21 de septiembre de 2009

Alfredo Kraus : uno de mis dilectos personajes

(Contactos amistosos, personales o epistolares, más o menos efímeros o amplios con personas, personajes que hayan sido, que son mis congéneres preferidos).



Ha sido desde hace años un proyecto que ahora pretendo materializar, más bien uno de esos "divertimentos" en los que yo mismo me pongo a prueba en esto de escribir, de tratar de reflejar en el papel todo lo que piense o sienta, de contarme a mí mismo más que a algún ocasional lector de mis escritos las mil y una "batallitas" que se me ocurren en estos dorados días de placentero vivir de hombre jubilado que rebasa los setenta años de edad y ya sin ambiciones pero también sin mucha carga de obligaciones, el de componer unas cuantas páginas, un libro, un volumen con la extensión que se me ocurra y que contenga los variados relatos de como conocí, que contactos mantuve en determinadas ocasiones con diversas personas de mi entorno o de mis predilecciones de lector empedernido y que de alguna forma hayan destacado con luz propia en el mundo que me rodea y en el vivo.

Uno de estos personajes de los que debo de indicar que conocí de forma personal acaso tangencialmente, con los que, admirándolos siempre tan solo tuve la oportunidad de haber acaso intercambiado unas cuantas frases en distintas pero para mi siempre gratamente recordadas ocasiones fue el gran tenor lírico canario de fama mundial Alfredo Kraus.

Alfredo Kraus Trujillo nació en Las Palmas de Gran Canaria en 1927. Tenor, cantante de ópera de fama mundial. Estudió el bachillerato y Comercio en su ciudad natal y se inició en el canto siguiendo las clases de la profesora María Suarez Fiol, marchando luego a Barcelona para perfeccionar su técnica de canto; haciéndolo también en Valencia y luego en Milán con el maestro Llompart. Alfredo Kraus, en el año 1956 debutó en El Cairo y a partir de entonces ascendió rápida y exitosamente a la posición de divo e intérprete operístico de primera línea, contratándosele para cantar en los más renombrados teatros y ante los más diversos y exigentes públicos.

También protagonizó las películas españolas “Gayarre” rodada en 1960 y “El vagabundo y la estrella” en 1961.

Ya se dijo de él en alguna ocasión, "que a su voz lírica de muy bello metal une Alfredo Kraus una dicción perfecta y una técnica bellcantística sin par, lo que le ha permitido mantener una posición hegemónica en el mundo de la ópera inusualmente dilatada, desde su debut hasta hoy. Cultiva un repertorio de más de treinta óperas y zarzuelas habiendo realizado innumerables grabaciones discográficas y videográficas en las que su voz y su talento felizmente perdurarán".

A lo largo de su carrera, Alfredo Kraus ha sido objeto de numerosos homenajes y distinciones y en las islas se le ha concedido el Premio Canarias del Gobierno Autónomo, los nombramientos de "doctor honoris causa" en las Universidades de San Fernando de La Laguna y de Las Palmas de Gran Canaria, así como se le ha impuesto su nombre al Auditorio de esta capital. A los pocos años de enviudar falleció este excepcional artista en Madrid el día 6 de septiembre de 1999. En esta su ciudad natal hay una pequeña plaza rotulada con su nombre, localizada en el Distrito VII de Escaleritas, por la barriada del mismo nombre, en los aledaños de la iglesia parroquial de San Antonio María Claret, "la iglesia redonda".



La primera ocasión que yo tuve de conversar con tan afamado personaje isleño fue allá por los comienzos de lo que iba a ser andando el tiempo una carrera profesional plena de agasajos y reconocimientos hacia su talento artístico como cantante lírico extraordinario.

Sucedió ello cuando, sin poder yo ahora precisar mucho las fechas, pero que para ello puede servirme como punto de partida y referencia la anécdota que relato a continuación y que debió de suceder el caso, o bien al final de la década de los años cincuenta o principios de los sesenta del pasado siglo, (creo que, por algunas referencias que más adelante sugiero, debió de ser en el año 1961) cuando de alguna forma aún estaba ligado a un cierto Grupo de Arte Radiofónico de Las Palmas, del que fui, además de alumno en los tres cursos perceptivos luego secretario casi perpetuo del mismo y además, por necesidades varias director en funciones en distintas puntuales etapas en que ello fue preciso para su supervivencia.

En la ocasión a que me refiero se anunció por conducto oficial unos cursos de iniciación de Prensa y Radio que se iban a desarrollar en Madrid y aquí en Las Palmas, en la entonces Delegación del Frente de Juventudes de la que de algún modo los componentes del Grupo, sin pertenecer a dicho organismo, dependíamos se estimó como buen método de necesario reciclaje radiofonista y allá se me envió con todos los gastos pagados pero muy exiguos para una estancia de los diez o doce días como mínimo que era lo que duraría el dicho curso acelerado.

Fue el hecho, repito, hace tantos años que ahora mismo no recuerdo con precisión si me desplacé desde estas tierras grancanarias a los madriles en barco y tren o en avión.

Más, pensando, pensando, he logrado traer a la memoria el dato brumoso de que me parece que por lo que a continuación relato, hube de solventar telefónicamente y desde allá un inconveniente surgido y ello fue en las oficinas de la Transmediterránea sitas entonces por la calle de Alcalá o la próxima de Serrano, por lo tanto el viaje hubo de ser marítimo terrestre. Cierto que como durante muchos años del pasado, bien fuese por asuntos familiares o profesionales hube de estar desplazándome de acá para allá y de allá para acá, para mí mismo no es de extrañar que haya olvidado o confunda muchos de tales periplos, entonces tediosos, de desplazamientos lentos, de varios días de monótono y cansino viaje. Y lo cierto es que tampoco recuerdo más que trozos y no con detalle de aquella mi estancia de apenas una semana en los madriles, ciudad que yo conocía por haber ya estado en ella de paso cuando varias veces como obligatoria estancia de enlace en mis anteriores viajes como militar o ya de civil de Canarias a Galicia y viceversa desde mis primeros años de mi estancia habitual en las islas. Claro que me perdería en la grande y cosmopolita ciudad si me sacaban de los alrededores de las estaciones ferroviarias de Atocha y de El Norte, de la entonces gran Avenida de José Antonio, de la Puerta del Sol y la Plaza Mayor y del Cine Carretas, de sesión contínua habitualmente y en donde todavía recuerdo que en lo más crudo del invierno castellano, por fechas navideñas vi películas como "Bamby" y "Casablanca", haciendo tiempo para los transbordos de ferrocarril e hinchándome en el ínterin a comer manises o mondar con los dientes más y más pipas de girasol. ¡Que tiempos aquellos, que diría el cursi!.

Pero, volviendo a la intención del presente relato o comentario, añadiré que, total, al llegar a Madrid y después de presentarme, tal como se me había indicado en la Delegación de Las Palmas, en unos albergues propios para estudiantes en donde debería de alojarme, enclavados en un extremo del frondoso paraje boscoso que era por aquellas fechas la Casa de Campo, a cuatro pasos de la estación suburbana del metro de Campamentos, me encontré con la imprevista noticia o novedad de que, en realidad aquel dichoso curso era tan solo para jóvenes de la O.J.E, a la que yo no pertenecía y, evidentemente, tampoco era un "joven cadete", alumno o como se les dijese.

Después de algunas dificultades conseguí hablar con la Delegación de la Juventud de Las Palmas exponiendo la papeleta que se me había presentado, solicitando el regresar de inmediato ya que era inútil mi presencia allí. Pero, como al parecer los billetes precisos ya estaban cerrados y con fecha determinada, no cabía más que aguantarme y pasar en Madrid las fechas del desarrollo del dichoso curso, al que a pesar de que se me invitó yo rehusé asistir pues no me hacía ninguna gracia el compartir mesas y pupitres con jovenzuelos barbilampiños y uniformados de negro, rojo y azul. Que procurase pasar la semana lo mejor posible, que alojamiento y manutención se me seguían respetando.Lo que así hice, adaptándome a las escasas pesetas que contenía mi cartera.

En el albergue juvenil, decente y aseado cierto era, me encontré aquel mismo día con un estudiante grancanario, serio y atento de trato, de menos edad que yo con el que muy pronto congenié. Creo recordar que se llamaba Fernando de nombre y no sé por que me ronda que me dijo ser Sanabria o Medina de apellidos, que vivía en Las Palmas de Gran Canaria por la zona de Guanarteme en donde familiares suyos tenían un negocio de talleres mecánicos, de coches, ferretería o algo parecido. Llegara a Madrid días antes que yo para presentarse a unos exámenes u oposiciones de algo de telecomunicaciones y estaba esperando a recoger el resultado de los mismos para regresar a Canarias. Es decir; que por "lazos del destino" los dos nos hallábamos en la misma o muy parecida

situación de espera obligada o forzosa para el retorno y con notoria escasez de dinero en la cartera o los bolsillos.

Así sucedió que con el tiempo completamente libre durante aquellos días de forzosa espera, mirando nuestra maltrecha economía presupuestaria se nos ocurrió entre otros pequeños y baratos solaces, el hacer una excursión en autobús al Valle de Los Caídos, a Cuelgamuros en lo alto del Guadarrama, sierra del Escorial. Imponente monumento fúnebre del franquismo imperante cuya obra, creo recordar, o estaba para rematarse por entonces o, si acaso, se había inaugurado oficialmente no hacía mucho tiempo.

Y, tomando un desvencijado autobús de la época por las cercanías de la Plaza España allá que nos fuimos en una mañana que supongo debería de ser primaveral o, en todo caso, otoñal pues a pesar de que íbamos abrigados lo mejor posible, allá en Cuelgamuros, de tanto subir, ascender escalones, bajar, caminar, etc., pronto nos sofocamos y desabrigamos... Lo que motivó que aquel joven grancanario, compañero circunstancial en el episodio pillara un muy fuerte resfriado casi de inmediato y a continuación una pulmonía por lo que, atacado de escalofríos se metió en la cama nada más regresar a nuestro alojamiento de la Casa de Campo. Y yo, al comprobar, preocupado que le invadía una repentina fiebre alta dí pronto aviso a las asistencias sanitarias del albergue que se hicieron cargo y atendieron cumplidamente y en escasos días se recuperó el joven grancanario del percance. Por cierto que, coincidió una de aquellas tarde de guardar él cama que se desató sobre Madrid una de esas fuertes tormentas en las que en las apelotonadas nubes plomizas refulgían restallantes los chispazos cigzagueantes de los rayos o centellas y los truenos retumban poderosos, lo que hacía que el enfermo se refugiara debajo de las mantas de la cama tembloroso, no se si por la fiebre o por los estampidos y sus lívidas y lóbregas secuelas.

Así sucedió pues que, con mi posible acompañante encamado, bien escaso de dinero y con toda la jornada por delante, me dediqué alguna de aquellas mañanas a pasear por el sector de la Casa de Campo en que me encontraba, no muy lejos de donde por un lado años más tarde se instaló un amplio Parque Zoológico y por el otro un alegre Parque Infantil, antes de llegar hasta donde discurría la placidez del lago solitario y tranquilo, antes de adquirir la zona el auge que luego tuvo con la fama nefasta de resultar sus frondas, paseos y avenidas lugares frecuentados por toda clase de chusma humana, la prostitución libre, el gamberreo y la drogadicción, nido de ladronzuelos, etc, etc. como bien pude comprobarlo bastantes años más tarde.

Pues en uno de mis solitarios y tranquilos paseos por aquellos entonces casi idílicos rincones o parajes boscosos surcados por una carretera local que, según se me había dicho llevaba a una extensa finca o dehesa propiedad del célebre torero Luis Miguel Dominguín, fue cuando me dí de manos a boca con un insólito grupo de gente que, a lo que deduje casi de inmediato estaba rodando por allí los exteriores, las escenas de alguna película.

Diversos vehículos automóviles, remolques, furgones, alguna grúa portátil y equipos de cámaras, algunas montadas sobre maquinas especiales para su desplazamiento, focos de alto voltaje, planchas refractantes para la luz, etc., etc. Y por acá y por allá hombres y mujeres, gentes que con bloc y lápiz en ristre corrían de un lado para otro impartiendo o recibiendo órdenes a grito pelado, con algún altavoz de mano vociferando consignas que nadie parecía escuchar, el clásico sillón de tijera del director, tomavistas y cámaras de pequeño formato, algunas de fotografía montadas sobre trípodes... Todo lo que yo, supongo que casi en la actitud de un paleto poco menos que boquiabierto y al que nadie prestó atención que me dispuse a curiosear por allí un poco. Nunca había visto en directo el rodaje de una película o documental y el asunto me atrajo.

Y en esto, que se aproxima por la carretera asfaltada un automóvil con un individuo sentado sobre su capota y manejando una cámara de cine, cuyo vehículo venía remolcando una pequeña plataforma sobre la que iba instalado a su vez un pequeño y flamante coche deportivo, descapotable, de encendido color rojo y del que, al detenerse el conjunto a escasos metros de mí descendieron un hombre y una mujer jóvenes y rubios, ella muy elegante y guapa y él un tanto barbudo, de ropas algo desastradas, que de inmediato supuse serían los artistas, tal vez los protagonistas de lo que se había estado rodando, pensé interesado por el encuentro. Y a alguien que estaba a mi lado, me atreví con educadas formas a preguntar que era lo que allí se estaba rodando, contestándoseme escuetamente que unas cuantas tomas de exteriores para la película nacional a titular algo como "El vagabundo y la estrella".

De pronto, creí reconocer a aquel actor... ¡Anda! Si era el mismísimo Alfredo Kraus, con una barbita rubia algo crecida, que luego pude comprobar que era postiza, indudablemente motivada por exigencias del guión.

El ya entonces reconocido divo grancanario se aproximó a donde yo estaba, a recoger de manos de una joven señora sentada algo aparte una amplia toalla con la que se enjugó el sudor que perlaba su amplia frente y aceptar luego un vaso con refrescante agua. Momento que yo, decidido, aproveché para encararme con él, ignorando deliberadamente el cordón tendido entre algunas sillas con la indudable finalidad de separar al grupo de cineastas del de los mirones que detrás de mí se habían congregado poco a poco.

Y, ni corto ni perezoso, es un decir, porque un tanto acortado si que estuve yo, me dirigía al personaje que ya yo, como miles de personas francamente admiraba y, al tiempo que lo saludaba con un ¡buenos días! yo, que entonces fumaba como un carretero tabaco negro le ofrecí un cigarrillo "canario", todo reverente.

En tanto que mi hombre se acababa de enjugar el sudor y procuraba secarse las manos me miró, aunque me pareció que con mirada ausente, distraído, pero al oír la coletilla de lo de "canario", sus grandes y chispeantes ojos azules me reconocieron con risueño ademán: ¿Canario? Por lo que rápido le mostré el paquete de cigarrillos que conservaba en la mano, de la inconfundible azulada marca RUMBO. Y con su voz ciertamente atenorada o un tanto engolada e indudable acento canario me comentó risueño que él, "por la profesión" no fumaba pero que allí iba a darle con agrado una o dos chupadas al que yo le entregara y ofrecía ya la llama de mi mechero.

Después de cruzar a media voz unas palabras con la dama que le ofreciera la toalla, aun charlamos unos instantes más, diciéndome muy sonriente, que, bueno, el cigarrillo si era canario más no yo, a lo que advertía por mi pronunciación en el habla. A lo que le contesté que llevaba ya años residiendo en Gran Canaria en donde me había casado; y, aprovechando el momento, le mencioné a una de las tías de Margarita que según sabía había cantado con él en coros de aficionados. Y él, sí que se acordaba de "Isabelita", una gran voz para el "bel canto". Como tópico aún añadí que conociera algo a una su hermana que, me parece que en compañía de una joven llamada Sara Ponce que fue una de las primeras locutoras de Radio Atlántico había asistido años atrás a algunas clases del Grupo Escuela de Arte Radiofónico del que yo todavía formaba parte. Como continuase el trabajo de los artistas, me despedí y me alejé del lugar. En los siguientes jornadas de plácida estancia madrileña no observé la presencia del equipo cinematográfico en la zona aquella de la Casa de Campo.

A los pocos días, el joven Fernando ya completamente restablecido y yo ya deseoso de retornar al hogar familiar con los míos, ambos regresamos sin más incidentes a Las Palmas de Gran Canaria.

Pero hubo otras oportunidades en que pude conversar, cruzar algunas palabras con el divo grancanario que iba poco a poco extendiendo su fama, de las cuales recuerdo una años más tarde, que fue a través de los micrófonos de Radio Nacional de España en Canarias cuando todavía tenía sus instalaciones en lo alto de Almacenes Cuadrado, en plena calle mayor de Triana.

Alfredo Kraus se encontraba por aquellos días reposando en su residencia veraniega de Lanzarote y yo, a solicitud de quien iba a ser luego director, mi paisano "cascarilleiro" Federico Campos acudí a los estudios de la Emisora con motivo de alguna festividad determinada y al contar yo la anécdota de la Casa de campo me contactaron con el cantante que, luego de un ligero y natural titubeo recordó perfectamente la anécdota del cigarrillo "canario" saboreado en unas chupadas cuando lo del rodaje de aquella su segunda película de la que no estaba precisamente contento. Y a través de las ondas intercambiamos una ligera conversación.

Posteriormente, en una tarde sabatina, en compañía de mis buenos amigos pintores el ya fallecido excepcional acuarelista Comas Quesada y Vinicio Marcos asistí a la inauguración de una exposición pictórica en la calle Cano, casi esquina a Malteses y allí volvía dialogar de forma distendida, tanto con Alfredo Kraus como con su hermano el buen barítono Francisco, patrocinadores, a lo que entendí del artístico-comercial evento, recordando por cierto con vivo afecto y entusiasmo su mancomunada tentativa de llevar la zarzuela a lo más entrañable del pueblo con aquellas estupendas representaciones de Doña Francisquita, El Caserío o Marina en el anfiteatro del campo de fútbol del Insular, que, no sé yo por que, no tuvieron repetición.

La última vez que crucé unas palabras con Alfredo Kraus, ya laureado y universal cantante, fue ya más recientemente, después del fallecimiento de su esposa, en que, bastante envejecido se hallaba paseando por cerca de la Playa Chica en la Avenida de Las Canteras con un pequeño perrito, creo que pequinés en que me acerqué a saludarlo al tiempo que me decidía a murmurar un sentido pésame, que agradeció con viveza.

Especie de postdata

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Pues bien, no hace mucho hube de rescatar las cuartillas en que se contiene todo el texto precedente, que permanecían un tanto arrinconadas pero no olvidadas en alguna de mis múltiples carpetas repletas de notas de lo más dispar.

Fue el motivo que, al acaecer el fallecimiento de este personaje grancanario de renombre universal, aún en contra de mi costumbre habitual de procurar no meterme en disquisiciones, discusiones seudo culturales u otras zarandajas con el "amado pueblo" o tozudo vulgo ignorantón popular que gracias a Dios ya no abunda como antaño en las islas, hube de intervenir en directo en cierta televisión local, muy populachera, llamando por teléfono para intervenir en directo e un desdichado programa en el que bajo la socapa de la ignorancia más supina se estaban divulgando con muy mal gusto ciertas anécdotas referentes a unas noticias completamente erróneas y malévolas como luego se ha venido demostrando acerca de un cierto "no isleñismo" de mi ya para siempre admirado Alfredo Kraus Trujillo... Cuando él aún estaba de cuerpo presente en su capilla mortuoria, en Madrid.

Miguel Delibes y yo

Carlos Platero Fernández.



Pese a lo pretencioso por mi parte del presente título, la realidad en este caso es la que a continuación expongo, después de recrearme un tanto con el previo comentario bio-bibliográfico acerca de este notable escritor.

Como "voraz" y constante lector que desde que tengo uso de razón he sido, confieso aquí una vez más que uno de mis autores favoritos españoles de todo tiempo o época ha sido, desde que comencé a conocer su obra el abogado, dibujante, novelista, y periodista con los seudónimos a veces de "Miguel Setién" y "Max", redactor, subdirector y por varios años director de "El Norte de Castilla", Miguel Delibes nacido en Valladolid en 1920.

Hace ya bastantes años comencé a conocer a este autor leyendo "La sombra del ciprés es alargada" por la que se le había concedido el Premio Nadal correspondiente a 1947 que, creo recordar era una bien hilvanada evocación de la austera y provinciana Avila con certeras reflexiones acerca de la vida y la muerte y cuyo estilo de escribir me agradó sobremanera. Más adelante también conocí sus "Diario de un cazador" y "Diario de un emigrante" seguidos de "El disputado voto del señor Cayo" que luego vi convertido en cinta cinematográfica. He leído, y en alguna ocasión releído con creciente regodeo e interés las obras que poseo en mi "biblioteca casera" cuales "Cinco horas con Mario" ese machacón y obsesivo monólogo de una mujer que vela en soledad el cadáver de su esposo, "La hoja roja", "Los santos inocentes" que también disfruté en una excelente versión para el cine, el notable cuento "Navidad sin ambiente"; y "La mortaja", "377A, madera de héroe" y "El príncipe destronado", estas tres últimas en ejemplares duplicados, “El Hereje”, etc.

Por su interés y pulcritud de estilo conservo de este autor un artículo periodístico publicado como suplemento de no sé que revista, hace ya años con el título de "Un nuevo Nadal, recuerdo de José Luis Martín Descalzo", afectiva glosa del sacerdote-escritor ya fallecido y que son una extraordinarias páginas en cuya lectura queda perfectamente plasmado el estilo novelesco-periodístico y la sutil manera de pensar y obrar en la vida de este gran escritor español contemporáneo.

Entre la mucha crítica que de la bibliografía de Miguel Delibes se ha estado haciendo me ha llamado la atención la de Francisco Umbral que, a mi modo de considerarlo solía escribir sus artículos o diatribas mojando su acerada y también certera pluma en vinagre, ácido o vitriolo, al hablar de su paisano lo hizo como si su particular tinta fuese la miel, la sacarosa o la ambrosía siendo él quien en cierta ocasión dejó dicho, poco más o menos que, Delibes en sus libros habla poco de hidalgos o escudos, sino que le interesan el obrero, el campesino, el profesional de la otoñada, el hijo de la espiga, el hombre que no es lobo para el hombre, sino solamente lobo para el lobo. Bonito, ¿verdad?

Miembro activo de la Real Academia Española de la Lengua desde 1973, entre otras muchas distinciones y reconocimientos hacia su ya dilatada y siempre pulcra bibliografía, que yo recuerde ha sido galardonado con el Príncipe de Asturias de las Letras correspondiente a 1982, que compartió con Gonzalo Torrente Ballester, el Nacional de las Letras Hispanas en 1991 y el Cervantes de 1993. Para mí y, desde luego para muchos otros millares de lectores suyos, Miguel Delibes está considerado como uno de los mayores talentos de las letras castellanas contemporáneas, yo díria que formando triunvirato con Camilo José Cela y el citado Gonzalo Torrente Ballester, más que bien merecedor del Premio Nobel de Literatura, que es en realidad el único e importante galardón de reconocimiento que falta en su extenso palmarés de honores, premios y merecimientos.

Y después de haberme explayado con esta especie de exordio, vaya lo de mi personal y fugaz contacto con tan notable literato.

Debió de suceder la anécdota en los primeros años de la década de los años setenta del pasado siglo, puesto que como punto de referencia citaré el que todavía estaba en las librerías de Las Palmas del entonces mi libro "La historia de Canarias en episodios", que se editó en 1971 y fue de rápida venta entre el público canario.

Un día, a últimas horas de la tarde, y debía de ser en época otoñal p acaso ya por el invierno porque si recuerdo que ya estaban encendidas las luces de iluminación del local, entré en la librería, hoy ya desaparecida, "Hige Life" de la calle de Triana, regida por un Sr. Martínez muy atento con el público. No sé ahora el motivo exacto de aparecer yo allí, pero el caso es que como me conocían tanto empleados como dueño, después de los fugaces pero cordiales saludos habituales el dependiente de turno me presentó a un señor que me pareció de mediana edad, muy educado y pulcro en palabras y ademanes que, no sé bien porque yo interiormente asocié con gente campesina, acaso un tanto influido, lo que me chocó, por la chaqueta de pana con refuerzos en los codos que vestía.

Al yo entrar, aquel cliente, por lo visto acababa de solicitar alguna lectura informativa sobre Canarias, que tuviese que ver con sus gentes, su geografía o su historia, por lo que acaba de mostrársele un ejemplar del ya citado libro mío. Por lo que con la presentación se hizo brevemente un benévolo panegírico indicando al desconocido aquel que yo era precisamente el autor del libro que tenía en las manos, hecho que pareció sorprenderle gratamente. Me felicitó con cordialidad y aún me rogó si no tenía inconveniente en dedicárselo.

Y cuando para poder atenderle encantado le pregunté su nombre y me dijo sin asomo de posible vanidad o presunción Miguel Delibes Setién, casi me quedo como mudo y petrificado por la impresión, pues hacía poco que había leído o quizás releído sus "Diarios" y "La hoja roja" y alguna otra obra suya, además de varios enjundiosos artículos periodísticos, lo que verdaderamente entusiasmado supe comunicarle a tropezones al tiempo que le manifestaba mi felicitación por aquellos sus escritos.

Recuerdo, si, que aún permanecimos un buen rato charlando allí, en el mismo local de la librería con el Sr. Martínez como testigo. El ya laureado escritor castellano nos confió que el motivo de encontrarse aquellos días en Gran Canaria era que había viajado aquí con otros familiares con el fin de asistir a la boda de un hijo o hija suyos que se desposaba en tales fechas con su pareja, residente por Tafira.

No tuve oportunidad de hablar nuevamente con Miguel Delibes pero he seguido admirándolo como autor, leyendo la casi totalidad de su obra y alegrándome de saber de sus premios y distinciones, que en este caso siempre he considerado muy merecidos.

En la tarde noche que lo presente escribo, al ver a Miguel Delibes en una entrevista que le hicieron en la televisión he querido evocar con la pluma y el papel, bueno, con el ordenador, aquel fugaz pero para mi intenso y grato momento de circunstancial encuentro, hace ya bastantes años.