9 de abril de 2009

Letrero

Margarita mi esposa, mi hijo Carlos y yo habíamos comido, con inclusión de sabroso pescado en el menú, en uno de los varios restaurantes que ofrecen sus esmerados servicios en la mediterránea y andaluza villa malagueña de Nerja, la de las maravillosas cuevas o fantásticas grutas subterráneas en sus cercanías; y que, por cierto, ya nosotros, en tal ocasión con nuestra hija Margot también, habíamos visitado admirados años atrás.
En aquellas primeras horas de la tarde agosteña nos dedicamos a pasear un poco por las más típicas calles y callejuelas de la localidad, buscando al tiempo la apetecible frescura de sus sombras umbrosas en tanto llegaba la hora de regresar a Málaga capital.
Madre e hijo caminaban delante, platicando. Yo iba unos pasos detrás, disfrutando del pausado paseo y observando un tanto distraído algún que otro rasgo típico ciudadano que se me ofreciese a la vista.
Y he aquí lo que me hizo detenerme, leer y soltar la carcajada, admirando una vez más el fino sentido del humor del pueblo andaluz y llamando la atención de los míos, entre risas.
En una de aquellas aseadas casitas que denotaban su mucha antigüedad, terrera como la mayoría y pulcramente encalada, pintadas de rojo sus tejas, de negro sus rejas y de marrón sus puertas y ventanas que se adornaban con algún tiesto de claveles o geranios florecidos, en su fachada, junto a la puerta del zaguán que daba acceso a un pequeño y por lo que se veía alegre patio interior decorado con zócalos de morunos arabescos, compuesto por una docena de azulejos pintados y firmado por un A. Ruiz de Luna. Málaga, se leía: "En este lugar el día veintiuno de Febrero de mil cuatrocientos noventa y tres, durante el reinado fastuoso de Fernando de Aragón Padre de la unión de la Santa España y esposo de la gran Reina Isabel la Católica, no pasó nada".
Carlos Platero Fernández
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