19 de septiembre de 2008

Vaya aprendiza

La familia gallego-canaria acabábamos de iniciar unas anuales vacaciones con el proyecto de desplazarnos desde Canarias, yo, con el coche Fiat 1500 que entonces poseíamos, en barco hasta Barcelona y Margarita con Margot y Carlos en avión, para desde allí recorrer Cataluña y todo el Norte peninsular hasta llegarnos a Galicia, a la casa paterna de Chaín.
Pues bien, a los dos y pico días de navegación la motonave de la Transmediterránea hizo escala por unas horas en el puerto de Algeciras con el problemático Peñón de Gibraltar al fondo. Yo descendí a tierra y recorrí parte de la pequeña población, tomé algún vinillo de la tierra y tapeé a gusto en algún figón del recorrido. Y al pasar por una de sus muchas tranquilas callejas, delante de una a lo que se veía sencilla barbería típica de pueblo, de aspecto humilde pero aseado y hasta con unas macetas con geranios decorando la única ventana, decidí entrar para que se me cortase el pelo, que indudablemente era más frondoso que el que actualmente ostento y ya necesitaba el consabido recorte.
Había en el reducido local tan solo dos sillones giratorios apropiados para lo que de ellos se precisaba y afrontados por dos estanterías conteniendo los atributos de la profesión y dos espejos de regular tamaño adornado en sus esquinas con alguna estampa religiosa, alguna postal y algún billete de lotería, posiblemente vencido ya. También un banco corrido sin respaldo y dos sillas, vacíos a la sazón. Y un solo barbero atendiendo a un cliente envuelto en el clásico mantel blanco sobre el que caían las guedejas, el cabello que iba segando la maquinilla manejada con destreza.
Al exponer mi deseo, aquel fígaro lugareño, con un marcado acento andaluz me indicó que me acomodase en el sillón giratorio vacante, que en unos momentos me atendería la niña que como aprendiz le echaba una mano en la profesión. Y pasaron unos minutos en silencio, solo roto por el zumbido de la maquinilla eléctrica desbrozadora o el tris-tris de las tijeras cortando los picos de cabello que seleccionaba previamente y con rapidez el peine.
Medio embelesado o adormecido, no sé si por el monótono tris-tris de las herramientas barberiles o por la ingesta que de vino y tapas había hecho anteriormente, medio me embelesé o adormecí hasta que, al cabo de unos minutos, con los ojos cerrados, oí al barbero aquel que decía:
_¡Niña!... ¡Corte de pelo atusado al caballero!
Y yo, sin abrir todavía los pesados párpados, sentí que, después de lo que supuse fue un ligero gruñido de asentimiento se me colocaba el consabido paño alrededor del cuello y que se me pasaba el peine por el cabello, al tiempo que una voz femenina susurraba interrogante: ¿A lo amadeo, maestro?,- contestado con un suave:- ¡Si, niña!...¡Ar amadeo!
¡Vaya, hombre! pensé para mí. Y en cierto modo me resultó reconfortante el saber que era una mujer la aprendiza barbera, aunque temí casi de inmediato que si niña o jovencita, no sería acaso de fiar del todo su labor. Sentí su ligera presión, su roce leve sobre mi cuerpo y sus manos frías y al tiempo acariciantes en mi rostro, en las orejas, en el cuello...
Las manos femeninas, acaso aún un tanto inhábiles, pensé, parecían temblar, revolotear alrededor de mi cabeza humillada, como alas de vistosa mariposa...
Abrí al fin los ojos y clavé la mirada en el espejo que tenía delante y que me reflejaba perfectamente la escena como a través de una ventana.
¡Vaya con los andaluces, con su gracejo al hablar y con sus exageraciones!
La "niña" aprendiz o aprendiza de barbero era una anciana bastante fea y desgreñada, de cogote arrugado como el cuello de un viejo pavo, como surcado por innumeras arrugas estaba el rostro marchito de ojos pitañosos, boca desdentada y, lo que era peor, manos de epidermis pecosa y asimismo arrugada que temblaban de pura senectud.
Naturalmente que di allí por rematado el corte de pelo en cuanto pude. Y alegando profunda alergia al acero, no permití que aquella pobre fígaro apergaminada, que me pareció casi centenaria, me rematase la faena con los consabidos retoques finales de la navaja de afeitar en patillas y cogote, que un instante después de asentarla el filo en una abrillantada baqueta aproximó a mis narices con un continuo y perceptible temblequeo.
¡Vaya con la niña algecireña, aprendiz de barbero!
Carlos Platero Fernández