11 de junio de 2010

Un amor infausto

Vaya hoy de cuentos. El siguiente que, con otros que proyecto editar aquí de cuando en cuando, escribí ya hace bastantes años.



UN AMOR INFAUSTO


Aridaman, “cabra salvaje” desciende desde la cima de la montaña.

El joven canario, cuerpo de atleta apenas cubierto de unas pieles, viene satisfecho porque la caza ha sido fructífera.

Mucho madrugó Aridaman. Y el sol está ahora en lo alto, sobre Tamaran, bañando con sus rayos las copas de los pinos, las cresta brillantes de las grandes rocas, la superficie del mar sereno allá abajo.

Aridaman ha cazado en los lindes del pinar y en la cumbre de la frondosa montaña desde donde pudo contemplar gran parte de la isla, de la Tamaran amada. Ha sentido añoranza al divisar valles, lomas, barrancos y montañas que él no puede recorrer en la actualidad sin grandes riesgos.

Ahora es un proscrito. Ahora todo pertenece ya al pasado. A un pasado que no puede, que no debe de añorar.

Está ya cerca de su inmediato destino. Desciende ágil al cauce del corto pero profundo barranco que se abre a sus pies. Ya divisa la cueva, ya pisa la plataforma rocosa, balconada natural al abismo formado en donde el pinar termina. Ya contempla allá abajo el mar inmenso y el dilatado horizonte fundido con el cielo enfrente.

Se detiene intrigado. No hay señales de vida en la cuevas. El fuego está apagado, ninguna cabra merodea por los alrededores, no se oyen los llantos o las risas del niño ni los melancólicos cantos de Guanarima.

Penetra el joven en la vivienda semioculta por espesas masas de matorrales. Nadie a la vista.

Al pie de la fuentecilla de agua clara y fresca que mana constante a través de natural filtro en la rocas, unas pieles y una tabona, la cuchilla de lasca pétrea que suelen usar para curtirlas y adornarlas aparecen abandonadas allí, de cualquier forma.

Ligeramente inquieto, Aridaman llama:

- ¡Guanarima!... ¡Guanarima!...

Tan solo el eco de su propia voz responde.

Pensativo, se deshace de la carga de carnes todavía tibias y sanguinolentas. Deposita sus primitivas y rudimentarias armas en un rincón de la cueva y, atalayando desde la plataforma de la entrada vuelve a llamar a la mujer:

- ¡Guanarima!... ¿En donde estás?...

Y con gran alivio oye la voz de su compañera que desde algún escondrijo lo llama a su vez:

- ¡Aridaman!... ¡Aridaman!... Estoy aquí arriba, en el pinar.

Por encima de la cueva, en donde las raíces de los añosos pinos escarban en vacío divisa al fin el hombre el rostro de la mujer.

- ¿Estás bien?... – y continúa interrogante - ¿Y el niño?... ¿Por qué has subido ahí?...¿No te tengo dicho...?

- No grites tanto, Aridaman,- le interrumpe ella con voz contenida .- Ven. Y procura no hacer ruido ni ser visto.

Aridaman mira receloso en derredor.

Todo el familiar paisaje aparece igual que siempre, solitario, tranquilo, con los habituales rumores del bosque y del mar abajo tan solo.

Tomando firmemente el magado que es bastón y temible arma a la vez asciende el joven la difícil ladera hasta llegar a las musgosas rocas que se confunde ya con la fronda del pinar. Escondida entre ellas, con el niño dormido en brazos está Guanarima. Su hermoso semblante se nubla y silenciosas lágrimas brotan de sus azules ojos.

Sin decir de momento nada se sienta él a su lado y le pasa un brazo por los hombros, atrayéndola cariñosamente hacia si.

Guanarima apoya la cabeza en el pecho del hombre amado y siempre con el niño apretado contra sí torna a llorar con renovada aflicción.

Aridaman, preocupado la deja desahogarse, interrogándose a su vez en su interior. ¿Qué nuevo peligro les acecha ahora?... Y un sentimiento de amargura y de impotencia a la vez vá adueñándose de su ser.

En tanto ella llora, ahora apacible, flojos los nervios rato antes excitados, él en rápida secuencia de visiones y pensamientos revive una vez más en su mente los hechos, las causas que condujeron a ambos amantes a su actual situación y forma de vida.



Aridaman era de noble estirpe, como nobles habían sido su padre y el padre de su padre. En ritual ceremonia, cuando su tiempo fue llegado y su cabellera orgullosamente larga descansaba en los musculosos hombros del todavía joven adolescente, se la cortaron por debajo de las orejas. Y ante el Guanarteme reinante entonces en Tamaran y con el Sabor de los Guayres reunido, recibió de manos del poderoso Faycan el magado guerrero ye ya anteriormente usaran sus mayores. Y juró que nunca había robado en tiempos de paz, ni maltratado ni mal mirado a mujer ni anciano, ni entrado en corral ajeno, ni descuartizado animal con sus manos, ni confeccionado comida o molido cebada...

Como ya entraba en la edad viril, con la ceremonia descrita pasó a ser noble entre los nobles, guerrero entre los guerreros por derecho y merecimientos pues de todos era ya conocido, querido y admirado. Las mujeres, sobre todo las doncellas lo miraban con singular afecto y él andaba de una en otra, tan inconstante y veleidoso en el amor como esforzado y valiente en la pelea.

Pero, un día... Aridaman se enamoró, amó de verdad, sin reservas ni tibiezas.

Sucedió que,...

Después de las Sementeras, al finalizar el verano, las sequías pertinaces eran las plagas más amenazantes que pendían de siempre sobre la paz y la felicidad de la paradisíaca Tamaran. Y se efectuaban ritualmente fervorosas rogativas pidiendo la lluvia bienhechora.

Reunidos en el Tagoror el Guanarteme, el Gran Faycan y la totalidad del Sabor de los Guayres del reino, con todo el pueblo silencioso y grave en derredor, tras haber derramado en lo alto de la Montaña Sagrada la leche recién ordeñada de las cabras blancas como invocación propiciatoria, las virginales harimaguadas, sacerdotisas dedicadas al Culto en el aislamiento de sus grutas cenobios acudían ante el pueblo canario con cánticos, plegarias y ritos sagrados a demandar la gracia del agua caída del cielo a su dios supremo Alcorac, el Grande, el Dueño y Hacedor de la raza canaria y de la isla.

Y como final del litúrgico acto, entonando más y más cánticos y oraciones descendían todos hasta la cercana playa y adentrándose ellas en el mar golpeaban la superficie líquida con ramas de palmeras.

En el transcurso de una de tales rituales ceremonias fue cuando cambió el destino de Aridaman, el guerrero. Una de las doncellas harimaguadas, la más gentil y joven lanzando un pequeño y como mal contenido grito de susto dio un traspiés y cayó en las aguas; quizás no tanto debido al causal tropezón como por intencionada pero disimulada idea de gozarse con el refrescante baño, a ella como mujer y vestal ante hombres prohibido.

Aridaman, cercano al incidente, presuroso y galante ayudó a la joven a levantarse. Y sintió por unos gozosos instantes palpitar el esbelto cuerpo junto al suyo... Y contempló muy próximo el hermoso y juvenil rostro, con gesto risueño y malicioso...

Y desde aquel mismo instante la amó. Con un amor silencioso, en breve abrasador en su pecho, aunque sabiéndolo insensato por imposible. Las leyes canarias eran bien explicitas en tales casos: Quien amase o intentase enamorar a una harimaguada sería ajusticiado, desriscado desde lo más alto de la Montaña del Sacrificio. Y ella, consentidora o no de tal pasión, aunque la seducción no se hubiese realizado ni la fomentase perecería lapidada por la justicia del pueblo.

Preso en las redes de aquel repentino e impetuoso sentimiento amoroso, Aridaman procuraba asistir a toda concentración o ceremonia religiosa en la que las vírgenes canarias hiciesen acto de presencia y se recreaba en la muda y ferviente contemplación de la amada imposible. Pero, no logró disimular tanto aquella fogosa pasión que lo dominaba que la que la originaba no terminase por advertirla y el amor recíproco prendió también en ella . Y aquella llamarada emocional que los poseyó amenazaba desbordarse impetuosa, incontenible y fatal.

Bien que suponía o suponía muy peligroso el juego de aquel amor, pero se dejaba enredar en el. Era hija del Gran Faycan, con sangre de guanartemes en sus venas, predestinada desde la infancia al sacerdocio. Su anciano padre ponía en ella todas sus complacencias viéndola ya convertida en Sacerdotisa Mayor, el más alto destino reservado a la mujer en el pueblo isleño.

Si; aquel amor mutuo despertado y desarrollado en los corazones de ambos jóvenes era una locura. Sin embargo, ninguno de los dos protagonista cejaban en soñar el uno con el otro y resultaba ya peligroso cuando sus miradas se cruzaban fugaces. Pronto el disimulo resultaría difícil de mantener.

Y algo sucedió incrementando la situación.

Aridaman, en su calidad de noble y guerrero fue con otros más destinado para relevar a quienes hacían perenne guardia alrededor del cenobio en que habitualmente residía su amada. La misión de aquellos centinelas era impedir que el pueblo se aproximase a las allí recluidas; que bajo ningún concepto no se las importunase en su virginal retiro.

Desde las cuevas garita escalonadas estratégicamente alrededor del cavernícola cenobio el joven enamorado pudo así contemplar a placer a la dueña de su corazón cuando ella con sus compañeras o a solas paseaba, deambulaba por los alrededores. Y así se sentía un poco más feliz, dentro de la amarga soledad que lo afligía.

A su vez, pronto descubrió Guanarima al amado imposible entre los renovados guardianes. Y la sutil amenaza de la tragedia que los rondaba se acentuó.

Una noche en la que la luna iluminaba con su lechosa y suave luz todo el paisaje de la adormecida Tamaran, Aridaman en su puesto de guardia, mirando a las estrellas, soñaba como de costumbre con Guanarima, la dueña ya imperecedera de su contristado corazón. Y tan fuertes eran sus sueños que no se sorprendió en demasía cuando una alba y como irreal aparición se le adentró por la reducida cueva.

Guanarima, burlando vigilancias, al amparo de la noche saliera impulsiva de su cubículo habitual para encontrarse con quien su corazón ardoroso ya deseaba.

Los dos amantes se miraron, se sonrieron mutuamente y felices, jadeantes, olvidados de todo lo que no fuesen ellos mismos, con las manos entrelazadas y susurros y caricias pasaron horas inolvidables.

Las nocturnas reuniones se sucedieron. Pero la situación creada que originaban aquellas secretas entrevistas, bien sabían con un atisbo de razón que ya resultaba insostenible y bien que a su pesar lo comprendían asi ambos jóvenes en su ceguera amorosa.

Una noche, en brazos de Aridaman, hablaba entre suspiros Guanarima:

- Este estado de cosas resulta ya imposible. Yo no puedo vivir ocultando más tiempo nuestro amor...

- Bien sabes, hermosa Guanarima, - respondía él compungido – que cada día que pasa se aviva más mi cariño hacia ti, si esto es posible... Pero, ¿Qué podemos hacer como hasta ahora sino ocultarnos de todos?... Las leyes de nuestros mayores son tajantes, no admiten soluciones fáciles. ¡Solo la muerte nos espera al final!...Cruel muerte, pensando en ti.

Ella se estremeció, apretándose más contra su amante.

- La muerte,... Yo no la deseo. Pero, de venir, que sea a tu lado.

Permanecieron silenciosos unos instantes, acariciándose mutuamente, al cabo de los cuales fue la harimaguada quien reanudó el diálogo.

- Vivir... –suspiró- ¡Vivir toda la vida contigo, siempre unidos por nuestro amor...!

- Mientras haya en mi cuerpo vida, -suspiraba a su oído Aridaman – mi cariño te pertenecerá... Parece como si estuviésemos viviendo en un continuo sueño,... Este amor es imposible,... Tu eres una descendiente real, eres sacerdotisa de Alcorac y estás predestinada a los más altos cargos...

- Yo no ansío el cenobio. ¡Odio esta vida de eterna reclusión!...- y cambiando de tono – Tu eres noble, mas si trasquilado y aún impuro fueses yo te amaría igual. ¡Óyeme!... ¿por qué no huimos?. Alejémonos de este pueblo que con sus costumbres y sus leyes no nos permite la felicidad!

- ¿Huir?... – la tomó él de las manos – Bien dices sí, amada mía; pero...

- Si, Aridaman. Refugiémonos en las montañas, en los riscos de las cumbres, en lo más intrincado de los

bosques o en lo más escondido de desconocidas playas, en donde nadie pueda llegar para turbar nuestro amor.

Aridaman acarició a la doncella, enternecido.

Raptar a la amada y escaparse a vivir libres en algún ignorado rincón de la isla...

- ¡Huir! ... ¡Vivir tu y yo solos y felices! , -su rostro se contrajo con un gesto de preocupación – No. Tu padre nos habría de perseguir hasta el último escondrijo.

- Pues, pienso yo que esa es la única solución a nuestro malvivir actual ... El único medio de poder vivir dichosos el resto de nuestros días

Aridaman vacilaba, cavilaba. No temía por la suerte que a él pudiese corresponderle si como fugitivos los apresasen. Dudaba ante el pensamiento de la deshonra pública de su amada, de la muerte fatal a la que la iba a comprometer de acogerse a aquel arriesgado plan. Pero, huir parecía ser la única solución, sí. Y había que decidirse. Su mutuo y fogoso amor así lo exigía.

Y, por fin, una noche de aquellas en que estaban los amantes reunidos,...

- Pues bien; está decidido, - la informó rotundo.- Querida Guanarima, te prometo que escaparemos de esta muerte que sería nuestra vida sin amor entre los de nuestro pueblo. Tu y yo fundaremos en algún lugar de la isla una nueva raza libre, feliz.

El joven guerrero se encargó de prepararlo todo. Habían de elegir el momento mas propicio, siempre durante la noche. Él conocía sendas, escalas y refugios ignorados de la mayoría de sus congéneres.

Y pocas jornadas después la doncella harimaguada y el noble guerrero guardián desaparecieron del cenobio y del poblado.

Grande fue el revuelo que se originó al conocerse la fuga de los dos amantes. El Faycan, enfurecido lanzó partidas de hombres armados en busca de su hija y su presunto raptor. Infructuosas resultaron las batidas desarrolladas. Se recorrieron las costas. Se descendió a los más profundos e intrincados y siniestros barrancos, se escalaron las agrestes montañas y se escudriñaron los extensos bosques, todo sin éxito alguno. Por lo que lo novedoso del episodio y el escándalo originado acabaron por menguar un tanto en su intensidad inicial y al cabo de algún tiempo, paulatinamente, cesó la pertinaz búsqueda, aunque no fuese el suceso olvidado completamente, sobre todo por el considerado ultrajado Faycán.

Tal es el retazo del reciente pasado que por unos instantes rememora el joven Aridaman en este recóndito paraje de Tamaran, enclavado en una de las partes más altas y escabrosas de la isla, teniendo a la harimaguada y al niño, fruto de tan accidentado amor en los brazos.

Ya más sosegada, Guanarima contempla amorosa a la criatura que ha vuelto a dormirse y sonríe maternal. Mas el recuerdo de un peligro actual, latente y amenazador nubla de nuevo su hermoso semblante. Mira asustada a su compañero.

- ¡Aridaman!... Tenemos que huir otra vez... Tenemos que alejarnos de este paraje.

- ¿Qué dices, mi adorada Guanarima?... – inquiere él, preocupado.

- ¡Hemos sido descubiertos!

- ¿Cómo?... ¿Qué es lo que ha pasado durante mi ausencia?.

Guanarima deposita con sumo mimo y cuidado al pequeño durmiente en el hueco cercano de una roca.

- Esta mañana, después de tu partida y de asear yo la cueva y repasar las últimas pieles que trajiste, mientras Tamayedra dormía, estando ordeñando la cabra oí voces que hablaban muy cerca de mí, en la ladera...

- ¿En el risco?,... – interrumpe él frunciendo el ceño en gesto estupefacto.

- Si; por el que da al mar. Dos mozos, creo que uno de ellos Bentagache el hijo de Adamiga de Agayte, con sendos troncos de tea al hombro subían como verdaderas cabras. Supuse que para tratar de cumplir alguna apuesta pretendían clavar los palos en lo más alto de esta parte del risco... Pero, al verme a mí dejaron caer los troncos, acaso sorprendidos por mi inesperada presencia y, contraviniendo las leyes me hablaron: “¿No eres tú Guanarima la harimaguada, la hija del Gran Faycan de Agáldar?”...

- Sigue, sigue... le apremió Aridaman - ¿Qué pasó después?.

- Pues que Bentagache, mas decidido que su compañero siguió acercándose y preguntando: “Y Aridaman, ¿No está aquí, contigo?... Pretendió tomarme de una mano... No sé como tuve fuerzas pero conseguí coger un palo encendido de la hoguera en que se asaba el conejo... Le quemé en la cara. El otro mozo pareció decidirse e intentó tocarme y lo rechacé también con la tea encendida, gritando...Por fin, ante los alaridos que daba Bentagache, retrocedieron por la senda que a través del risco dices tú que lleva a Aregayeda... Aún oí que al alejarse gritaban: “¡Volveremos con los de Agáldar!... ¡Esta vez no lograras escapar a la justicia del pueblo!”...- y finaliza la relación gimiendo - ¡Oh, ha sido horrible!

- Aridaman la acaricia afectuoso.

- Cálmate, cálmate... Ya pasó todo. No tengas temor.

- Y ella prosiguió, algo más serena:

- Solté las cabras, apagué el fuego, cogí el niño y me vine para estas alturas a esperar tu regreso – toma las manos de su compañero - ¡Tenemos que escapar, Aridamán!... Marchémonos de aquí antes de que vengan los guerreros.

Él procura calmarla en su aflicción con tiernas caricias, atrayéndola una y otra vez hacia sí y aunque esta interiormente alarmado, procura disimularlo y hace lo posible para que ella se tranquilice.

- No temas. No nos cogerán. Partiremos ahora mismo hacia un lugar aislado en donde no lograran encontrarnos jamás. Iremos al Faneque, en donde tengo por allí previsor y seguro refugio. Y, más adelante habremos de trasladarnos por lo más escabroso de las montañas hacia los grandes barrancos de la comarca de Atrahanaca...

- Y después de unos momentos de silencio, continuó, animoso

- El escondite de el Faneque que yo suelo visitar de cuando en cuando al ir de caza, está bien provisto de agua, leña para el fuego y otras provisiones en cantidad suficiente para permanecer allí largo tiempo.

- Con aquellas frases de consuelo y aliento la joven madre, atendiendo solicita en todo momento al niño durmiente, se serena un tanto.

- En amplio zurrón carga Aridaman lo indispensable para la precipitada fuga y así la familia inicia el éxodo rumbo al alto y aislado roque Faneque unido a tierra firme por estrecho y peligroso paso, coloso de piedra, árboles y maleza por una parte, la que le une al frondoso pinar y árido, agreste y riscado por la que se abre en impresionante acantilado al mar que baña su base allá abajo.

- La pareja, él con varios útiles sobre las espaldas y una amodaga y el magado enarbolados y ella con un hatillo conteniendo lo imprescindible de rudimentarios útiles domésticos y el niño sujeto con pieles terciado a la cadera.

- Aridaman, al mismo tiempo, avezado a recorrer bosques y montañas va a la zaga procurando borrar o disimular lo mejor posible las huellas de su presuroso paso.

- Un corte impresionante, más allá de un precipitado barranco, singulariza más todavía al paisaje y aísla por completo al imponente risco a donde la pareja en fuga se dirige.

- Aridaman, buscando los pasos más accesibles para Guanarima, la va guiando con seguridad y aplomo hacia la salvación que para ellos va a ser el alto roque. Por estrechas y disimuladas sendas, a veces al borde del impresionante precipicio, otras ascendiendo cual humanos lagartos las laderas agrestes llegan al cabo de cierto tiempo jadeantes los dos jóvenes a un determinado lugar en el que hasta la difícil senda que siguen parece terminarse. A los lados, muy abajo, barrancos insondables de tenebrosas penumbras que mueren en el mar por la costa. Detrás queda la masa verdosa del pinar y su frondosa maleza con el fondo de las siluetas quebradas de montañas de indudable origen volcánico al fondo. Enfrente solo se les ofrece la pared rocosa, desnuda la mayor parte de vegetación y al parecer completamente lisa del Faneque en sí que habrá que intentar escalar.

Guanarima, cansada de la caminata mira desolada a la que aparece como vertical ladera que tiene enfrente y piensa con angustia que es materialmente imposible el continuarla por allí. Aridaman, sonriéndole para darle ánimos hace rodar algunas piedras que dejan al descubierto espacios suficientes para apoyar en ellos manos y pies en escalada. Indica:

- Voy a subir por aquí yo primero. Tu amárrame bien a Tamayedra a la espalda. Una vez arriba, con esta soga te subiré a ti y al bulto de las pieles y las armas. La cueva que te he dicho que ya está preparada y nos espera está ahí arriba, bien disimulada y muy cerca de la cima.

- Ayudado por Guanarima logra colocar al niño bien acomodado y seguro encima del zurrón que porta a la espalda y emprende con movimientos firmes y seguros la laboriosa escalada.

- Tamayedra asustado está despierto y llora ruidoso en tanto que su madre temblorosa y anhelante contempla con intensa mirada la escalada y acaba lanzando un profundo suspiro de alivio cuando advierte al escalador que, sonriente y con el niño ya a salvo en el borde de la cueva le arroja un extremo de la sólida soga de cuero trenzado. Y al fin sube ella lentamente, apoyándose con manos y pies en la desnuda roca, cerrando los ojos para no ver el negro abismo que se abre amenazador bajo sus plantas, sintiendo al mismo tiempo el peso del resto de la soga amarrada a su cintura con las armas y los víveres.

- La cueva, aunque de reducidas dimensiones parece ofrecer seguro y momentáneo refugio a la pareja con el niño.

- Por la tarde, Tamayedra beatíficamente dormido sobre unas pieles, los dos jóvenes amantes se acomodan en la misma cima del roque y contemplan absortos el dilatado paisaje que se ofrece a su vista. Hacia el sur, riscos impresionantes, altas montañas de tintes violáceos y cárdenos y profundos barrancos de los cuales suben espesas brumas. Por el lado de donde surge diariamente el padre sol, después de los grandes cortes casi verticales en que se remata la fronda de Tamadaba asomándose en parte con atrevimiento al mar y en parte sobre las lejanas llanuras y vaguadas de Agayte y Agáldar con la montaña de Arehucas y los altos de Moya y Afurgat al fondo. El infinito norte está limitado por el mar y el cielo que se unen en la lejanía con masas de nubes blancas y algodonosas. Y allá por el oeste, emergiendo de las brumas sobre las aguas la mole imponente del Echeide, el Pico Sagrado que, según las tradiciones, en cíclicos legendarios echaba fuego y humo a lo alto cuando las tibicenas pretendían adueñarse de la tierra. Algunas nubes tornasoladas ya comienzan a situarse en derredor del mágico y gigantesco monte como suele ocurrir cuando se acerca el diario atardecer.

- Guanarima, siempre alerta es la primera en volver a la realidad presente, nuevamente alarmada.

- - ¡Mira, Aridaman!. Un grupo de hombres, cazadores o guerreros sale allí debajo de las lindes del pinar.

- Efectivamente, una docena de guerreros armados de amodagas, dardos y magados puntiagudos avanza por uno de los bordes del espeso pinar de Tamadaba, con inequívoca dirección hacia el Faneque, ante lo cual Aridaman con rápido gesto obliga a agacharse a su compañera, tendiéndose ambos en el borde de la cueva que les sirve de refugio, observando al grupo de guerreros. A una comprenden que se trata de una partida enviada por el Faycan enviada de inmediato en su busca y captura, delatada su presencia en Tamadaba por Bentagache y su compañero. Luego, arrastrándose sigilosos, ambos buscan el escondrijo de la cueva y continúan sin perder de vista a los de la partida que al poco se van alejando, después de reconocer lo mejor que pueden las cercanías.

- Aridaman y Guanarima respiran al fin con desahogo y mas tranquilizados.

- Pero, al poco tiempo, ya atardeciendo hacen de nuevo su aparición los guerreros en el borde del pinar. Y ahora avanzan ya con decisión hacia el estrecho y peligroso paso, el único posible transitable que conduce hacia el Faneque. Al frente de ellos marcha un hombre viejo, casi desnudo que camina encorvado y concentrado y en quien Aridaman, pese a la distancia reconoce a Tiniguada el pastor, el mejor rastreador de la isla. Sigue, siguen los componentes del grupo las huellas dejadas por los fugitivos y Aridaman, dentro de sí maldice en no haberse preocupado tanto allí, en el terreno volcánico de borrar todo rastro de su paso al igual que por el pinar lo ha hecho.

- Gunarima solloza quedamente apretando a su hijo contra sí y Aridaman, con las manos aferradas a la amodaga de tea endurecida al fuego, piensa por un momento en matar al que intente cruzar el dificultoso paso. Pero, de momento se contiene.

- Los guerreros de Agálda, como la noche ya se avecina y es más intenso el fresco del atardecer, encienden varias hogueras y forman campamento al otro lado del desfiladero. La estancia entre ellos del sagaz Tiniguada parece confirmar que ya saben con casi total certeza en donde se refugian las prófugos amantes. Y bien así lo comprende Aridaman ya verdaderamente alarmado, aunque todavía una luz de esperanza brille allá en su interior. Si ellos en la cueva procuran no dar señal alguna de vida quizás desistan sus perseguidores de arriesgarse al cruce del peligroso paso y a la necesaria y difícil escalada...

- Cae la noche. Una noche fresca en estas alturas.

- En el improvisado campamento los hombres de armas, cazadores y guerreros hablan entre sí y sus voces llegan con toda nitidez hasta la pareja fugitiva agazapada en su elevado escondite, manteniéndolos en constante vela y zozobra.

Tamayedra, una vez más alimentado y aseado en lo posible duerme apacible y sus padres comen algunas frutas secas acompañadas de necesarios sorbos de agua del odre.

La noche se desliza plácida, en gran parte bajo la lechosa claridad de la luna, pero Aridaman espía constante el campamento de sus enemigos que ahora duermen envueltos en sus tamarcos de lanudas pieles, cercanos a las mortecinas hogueras, en tanto que uno de ellos hace de centinela y permanece vigilante, en alerta, sin apenas apartar la vista del fragoso roque que se rodea de sombras.

Va palideciendo el firmamento tachonado de estrellas, anuncio precursor de un nuevo día. Ascienden rumores confusos desde el mar, allá abajo. Comienza a soplar ligera y frescas brisa...

Guanarima, con los nervios todavía excitados por lo accidentado de la jornada, permanece acurrucada, como aletargada, lo mismo que por fin a conseguido en agitado sueño dormitar Aridaman.

Tamayedra se rebulle entre las pieles sobre la que lo han acostado y, destapado, desnudo e indefenso despierta al sentir en sus tiernas carnes el zarpazo de la brisa matutina. Y lanza un agudo grito.

Sobresaltados en grado sumo se despiertan del todo sus padres en el acto y ella con presteza maternal pero frenética en el ademán acude a sofocar el llanto del niño, tapándolo con las pieles.

En el campamento a la vera del pinar el repentino grito también despierta a los guerreros y alerta al centinela de turno que, excitado, señala a lo alto en dirección a la cueva.

Ya no hay remedio, piensa con desespero Aridaman. Su hasta entonces oculta presencia es conocida.

El llanto infantil ha sido como toque vibrante de atención que fija de modo exacto, inequívoco el lugar en donde ellos se esconden, la situación exacta de la disimulada cueva. Ahora, él deberá de aprestarse a luchar, a no permitir como sea a sus enemigos que logren cruzar el paso, cueste lo que cueste. Aunque bien sabe en su fuero interno que toda posibilidad de escapar de sus tenaces perseguidores se ha esfumado.

Un agudo y angustioso grito, un alarido brutal lo saca de su momentáneo ensimismamiento y amargas reflexiones.

- ¡Tamayedra!... ¡Mi hijo!... ¡Nuestro hijo,...!

Guanarima, como repentinamente enloquecida, gimiendo le ofrece el cuerpo del niño,... muerto. Al tratar de sofocar el infantil llanto que los delataba, lo tapó con las pieles, lo ha asfixiado.

Amanece ya. En la cercana fronda del pinar rompen a cantar alborotadoras las aves de rama en rama. Suenan en el soto bosque gruñidos, bufidos, llamadas de los salvajes animales que lo habitan... De las hondonadas y barranqueras emerge la niebla matutina, espesa, grisácea y azulada... E firmamento se enciende con nubes de tonos cárdenos, rosados, dorados y blancos....

Los guerreros isleños enviados por el gran Faycan, ahora espabilados y alerta contemplan asombrados y boquiabiertos una escena cuya visión no se borrará de sus mentes por mucho tiempo y que habrá de ser cantada por los bardos de toda Tamarán.

En lo más alto del Faneque, con el fondo lejano y majestuoso del Echeyde que en la isla cercana sube eternamente hacia el cielo desde las brumas que lo rodean, cara al mar que susurra lamiendo blandamente rocas y lavas allá abajo, las siluetas de Guanarima y Aridaman se recortan nítidas, manteniendo entre ambos en brazos el cadáver del niño.

La harimaguada y el noble guerrero se detienen por unos segundos al borde del precipicio que se abre ante ellos.

Un doble grito resuena poderoso, claro y aterrador a la vez:

- ¡¡Atis Tirma!!.

Y los infelices amantes se arrojan al vacío abrazados al niño fruto de tan malogrado e infausto amor.



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