del caballero normando. La conquista de las Canarias le alentó y como hombre piadoso, resolvió convertir a sus habitantes a la fe católica. Era un caballero valeroso, inteligente, recto y rico en recursos. Dejó su palacio de Grainville-la-Teinturiere, en Caux y se fue a La Rochela. Allí hizo conocimiento con el buen caballero Gadifer de la Salle, que iba en busca de aventuras. Juan de Bethencourt le refirió sus proyectos de expedición a Gadifer, y éste le manifestó deseos de ir en su compañía. Cruzáronse entre los dos muy “bellas palabras”, largas de referir, y el asunto quedó arreglado”.

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“El buque del barón fue detenido durante tres días por la calma, que él lla “la bonanza”; después, mejorando el tiempo, llegó en cinco días a una de las pequeñas islas del grupo de las Canarias, la Graciosa; y finalmente, a una isla importante, Lanzarote, cuya longitud es de 44 kilómetros por 16 de latitud, teniendo casi la magnitud y la forma de la isla de Rodas. Lanzarote abunda en pastos y en buenas tierras de labor, propias para la producción de cebada. Las fuentes y las cisternas que son muy numerosas, suministran allí un agua excelente. La planta tintórea llamada orchilla crece allí en abundancia. En cuanto a los habitantes de esta isla, que tienen por costumbre ir a casa desnudos, son altos, bien formados y sus mujeres, que visten largas sayas de cuero que van arrastrando hasta el suelo son hermosas y honestas.”...Se continuaba diciendo en lo que aquí parece fue una mala traspolación del manuscrito original, del que, no obstante, yo segregué más trozos cuales:

“El rey de la isla, Guadarfía, se puso en relaciones con él y le juró al fin obediencia como amigo, mas no como súbdito. Juan de Bethencourt hizo construir un castillo, o mejor, un fuerte en la parte sudeste de la isla, dejó en el algunos hombres bajo el mando de Berthin de Berneval, hombre diligente y partió con su tropa a conquistar la isla de Erbania, que no es otra que Fuerteventura.”...

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“Gadifer, falto de víveres, tuvo que regresar y marcharse al islote de los Lobos, situado entre Lanzarote y Fuerteventura; pero allí se revolvió contra él su jefe de la marina, y no sin dificultad volvió Gadifer con el barón al fuerte de la isla de Lanzarote”...

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“Se recordará que Juan de Bethencourt había hecho a Berthin de Berneval comandante del fuerte de la isla de Lanzarote. Este Berneval era enemigo personal de Gadifer. Apenas había partido el caballero normando, cuando Berneval trató de ganarse a sus compañeros y consiguió arrastrar a algunos de ellos, particularmente a los gascones, a rebelarse contra el gobernador. Este, no sospechando en manera alguna

de la conducta de Berneval, ocupábase en la caza de los lobos marinos en el islote de Lobos, acompañado de su amigo Remonnet de Leveden y otros muchos. Este Remonnet habiendo sido enviado a Lanzarote a proveerse de víveres, no encontró a Berneval, porque había abandonado la isla con sus cómplices para ir a un puerto de la isla de Graciosa, donde un patrón de un barco, engañado por sus promesas, había puesto el buque a su disposición.”

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“Después no escasearon los insultos al gobernador y el mismo Berneval exclamó: “Quiero que Gadifer de la Salle sepa que, si fuese tan joven como yo, iría a matarle; pero ya que por dicha suya no lo es, no quiero tomarme ese trabajo. Y si aún seme antoja, tal vez vaya a hacerle nadar en la isla de Lobos y a ver como pesca los lobos marinos”.

“Entre tanto, Gadifer y diez de sus compañeros estaban en grave peligro de morir en la isla de Lobos. Afortunadamente los dos capellanes del fuerte de Lanzarote, habiendo marchado al puerto de la Graciosa, lograron enternecer a un patrón de barco, víctima ya de la traición de Berneval, el cual les dio uno de sus compañeros llamado Ximénez, quien regresó al fuerte de Lanzarote. Allí había una frágil barquilla que Ximénez cargó de víveres; después embarcándose con cuatro hombres a Gadifer, se aventuró a ganar el islote de Lobos, que distaba cuatro leguas, en las que era preciso franquear “el paso más horrible de todos los que hay en esta parte del mar”.

“Entre tanto, Gadifer y los suyos estaban próximos a los tormentos más horribles de hambre y sed. Ximénez llegó a tiempo para impedir que sucumbieran. Habiendo sabido Gadifer la traición de Berneval, se embarcó en la canoa para regresar al fuerte de Lanzarote. Hallábase indignado por la conducta de Berneval con los pobres canarios, a quienes el señor de Bethencourt y él habían jurado protección. ¡Nunca hubiese creído que traición semejante hubiese podido maquinarse por uno de aquellos en quienes se había depositado mayor confianza! ¿Qué hacía Berneval durante ese tiempo?. Después de haber hecho traición a su señor, la hizo también a los compañeros que le habían auxiliado en sus maldades; abandonó en tierra a doce entre ellos y fuese a España, con la intención de avistarse con Juan de Bethencourt y hacerle aprobar su conducta, contándole los hechos como a él le conviniera. Tenía, pues, interés en deshacerse de testigos embarazosos y los abandonó. Estos desgraciados tuvieron al principio la idea de implorar la generosidad del gobernador y se confesaron con el capellán, que les animó a llevarla a efecto. Pero ellos, temiendo la venganza de Gadifer, se apoderaron de una embarcación y en un momento de desesperación huyeron a tierra de moros. El buque se estrelló en la costa de Berbería. Diez de los fugitivos se ahogaron y los otros dos cayeron en manos de los moros y fueron reducidos a la esclavitud”.

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“El barón de Bethencourt, bien abastecido y mejor armado se hizo a la vela para Fuerteventura, donde permaneció tres meses y al marcharse se apoderó de gran número de indígenas que hizo trasportar a la isla Lanzarote. No debe de causar extrañeza este modo de proceder, que era muy natural en aquella época en que todos los exploradores obraban de esa suerte. Durante su permanencia, el barón recorrió toda la isla, después de haberse fortificado contra los ataques de los indígenas, que eran gentes de gran estatura, fuertes y muy aferradas a su ley. Edificó pues en la pendiente de una elevada montaña una ciudadela llamada Richeroque, cuyos restos se ven todavía en medio de una aldea”.

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Y a este tenor continuaban las peripecias del caballero que llegó a ser proclamado como Rey de las Canarias, que ya anciano, dejando al frente de su conquistado reino insular a su sobrino Maciot de Bethencourt, retornó a sus posesiones de Grainville de Teinturiere con su mujer, joven y hermosa. Falleció por el año de 1425 y está enterrado en la iglesia de dicha población normanda, delante del altar mayor.

A mí, después de haber leído lo precedente referente a la isla de Lobos, me continuó fascinando, más si cabe la idea de indagar más en la historia de la conquista de las islas, lo que como a continuación explico fui logrando, especialmente en lo concerniente a esta minúscula isla, su historia y sus leyendas, episodios reales y misteriosos, de piraterías y posibles tesoros allí ocultos, en relatos verídicos y también de ficción, contados por gentes marineras canarias y, sobre todo majoreras.

Y la consecuencia fue que después de haber estado yo por primera vez en el pueblecito marinero de Corralejo, anhelase en mi interior el poder trasladarme al mítico islote en la primera ocasión futura que se me presentase. Seguí en el ínterin indagando, leyendo, escuchando y tomando nota de cuanto concerniese a la Isla de Lobos y sus contornos, el paraje marítimo terrestre que me tenía subyugado. Llegando así a disponer de una especie de “dossier” o carpeta archivadora con recortes de prensa, copia manuscrita o fotografiada y fichas y más fichas que por fin pude refrendar, allá por el año de 1981 y con motivo de la estancia de mi esposa y yo en Corralejo, con el deseado proyecto de desplazarnos al islote en la primera ocasión que se presentase.

Y allá que nos fuimos en uno de los vaporcitos o lanchas motoras apenas adecuados para pasaje que surcaban entonces el Río en trayectos de apenas media hora, en una apacible mañana de finales del verano, en septiembre que es cuando, creo yo por el cambio de dirección de los vientos alisios de la zona cuando más plácidamente se puede recorrer aquel reducido territorio insular de unos cinco kilómetros cuadrados de extensión poco más o menos libre de los vientos casi constantes de la zona, bañarse en las bonancibles aguas de transparentes tonalidades azul turquesa en sus reducidas y recónditas playas y caletas.

En tanto que Margarita, imitando a la mayoría de los excursionistas, gente joven por lo general que con nosotros se acaban de desembarcar en el muelle artificial de cemento y recorrieran desde allí el ancho sendero que a unos cuantos minutos de caminata conducía a la singular y acogedora playa de blancas arenas de La Caleta, se disponía a bañarse, a pasar el resto de la mañana tostándose bajo el cálido sol septembrino, yo decidí continuar el paseo iniciado, en solitario por aquel sendero pedregoso y polvoriento pero aparentemente bastante transitable que debía de formar parte de la red de caminos que recorrían en gran parte el perímetro del por lo demás desértico territorio de superficie eminentemente volcánica, recubierta en parte por raquítica vegetación a la sazón mustia y requemada por la inclemencia del estío... Entre la que fui identificando distintas matas de tabaibas, aulagas, matamoros, etc., pero ni un solo tipo de frondoso arbusto que pudiese facilitar algún asomo de sombra en las horas diarias de más calor.

También reconocí al paso huidizos lagartos y escarabajos cruzando parsimoniosos el sendero, abejorros zumbantes y saltamontes de tonos verdosos como iba a comprobar luego a la hora de un campestre almuerzo la abundancia de diversos insectos entre los que destacaban las moscas, pegajosas, pesadas y zumbonas a las que había que estar “ajuliando”, espantando o tratando de “arredar” de uno en forma constante agitando ora una ora otra las manos con el sombrero o gorra destocado y apuñado, o algún periódico o revista doblado haciendo el servicio de ventilador o apropiado “espantamoscas”.

Según ya tenía yo haber leído la fauna del islote, que en el pasado abundó en los lobos marinos que le dieron nombre y que acabaron siendo exterminados, en la actualidad se compone del petrel, la pardela chica cenicienta y el paiño común aunque yo no logré en la ocasión de mi visita avistar o cuanto menos reconocer cualquiera de dichas especies de avifauna marina que pudiesen efectuar algún corto y raudo vuelo delante de mí aunque si se podían observar en lontananza, sobre todo por los bordes del jable de dunas y los acantilados que daban al mar abierto, allá por el nordeste.

En cuanto a la fauna marina, en alguna ocasión y al respecto he oído o leído que las diferencias de salinidad y temperatura de las aguas que rodean al islote, merced a las continuas corrientes de la zona permiten la presencia en sus proximidades de diversas especies peces pertenecientes, en realidad a otras regiones atlánticas y que la parte de barlovento azotada por la mar bravía de fondo es más rica en plancton y por resultar más fría ofrece más variedad y abundancia para el pescado de las brecas, samas, bogas, etc.

En mi solitaria caminada desdoblé un ya muy manoseado pero útil plano militar del islote que había guardado previsoramente en mis pertenencias para ocasiones como la presente. Por lo que me fue fácil localizar sobre él los distintos topónimos del sitio, desde la hermosa concha que quedaba detrás a mi izquierda y que era formada por la acogedora playa semi circular de La Calera y a mi derecha unas antiguas hoyas salitrosas a las que siguieron los definidos pozos de las salinas y unas edificaciones muy elementales en ruinas o a medio construir un despejado campo de mustias plantas y flores que me parecieron un remedo de siemprevivas y, según iba andando vi unos aljibes secos y abandonados al parecer, así como tabaibas o diferentes clases de dichas euforbias, en tanto llegué hasta cerca de otros pozos de las salinas ya casi al pié de la pendiente de la caldera, resto indudable del volcán que muy posiblemente fue el origen del islote y el punto geodésico de mayor altitud de la isla, y que yo, siguiendo un estrecho sendero transitable fui bordeando hasta llegar a otro antiguo pozo de las salinas, donde hube de darme la vuelta en la caminata pues el terreno por allí se tornaba más agreste aunque, por el contrario, se disfrutaba desde él de una más amplia panorámica y, si avanzaba un poco más a mi izquierda podía descender sin grandes dificultades por una especie de barranquera hasta la misma punta o Morro Felipe, por donde me pareció distinguir las ruinas de algunas chozas habitadas acaso en el pasado por grupos de pescadores o que fueron tan solo refugio ocasional de algún pastor si es que antaño lo hubo o todavía lo había y que de alguna forma cuidaba a aquellas cabras huidizas como “guaniles” o salvajes que por aquellas soledades desérticas se observaban de cuando en cuando.

Aunque yo no alcancé a ver su interior, pienso que era aquel lugar o recóndita playa de cantos rodados el que según alguien ya me había informado único lugar en que, por su especial configuración de litoral se

Originaban y desarrollaban unas olas fenomenales muy buscadas y apropiadas para que los más arriesgados bañistas que visitaban a Lobos las “cebasen” a placer.

Después, para mi sorpresa aún pude divisar, y ya recortados por los acantilados del noroeste unas conformaciones del terreno típicamente dunares que parecían estar en continuo movimiento a causa del viento intermitente que soplaba como encajonado sobre el Río y allá al otro extremo donde parece ser que

también había varias hoyas o bolsas de tierra salitrosas y restos de aljibes y habitáculos humanos que fueron pastoriles o de pescadores y desde luego empleados para diversos usos por quienes vivieron en las

recias dependencias de la edificación más antigua de quienes atendieron antaño al funcionamiento correcto del faro de navegación marítima alzado en el extremo norte de Punta Martiño.

Y fue el momento adecuado para que por unos instantes evocase la ficha técnica, lo que yo sé, por haberlo leído y anotado en su día, acerca de el faro de Punta Martiño, uno de los más renombrados de las islas Canarias, instalado como eficaz ayuda a la navegación marítima en la Isla de Lobos, de acuerdo con una Real Orden de 1857 sobre el Plan de Alumbrado Marítimo de las Islas Canarias, sucesor del Plan General para todo el territorio nacional que había sido editado diez años antes. Y por el cual, entre otros ingenieros, el grancanario Juan de León y Castillo trazó los planos precisos en 1864 para el que resultó ser uno de los pioneros que se fueron alzando en determinadas rutas costeras del archipiélago, en estructuras que acabaron siendo clásicas que se desarrollaban en derredor o en una esquina adyacente a la torre del faro en sí, siempre de recia cantería y que fueron además de residencia para el farero de turno y su familia si la tuviese, necesarios almacenes para el material preciso del mantenimiento del conjunto mecánico-óptico del faro en sí.

Aquel que yo contemplaba allá en la lejanía y al extremo de una reducida plataforma estaba localizado al norte de la denominada Punta de Martiño, de donde tomó el nombre oficial, en el extremo del Morro Colorado, sobre lo alto del acantilado a una treintena de metros sobre el nivel del mar, teniendo por el oeste, con sus cantiles correspondientes las caletillas de El Vino y La Madera y por el este el mar abierto de barlovento, el Bajo de la Perra y el Roque del Este que cobija a la minúscula playa de la Arena, batida de continuo por las olas hoy solitaria y olvidada, pero en el pasado, por lo que se contaba, seguro refugio y escondite idóneo para los piratas berberiscos que rondaron las islas y atacaron más de una vez, inclementes sus costas. Y también apreciado lugar para carenados de los navíos de piratas y corsarios europeos .

Aunque no intenté en aquella ocasión que relato el aproximarme a la aplanada plataforma donde se alzaban a ambos extremos el faro en sí y la vivienda y almacén si sabía, por haberlo ya leído en algún sitio que ambas construcciones estaban en la línea del estilo neoclásico civil utilizado para todos los faros y dependencias afines del territorio español. Planta cuadrada o rectangular y torre octogonal con escalera de caracol interior. Lienzos de paredes y muros exteriores de mampostería repartida entre las pilastras de sillería en los ángulos o esquinas y dinteles y umbrales de puertas y ventanas, habiéndose empleado preferentemente las piedras de basalto trasladas hasta allí desde las canteras de La Vega, primero a lomos de camellos y luego en los barquillos de doble proa propios de la vela latina y al final sobre los sufridos burros de pequeña `pero resistente talla de raigambre majorera. La cal, de las propias caleras del islote, de las caleras de Fuerteventura y alguna de la vecina isla de Lanzarote. Y para los techos, puertas, ventanas, tragaluces y pisos se usó la dura madera de tea de los pinos de los bosques cumbreros grancanarios, habiendo llegado de la península y aún en algún determinado caso que sirviese de Europa toda la maquinaria, óptica e instrumentos para la precisa y necesaria luminaria para guía de la navegación marítima.

En los alrededores del aislado conjunto había restos de algunos aljibes, rudimentarios corrales y de abandonados campos que sin duda fueron huertos de cultivos porque, al menos en su primer medio siglo de existencia y funcionamiento del faro fue obligada la residencia en el remoto lugar, del farero y de la familia si la hubiese. Y tengo entendido que en este ignoto faro nació o al menos residió por algún tiempo

La madre del escritor de novelas de aventuras Alberto Vázquez Figueroa y, con anterioridad la familia de

una así mismo escritora o poeta hispanoamericana, etc., pero, claro aquello era para mi como otra historia.

En las fechas de aquella mi personal exploración del terreno ya estaban solitarias las instalaciones del Faro de Punta Martiño aunque su último titular como luego pude comprobar, continuaba residiendo en Lobos, en unas edificaciones que hacía poco se levantaran en el seno de la entrada de La Rasca, en uno de cuyos extremos estaba ya construido por medio de algunos bloques de cemento armado un espigón o muelle desembarcadero conocido como El Puertito.

Continuando con la descripción del paisaje que estaba contemplando en horas ya de medio mañana, pude observar también como se extendía el terreno más o menos llano, de entre treinta y cincuenta metros de altitud sobre el nivel del mar, hasta los bordes recortados por acantilados que descendían en rápido declive hacia playas o superficies rocosas, de lajas o marisco, lamidas ya por el continuo refluir del oleaje del mar abierto. Y en donde se insinuaban algunas minúsculas calas o caletas

Las llanuras y las colinas que se sucedían estaban recubiertas o por las dunas de blanquecinas arenas o por una vegetación raquítica que se desarrollaba más en horizontal que verticalmente, de marcado tipo desértico pero al parecer bien aceptada por las cabras salvajes o asilvestradas que dispersas por allí triscaban.

Yo que contemplaba todo aquello entusiasmado, tras mirar la hora de mi reloj de pulsera, hube de re emprender presto la vuelta del camino hasta aquella mi circunstancial atalaya seguido y llegarme a la increíble playa que en forma de herradura era La Caleta de aguas transparentes en tonalidades azul verdosas, un tanto movidas a la sazón por los rizos formados de minúsculas olas y a la sazón bastante concurrida de excursionistas que o se bañaban o se tendían al sol y entre los que se apreciaban a las mas jovencitas que practicaban la advenediza moda del exhibirse en tanga, con el pecho al aire.

Me desvestí, quedándome en el indispensable bañador o bermudas e imitando a Margarita que no parecía querer salir del refrescante líquido me dí los correspondientes chapuzones y aún nadé unas brazas, por más que de toda mi gente es sabido el que, a pesar de haber nacido en puerto demás, a la vera del mar nunca he sido muy aficionado que digamos a meterme en la mar salada.

Ya de regreso al terreno de las hoyas salitrosas donde aún se alzaban algunas chozas de los pescadores junto a un edificio a medio construir de trazado semicircular que se nos dijo que estaba previsto para una futura instalación turística, después de apuntarnos para comer en lo que era la única taberna o rústico restaurante

Un poco más allá, en la pedregosa costa ya se alzaban los rudimentos de una construcción semicircular que en el futuro constituiría una especie de sencillo parador u oficinas de turismo, con dos o tres viviendas de casas de un solo piso o terreras adyacentes, una de ellas la ocupada por la familia del que fuera último farero de Punta Martriño, Antonio Hernández Páez, conocido precisamente por Antoñito el farero y que fue el que, después del almuerzo me facilitó amablemente ciertos datos técnicos del Faro en sí y me hizo descripción, un tanto pintoresca del entorno, aunque no pudo confirmarme nada de las leyendas de piratas y tesoros que yo estaba deseando conocer, confirmar.

Supo facilitarme datos que yo apunté de inmediato en mis blocs de notas. Sobre todo del faro moderno, instalado sobre las primitivas dependencias y cuyas características, a su decir son las siguientes:

Figura en las cartas marítimas más modernas de la zona con el número internacional de D-2786 y marítimo de fomento 12140. Se trata de una torre cilindro-cónica pintada de color amarillo de unos seis metros de alta y linterna blanca, siendo su situación exacta 13º 48´8´´ longitud oeste y28º 45´8” latitud norte con una altura de toda la instalación sobre el nivel del mar de 29 m. Sobre la instalación primitiva se sobrepuso la nueva óptica y demás elementos precisos, conjunto que se inauguró oficialmente el día 7 de febrero de 1905. Este faro, según se me dijo posteriormente ha sido restaurado y actualizado y hoy en día funciona como todos los de su especie por medio de sistemas automáticos.

No obstante, y tal como renglones más arriba indico, en los tiempos de mi exploración, el farero y su familia continuaban residiendo en la isla, por la zona sur, junto al Puertito, atendiendo al restaurante existente en donde se pueden degustar a satisfacción diversos platos de pescado y mariscos “del día”.

Allí, al aire libre pero a la sombra de un toldo enramado almorzamos los excursionistas o expedicionarios del día, degustando sabroso pescado fresco con papas del país arrugadas y mojo verde, regado todo con un buen vino isleño.

El único inconveniente en aquel ágape marítimo-campestre lo pusieron las moscas que las había a mansalva y acudían golosas a nosotros después de merodear zumbonas por un cercano desagüe entre rocas marinas en donde parecía ser que escamaban y limpiaban el pescado que luego de frito nosotros degullíamos..

Aquel día, después de comer aún dispusimos de tiempo, hasta la llegada del vaporcito que nos recogería

para devolvernos al atardecer a Corralejo, para recorrer la montañeta más cercana a nosotros denominada

La Atalaya Grande, caminamos como pudimos sobre las rocas musgosas por donde había, cosa sorprendente para nosotros, unas cuantas gallinas picoteando en los mismos charcos en que nos niños vivas mustias a la sazón pero que parecían estar allí fuera de lugar y bordeando con cuidado unas pequeñas pozas al caminar sobre lajas resbaladizas y húmedas observamos que más allá había como unas lagunillas de agua del mar y una playa, pero de cantos rodados y marisco tan solo. Y enfrente de nosotros, allá en el cercano horizonte del norte la plataforma sobre el acantilado donde destacaba la maciza construcción del faro primitivo y la tortea moderna pintada en franjas rojo y blanco del faro de Punta Martiño.

Por lo que yo, con mi viejo plano militar de nuevo desplegado aún traté de localizar las posibles radas o caletas donde se decía que se habían alojado, ocultado y residido temporalmente aquellos piratas, corsarios o berberiscos que en el pasado lejano infestaron los mares canarios, ejecutando toda clase de tropelías sobre todo en las desguarnecidas costas majoreras y conejeras hasta que, en pleno siglo XVI fueron de allí desalojados por unas naves canarias armadas y bien pertrechadas de hombres que al efecto y de su propio peculio armó en corso el prohombre grancanario Bernardino de Lezcano y Muxica y que limpió por mucho tiempo el archipiélago de tan terrible plaga humana.

Y recordé que, según el investigador Alejandro Cioranescu, en dos puntos de las islas Canarias solían converger los navíos de los aventureros del mar en el tráfico de las islas, sobre todo de los piratas de los siglos más inmediatos a la conquista de las mismas y del descubrimiento de América. Por un lado la isla de Lobos, entonces desierta pero no del todo inhóspita, que ofrecía aquella ralea de maleantes un buen puesto de espera y vigilancia desde donde observar el movimiento de los distintos barcos que traficaban con las costas africanas y las naves del sur americano con independencia de las operaciones de interés local y de la pesca de cabotaje entre las islas y la costa sahariana. Por otro lado, numerosos eran los piratas y corsarios que solían navegar al pairo o a poca distancia del cabo tinerfeño de Anaga, manteniéndose en aquellos parajes por espacio de varias jornadas, acechando las entradas y salidas del Puerto de Santa Cruz, el importante tráfico de este puerto con el del Puerto de La Cruz y más allá la navegación rumbo a las Indias y aún del regreso de ellas, sobre todo a principios del crucial siglo XVIII

Y el historiador Agustín Millares Torres en su obra “Biografías de canarios célebres” en la que correspondió al grancanario Bernardino de Lezcano y Muxica, escribió que:

“Hay entre las islas de Lanzarote y Fuerteventura un brazo de mar que la separa, llamado la Bocaina, cuya extensión en su parte O. Es de seis millas de ancho y cuatro y media a su salida, o sea a su extremidad oriental. Los cabos de Pechiquera y del Papagayo en Lanzarote, y las Puntas Gorda y de Martino en Fuerteventura, forman sus demarcaciones naturales y señalan este estrecho al marino que quiera atravesarlo. Una pequeña isla, conocida con el nombre de Lobos, divide en dos partes la Bocaina. Hállase situada esta isleta cerca de la punta N.E. de Fuerteventura y mide de N. a S. dos millas y de E. a O. una y tercia. En otro tiempo, la abundancia de lobos marinos que en ella se encontraban, le dio ese sobrenombre que aún conserva. Ahora bien, en la época que vamos describiendo, era esa isla el punto de reunión de los corsarios que infestaban estos mares y en ella desembarcaban y custodiaban sus presas, componían y carenaban sus buques. Desde allí se derramaban por estas latitudes y, cruzando sin cesar en todas direcciones, conseguían casi diariamente capturar, ya una pequeña nave del país, Ya un galeón de América, ya un navío que de España hacía rumbo a las Indias. Si el buque lograba escapar a tan activa persecución, los corsarios se vengaban en los indefensos insulares, haciendo desembarcos en sus abiertas playas, proveyéndose a su costa de víveres y aguada o poniendo fuego a los sembrados y caseríos cuando se les oponía alguna resistencia”

El Bernardino Lezcano y Muxica, nacido en Las Palmas a finales del siglo XV y fallecido en la misma ciudad en el año 1553 era hijo de un vasco conquistador de Gran Canaria, “opulento en riquezas y gran patriota” como de él se dijo en alguno de sus viajes comerciales a Lanzarote y Fuerteventura fue testigo de las calamidades que aquel foco de maleantes anidado en la isla de Lobos estaba produciendo a los isleños y se propuso enmendar en lo que pudiese la lamentable situación. Viajó a Vizcaya la patria de sus ancestros y en astilleros de Guipúzcoa encargó la construcción de hasta tres naves, el de mayor tonelaje bautizado con el nombre de “Galeón Almirante” y los más pequeños el uno “Pintadilla” y el otro “San Juan Bautista” que armó con pertrechos y tripulaciones adecuadas, formando con ellos una flotilla temible poniendo a su frente al experto marino portugués Simón Lorenzo que alrededor del año 1540 hizo un detallado recorrido de reconocimiento por las costas de Lanzarote y Fuerteventura limpiando las aguas del archipiélago de forma expeditiva de los malvados piratas y deteniéndose la expedición armada con particular interés en la isla de Lobos escudriñando todos los posibles refugios en las playas y calas usadas para refugio, descanso de tripulaciones y aún trabajos especiales de mantenimiento como el carenado de los navíos.

Pero resultó que los piratas, advertidos del peligro que se le venía encima desaparecieron como por ensalmo aunque, antes de la fuga tuvieron tiempo de destruir almacenes y chozas, incendiando el resto de cuanto no se pudieron llevar con ellos, encontrándose la flotilla canaria con la soledad más completa deshabitada, desérticas sus calas, playas y hasta las cuevas que se decía había por algunas parte de las costas. Costas que también se exploraron lo mejor posible pues cundiera la noticia que luego se convirtió en leyenda, que por aquellos agrestes parajes se habían ocultado algunos tesoros producto de las rapiñas de los tiempos pasados. Tesoros que jamás se logró dar con ellos, si en realidad existieron alguna vez.

Durante largos años la isla de Lobos permaneció desierta, completamente abandonada, aunque, con el paso del tiempo volvió a ser accidental refugio de diversos bandoleros del mar, al menos hasta los primeros años del siglo XIX pues se ha contado que en 1805, unos viajeros entre los que se encontraban James Swahston escocés y Francois Gurié francés al pasar su nave a la altura del nordeste de Fuerteventura. Por la Bocaina fueron atacados por unos feroces piratas, en este caso americanos, que por aquellos solitarios parajes invernaban y que después de despojarlos de todas sus pertenencias los abandonaron en las costas majoreras de donde después de muchas peripecias se pudieron trasladar a Gran Canaria afincándose como comerciantes en la ciudad de Las Palmas y siendo aquí los troncos de importantes sagas familiares.

Aunque la isla continua siendo, por herencias y diversas compras y ventas de propiedad particular, parece ser que está en trance de su adquisición por parte del Gobierno Canario para incluir tan llamativo y atrayente paraje en un futuro Parque Natural Protegido con las Dunas de Corralejo