14 de enero de 2009

El baúl del Fayado

Por Carlos Platero Fernández



Muchas personas, yo diría que casi la totalidad de aquellas que han gozado, que disfrutan del gran placer de la lectura desde la infancia, guardan en el recuerdo la evocación amable y nostálgica del cuarto de los cuentos, del acogedor y a veces misterioso desván, de aquel viejo arcón de donde en su infancia y adolescencia extrajeran y leyeran diferentes cuentos o aquellos otros libros, en muchas ocasiones vetados, incluidos en los Índices prohibitivos al uso del entorno familiar o en la Iglesia de entonces, pongo por caso en la España católica de los tiempos inmediatamente posteriores a la guerra civil de 1936.

Entre los diversos comentarios que haya leído yo acerca del recuerdo evocador del arcón familiar, imaginado, simbólico o real de los libros en el desván, degustados en numerosas furtivas ocasiones, en lecturas de los tiempos fantasiosos infantiles o adolescentes, me agradó sobremanera el párrafo que aún no hace mucho tiempo releí, escrito hace ya bastantes años por el premio Nóbel norteamericano, mi admirado John Steinbeck, que decía: "Mi granero... De niño recuerdo haber escalado, atenazado por el sufrimiento, la brillantez de aquellos libros de lujo... Rincón seguro, maravilloso, cuando la lluvia cae a chorros y bate la techumbre. Y los libros, tocados de luz; libros; libros con estampas de criaturas desaparecidas hacía tiempo; serie de novelas de segunda mano; gran número de imágenes que inmortalizaban las manifestaciones del poder divino... El reino de los infiernos visto por Gustavo Doré, con fragmentos intercalados de poemas del Dante; Christian Andersen y sus cuentos conmovedores; los de los hermanos Grim, con sus violencias aterradoras y su crudeza; la muerte magnífica de Arthur ilustrada por Aubrey Beardoley, criatura malsana y perversa, lamentable selección para celebrar al grande, al viril Malory." Y, mucho más recientemente, algo también adecuado al presente comentario, firmado por el escritor canario Alberto Vázquez-Figueroa en el prólogo de un libro del, asimismo escritor canario, Miguel Ángel de León que, por tan solo cincuenta pesetas y en muy buen estado de conservación adquirí en uno de mis recorridos "ad hoc" por el Rastrillo dominguero de El Puerto de La Luz. Decía el prologuista: "Nadie me habló nunca, sin embargo, del "Cuarto de los Cuentos", una amplia y luminosa estancia repleta de juguetes y cómodos cojines sobre los que tumbarse a contemplar las flores del jardín mientras un hada amable de azules ojos y larga túnica, desgranaba durante infinitas y maravillosas horas, todas aquellas historias que agolpándose desde los más remotos tiempos en escondidos rincones de mi mente, precisaban, no obstante, de una cálida voz ajena que las fuera dando a la luz de una forma ordenada y coherente." Blanca Nieves, Pinocho, Caperucita Roja o Dumbo y más tarde Moby Dick, Robinsón Crusoe, los Tres Mosqueteros o Sandokan, para acabar, por último, con Dickens, Zola, Tagore o Herman Hesse, porque al fin y al cabo todo son cuentos para niños o adultos y todos son historias con que alimentar de fantasía unos espíritus que lo único que anhelan es hacer aflorar de forma ordenada sueños y pesadillas que se ocultan en lo más intrincado de los corazones". Pues bien; el motivo de traer aquí estas citas, viene ahora a cuento porque pretendo evocar mi particular y reiterativo "baúl del fayado o desván". Por lo que, además, considero que sea oportuno el comentar que, debido a una serie de circunstancias de la época en que se desarrolló mi infancia, entre ellas habré de destacar aquella de que, apenas cumplidos los cuatro años de edad, con mi madre y mis cuatro hermanos hube de trasladarme de la ciudad de La Coruña en donde nací y hasta entonces residiera, a la recóndita aldea de Chaín, en el concejo de Santiso, por las cercanías del nacimiento del río Ulla, en pleno interior rural de la región gallega. Y ello por mor de la fraticida guerra civil que estalló en España a mediados del año 1936. Por aquel entonces, en la indicada aldea y su entorno más inmediato, apenas si había algún atisbo de cultura educativa. Lo que motivó que bien pronto, una vez instalados en la pequeña casa ya secular de La Camposa, junto a la Fuente Vieja, sin nosotros hablar el gallego, fuese mamá la que nos iniciase, a sus hijos, en el aprendizaje elemental de las primeras letras, enseñándonos con infinita y cariñosa paciencia, a los gemelos sobre todo, o sea a Fernando y a mí, a leer y aún a esbozar la escritura. Y lo hizo con tal tesón y empeño que, en poco tiempo, los más mayores Elena y Alberto mejoraron sus rudimentarios conocimientos y los gemelos aprendimos " a leer de corrido", lo que por no ocurrió con Toñito, el benjamín, que aún no contaba con los dos años de edad; pero si que causó el hecho gran admiración entre las gentes aldeanas, más bien ancianos, mujeres y niños puesto que los hombres "estaban en el Frente". No recuerdo ahora mismo con precisa exactitud aquel sin duda fastidioso e intenso primer período de "la eme con la a", "la eme con la e", "la pe con la a", etc., que debió de ser, repito, pesado y aburrido por lo reiterativo para nosotros, bajo la sombra de un sauce en la minúscula era en días primaverales, estivales u otoñales y al calor del fuego de la lareira de la cocina en el invierno. Lo que sí sé es que, contando los cinco y pico de años ya podíamos los neo-lectores leer frases completas en periódicos y revistas de adquisición muy ocasional y luego, los textos de los diversos cuentos ilustrados y de algún "tebeo" que mamá nos traía de la ciudad en sus esporádicas pero necesarias visitas para saber de nuestros escasos bienes allí dejados y guardados. Creo no equivocarme al señalar que "Arnaldo y César", "El gato con botas", "El rey Melenas I", "Caperucita Roja", "Pulgarcito", "Hansel y Grethel","Blanca Nieves" y "La Cenicienta" fueron los títulos de algunos de aquellos primeros cuentos. Y los de los tebeos "El Hombre Enmascarado en Londres", "Juan Centella en el fondo del Océano" y algunos de "Tarzán, el hombre mono", como ya he comentado en anteriores ocasiones. Algo más tarde, traídas por papá en alguno de sus esporádicos permisos puesto que sufría las penalidades y rigores de la guerra en Asturias, recuerdo haber leído, sin enterarme en la mayoría de los casos del tema en sí, las novelas "Dorotea Vernón" con fotogramas de la película muda de dicho título y en las que aparecía una deslumbrante y bella Mary Pickfor de la que me enamoré platónica y rendidamente durante algún tiempo. También me parece recordar que algo leí por aquellos años en unos tomos tremebundos y voluminosos tomos de títulos como "El castillo del águila negra", "El hijo de la parroquia", "El cura de aldea" y algunos más que alguien prestó a mamá para leer y leernos a nosotros y aún a los vecinos que acudían a oírla en las largas noches invernales, a la vacilante luz de un candil de gas o al resplandor de las llamas del fuego encendido sobre la lareira de la cocina. También debió de ser por entonces que acaso deletree o leí, pero de los que tan solo recuerdo los títulos, "Miguelón", "Calla, María" y "Allá, junto al mar". Pero, aún hubo otras seudo lecturas por aquel tiempo. En un rincón de la habitación principal de la pequeña casa de la abuela se ubicaba un enorme arcón, baúl o "mundo" de madera color caoba y metálicos cerradura y refuerzos, amé de tachuelas doradas, con las letras J P B destacando en su parte frontal, que fuera propiedad del ya difunto abuelo José Platero Balboa, de cuando sus dos o tres consecutivas emigraciones a Cuba, a finales del siglo pasado y principios del presente. En él se guardaban objetos diversos heterogéneos, fascinantes para nosotros los niños, pero que no se nos dejaba ni tocar. Pues de allí, mi gemelo y yo, de alguna más o menos disimulada manera logramos sustraer unas viejas revistas literario-gráficas, no estoy ahora muy seguro si tituladas "La esfera", "El Mundo" u otra cabecera, con el texto y las numerosas láminas o fotografías de huecograbado en color sepia desvaído por los años; que durante bastante tiempo logramos mantener ocultas en algún escondrijo en donde las repasábamos pero cuyo recuerdo, por no ofrecer mayor interés a nuestras por demás curiosas mentes infantiles su localización se nos fue olvidando. No obstante, pasados algunos años aún pude volver a admirar al menos una de sus láminas que más me maravillara y que representaba a una núbil mulata o negrita desnuda. Quizás fuera aquel episodio, más que los del aprendizaje y primeras lecturas, el primero de los que luego irían jalonando en mi recuerdo de la infancia y la adolescencia la figura simbólica o real del "baúl del fayado".

Una vez finalizada la guerra civil española que fue de inmediato seguida de la cruenta II Mundial cuyos ecos llegaban lejanos a nosotros los niños, ya papá reunido de nuevo con la familia en Galicia, su primer destino, que duró un par de años poco más o menos fue en Oleiros, villa coruñesa muy cercana a la ría de Sada y de Betanzos. Pero Fernando y yo hubimos de quedarnos en la aldea, acompañando a la abuela Concha. Ya estábamos los gemelos escolarizados pues acudíamos mañana y tarde, menos los días festivos, claro está, a la escuela pública de niños y niñas localizada en la adyacente localidad de Quinzán, regida entonces por la ya anciana doña Patrocinio, segunda esposa del secretario del Ayuntamiento y cacique natural del contorno don Luciano. Realmente, como luego vine a saber, ella no era maestra titulada pero, el peso político local de su marido, siendo, además, madre de dos hijos sacerdotes con parroquias a su cargo por la comarca, un hijo secretario de la administración local, dos hijas casadas con sendos médicos, una hija maestra, etc., podía de sobras ejercer y cobrar como tal; y yo no diré que lo hiciese mal del todo, dentro de las limitaciones de su escaso bagaje cultural. Y era, desde luego una muy buena persona, mantenía excelentes relaciones con la abuela y con mamá, por más que, andando el tiempo, yo asocie el recuerdo de su fisonomía con aquella doña Urraca de los "Pulgarcito" infantiles. Pasados los años, nuestra familia y la suya mantuvimos y estrechamos cordial y sincera mutua amistad, hasta su total extinción por mor de consecutivos fallecimientos. Hoy, la gran casona de don Luciano, abandonada y en gran parte decrépita ostenta en la fachada el rótulo de "se vende". Para terminar con esta especie de cariñoso inciso evocador del pasado, añadiré que cuando mis hermanos en edad escolar y yo fuimos por primera vez a aquella escuela rural gallega ya sabíamos leer y, en principio, escribir también. Nosotros pues no pasamos por el período escolar inicial obligatorio de "los palotes". Y si recuerdo, al hilo de lo que estoy rememorando algunos de los libros allí leídos, entre ellos aquel inefable "El Padrenuestro de Fenelón" que luego infructuosamente he, hemos buscado mis hermanos y yo a través de los años y en los más dispares lugares, llegando yo en mis infructuosas indagaciones persistentes tan solo a averiguar que tal obra didáctica de lectura pudo ser escrita a mediados del siglo pasado por el profesor de educación, pedagogo leonés Francisco de Palacio Gómez con el título genérico de " Cuentos de Fenelón para los niños". Pero, esto ya sería otra historia, creo. Años más tarde, residiendo yo ya habitualmente en Canarias, la vieja casa de La Camposa o de La Aldea como también la citábamos fue abandonada y deteriorándose a continuación hasta quedar en ruinas, ruinas que nos gusta a sus anteriores habitantes, ir a visitar en añorante gesto. Porque, al terminar su destino en Ribeira, papá e incorporarse como funcionario al ayuntamiento de Santiso radicando definitivamente en Chaín, se construyó en La Vila la actual vivienda que tiene, como no, el clásico fayado o desván y en él se conservan los consabidos cachivaches inservibles o retirados del uso cotidiano, viejos baúles, arcones y maletas incluidos. Continuando con las remembranzas bibliográficas iniciales, recuerdo que un buen día, debió de ser entre los años de 1942 y 1943, estando jugando Fernando y yo a "Guardias y Ladrones" o a "Piratas" o algo parecido por los alrededores de Chaín, en Penaqueixeira o El Cerradío, vimos por el camino de Quinzán la figura de un caminante que muy pronto reconocimos como la de papá, de uniforme, por lo que descendimos raudos a La Camposa, a la casa de la abuela junto a la Fuente Vieja o del Curro como también se le conocía; recibiendo alborozados y con gran excitación a nuestro progenitor, porque bien presentimos que el rumbo y ritmo de nuestra vidas iba a cambiar. Efectivamente, casi de inmediato, al día siguiente nos encontrábamos viajando en la cabina de un enorme camión Krup, rumbo a la villa de Curtis, nuevo destino paterno, en donde nos reunimos con mamá y el resto de los hermanos.

En Curtis, lugar de alta montaña, entonces importante nudo de comunicaciones por carretera y ferrocarril, con ferias comarcales muy concurridas los días 9 y 23 de cada mes, concretamente en la parte conocida como El Empalme residimos durante unos tres años y allí se debió de suceder mi paso definitivo de la infancia a la adolescencia, con todo lo que ello conllevó de continuos descubrimientos de la vida en la que nos íbamos adentrando y encauzando. También allí hubo el arcón de los libros, además de un desvencijado mueble librería en la habitación-despacho de papá, en el que se custodiaban los libros cuya lectura se supone que nos estaba entonces vedada, pero... Además de iniciarme en el manejo de diccionarios como uno bastante bueno de la Editorial Ramón Sopena y otro, solo el primer tomo, ilustrado, cuyos dibujos, mapas y láminas más de una vez calqué más o menos disimuladamente, etc., leímos los chicos obras tan sesudas para nosotros como "El Hombre y la tierra" con las revolucionarias ideas darwignianas que ni entendimos y novelones como "Los hijos del pueblo" en dos volúmenes de Eugenio Sué, "Los tres Mosqueteros", "Veinte años después", "El vizconde de Bragelowne", "El Conde de Montecristo" y "Las Dos Dianas" de Alejandro Dumas, "El Condestable Don Álvaro de Luna" de Manuel Fernández y González y alguna otra por el estilo. Y, desde luego, almacenados y revueltos en un baúl o viejo arcón de madera chapada reforzada, para nosotros dedicado, tebeos como aquellos "" Chicos",” Flechas y Pelayos" y otras revistas infantiles de la época, cuentos, posiblemente ya alguna de las novelitas de Elena Fortún como "Cuchifritín y Paquito" y "Matonkiqui", novelas del Oeste, de aventuras, etc., etc, que intercambiábamos con nuestros compañeros de escuela y camaradas de pandilla. De Curtis, en el verano de 1995, con un traslado más, nos fuimos a vivir a Ribeira.Y en Ribeira, claro está, también hubo arcón o baúl del fallado, evocado por los hermanos Platero aún hace muy poco tiempo. En esta pasado verano de 1995, en el transcurso de uno de mis periódicos desplazamientos anuales desde Canarias a Galicia para pasar unos escasos pero placenteros días en compañía de mi anciana madre y el resto de mis hermanos, alguno de ellos ya anclado en Chaín como un retorno al principio de la movida experiencia vivencial, en una de las sosegadas y amenas sobremesa de primeras horas de la tarde, Tom, el más joven de los hermanos nos confió que cuando todavía era para nosotros el Toñito de la infancia y benjamín de la familia, durante nuestra circunstancial residencia en Santa Eugenia de Ribeira había leído íntegras las aventuras del héroe inglés Dick Turpín y de sus fieles Batanero, Moscarda, etc., citó fielmente y que se describían "en unos cuadernillos que se guardaban en un baúl que había en el desván" de la casa de La Mámoa. Y el resto de los participantes en la distendida charla evocamos de inmediato aquel lóbrego, oscuro, misterioso y sugeridor fallado y aquel tentador baúl. La vivienda, alquilada por papá cuando su traslado desde Curtis a principios del verano del 45, estaba situada justo en el punto más alto de la carretera local que desde Ribeira conducía por el interior, pues había otra por la costa, a Carreira y Agüiño y también, a partir de un cruce, a Vilar, Casalnovo, las laguna y dunas de Carregal y Corrubedo, a un kilómetro escaso del centro de la riente villa marinera por excelencia siempre, a partir de entonces añorada por todos nosotros. La edificación no era muy grande, tenía un minúsculo jardín al frente, cerrado por verja y cancela de hierro soportadas por postes de cemento que se remataban en unas llamativas bolas o esferas asimismo de cemento y al que se accedía desde la calle-carretera por medio de dos o tres escalones. Uno de sus laterales estaba limitado por extensa finca de viñedos en donde algunos racimos "vendimiamos" alguna vez y en el otro y por la parte de atrás había conformado un reducido patio con una leñera y más allá una huerta que en ligero declive ascendía hasta el rumoroso pinar cercano por donde aislados montículos de tierra y diversos bloques graníticos como naturales monolitos de figuras fantásticas logradas con siglos de erosiones del agua y los vientos, indudables huellas celtas que contribuían a confirmar lo del topónimo del lugar. La vivienda, digo, de cubierta de tejas a dos aguas, puertas pintadas de verde en lo bajo, con ventanas blancas y en el piso alto balcones al frente también blancos y ventanas y puerta acristalada que daban a una galería descubierta por detrás, en realidad resultaba a pesar de sus dimensiones acogedora y suficiente, conformada por el piso bajo, que a la sazón ocupaba intermitentemente la familia de un peón caminero y que, casualmente era oriunda de la misma comarca del interior que papá. Desde la mitad del pasillo central ascendía la escalera de tramos de madera con un rellano que conducía al piso primero o superior, que era el nuestro y luego seguía hasta terminar frente a la puerta que daba acceso al fayado rematado a su vez por el vigamen del andamiaje del techo, al que se sujetaban con alambre retorcido o trenzado las tejas que no eran allí las clásicas, sino planas y acanaladas, características de la zona, rematado todo el conjunto por el sencillo tubo de la chimenea. Allí era donde cantaba, susurraba, gemía o bramaba el viento, casi siempre omnipresente por la especial disposición del edificio, por aquellas épocas aislado, solitario a aquel lado de la carretera, alzándose en lo más alto de la loma que conformaba el terreno circundante. Yo, a veces, me lo imaginaba como un feudal castillo, una medieval torre de defensa de Dios sabe de que peligros.

Puedo ahora mismo evocar con toda nitidez aquella alta casa de La Mámoa porque, precisamente este mismo año, mi hermana Elena y yo efectuamos una rauda pero encantadora excursión a Corrubedo, Casalnovo, Aguiño, Carreira, La Mámoa y Ribeira e hicimos varias fotografías de su exterior que, aparentemente, sigue igual que hace ahora cincuenta años, cuando allí hubimos de residir temporalmente la familia Platero. Pues bien. Yo, al igual que Tom y probablemente el resto de mis hermanos, leí en aquel fallado de Ribeira, no solo las aventuras de Dick Turpin sino las contenidas en otros folletines, fascículos o novelas de diversos autores, de variados géneros y estilos literarios, que en un viejo y crujiente baúl, amén de en una especie de desvencijado chinero o aparador se guardaban en revuelta mezcolanza; supongo que todo ello propiedad del dueño del inmueble, que yo nunca supe quien era, ni me preocupó, esa era la verdad. Allí leí también la emocionante y lacrimógena vida de Genoveva de Brabante, las peripecias de un Nick o Dick Norton, "el héroe de la pradera", las tragedias de "El pastelero del Madrigal" y algún que otro título de trepidantes aventuras. Cuando en aquel verano del 45, el del final de la terrible II Guerra Mundial, llegamos los Platero Fernández a Ribeira, en el reconocimiento primero, alborozado y ansioso que pronto efectuamos del entorno en donde suponíamos íbamos a residir por un período más o menos largo, comprobamos uno a uno que la puerta del dichoso fayado estaba malamente cerrada con una destartalada cerradura cuya función se reforzaba con un rudimentario gancho o clavija de hierro. Una de las muchas de las advertencias paternas fue la de que, tanto el piso de abajo como el fayado eran tabú para nuestros juegos y correteos. Pero, al poco tiempo, como quiera que hubo de usarse parte de aquel desván para almacenar patatas, algunas calabazas y otros productos de los cultivados en la huerta trasera así como algunas castañas, nueces y avellanas y aún las piñas de pino secas y abiertas que se emplearían como un buen combustible inicial en la cocina de hierro, los chicos hubimos de transitar aquel cuarto oscurecido y superior de la casa, con la orden expresa, una vez más de jamás intentar tocar cualquier cosa que allí se guardase almacenada y que no fuese, claro está la leña o los productos hortícolas y alimenticios reseñados. Y, claro, nosotros, más o menos abierta o disimuladamente fuimos desobedeciendo tal conminatoria disposición paterna. A mí, al menos me entusiasmaba el hacer a solas, o en todo caso solo acompañado de mi gemelo, la incursión en el fallado, explorando una y otra vez sus lóbregos rincones en donde a veces, medrosamente creía oír o ver cosas extrañas; abriendo a placer el gran baúl y revolviendo en su contenido o revisando los compartimientos del chinero aparador y de algún otro destartalado mueble por allí arrinconado. Una vieja y crujiente mecedora de rejilla con no menos viejo y deshilachado almohadón que hacía las veces de cojín era el complemento idóneo para pasar allí apacibles prolongados ratos, a veces horas de silencio e íntimo regocijo, leyendo más bien en penumbra puesto que era oscura y a veces sombría la luz diurna que se filtraba a través de algunas de aquellas singulares tejas que, en lugar de ser de barro rojizo eran de grueso vidrio como esmerilado o granulento.

Alguna que otra vez, buscando siempre la tranquila soledad, la quietud del fayado subía hasta allí algún que otro libro, sobre todo de aquellos de papá que generalmente, por no sernos permitida o, según los mayores, recomendable su lectura, se guardaban bajo llave en el mueble que hacía de chinero aparador y armario biblioteca en el comedor, cerradura que al menos los gemelos pronto aprendimos a abrir y volver a cerrar sin dificultad.

Y allí, a veces acodado sobre la tapa del baúl del fallado, soñé y fantaseé una y mil veces, leí mucho y variado, en tranquilas horas de silencio casi absoluto pues apenas llegaban hasta mí los ruidos de la calle próxima o los apagados de los ajetreos de los moradores de la casa, tanto de mi familia como de los del piso inferior. Otras veces, mi tranquilidad se turbaba cuando el tiempo era invernal y ventoso o de constante lluvia que repicaba monótona sobre el tejado, filtrándose de cuando en cuando en forma de gruesos goterones de desagradable sensación si le caían a uno de forma desprevenida, helados, encima.