17 de septiembre de 2008

Guagua , tempestad y niño

De LOS RELATOS DE PLATERO


GUAGUA, TEMPESTAD, NIÑO Y SUSTO
Por Carlos Platero Fernández
Gracias a Dios, en esta para mí bendita tierra canaria, al menos en el ámbito geofísico de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria no suelen ser frecuentes las tormentas atmosféricas con aparatosidad de electricidad estática en el ambiente, relampagueos y tronadas.
Por eso fue que me llamó la atención la que parecía estar fraguándose, organizándose sobre nosotros hacia el nordeste, más allá de La Isleta donde por el horizonte se iba corriendo poco a poco, de forma aparente hacia islas cuales la de Lanzarote y la mas cercana de Fuerteventura, cuya silueta nítida de uno de sus extremos otras veces en situaciones parecidas suele recortarse entre mar y cielo como augurio de que pronto va a llover, según el dicho campesino y marinero grancanario de que, "Ver Fuerteventura, es agua segura", o algo parecido.
Como en tantas otras ocasiones viajaba yo en una moderna y amarilla guagua de las del transporte municipal, sentado al lado derecho junto a la ventana-cristalera que me permitía contemplar la amplia panorámica ciudadana como con objetivo fotográfico de gran angular puesto que, como el vehículo de servicio público correspondía a la línea 3, íbamos subiendo la prolongada cuesta de San Antonio, sobre el Paseo de Chil en dirección a la Ciudad Alta, las grandes barriadas de Schamann y Escaleritas, que era ésta la de mi residencia domiciliaria e inmediato destino.
Iba yo entretenido y en cierto modo absorto pues si bien quedaba atrás el bloque compacto de los barrios de la historiada Vegueta y la comercial Triana, tenía allí ante mí gran parte del perímetro de la ciudad, la Ciudad Jardín, Alcaravaneras, Santa Catalina, la Isleta y toda la urdidumbre del Puerto, sus dársenas, muelles, diques de abrigo y espigones de atraque que a mí me parece que van aumentando, agrandándose más y más al paso de los días; y de fondo las características masas volcánicas de Las Isletas. Sobre todo el conjunto un firmamento encapotado de compactas masas de nubes de tonalidades grisáceas, plomizas.
En principio me había llamado más la atención el mar en su inmensidad cuyas aguas agitadas, a impulsos de un viento que se adivinaba como reinante en la zona se iban tornando de una coloración azul-verdosa, grisácea y turbia en movido oleaje que se denunciaba con innúmeros trazos menudos de blancas espumas bailoteantes a la distancia. Luego presté atención más acentuada al conglomerado de nubes que iba entenebreciendo el ambiente al encapotarse más y más y de entre las cuales, entre tonalidades cárdenas pronto comenzaron a surgir algunos relámpagos de lívidos fulgores que al venir perceptible la tormenta hacia nosotros dejaban oír luego el retumbar de varios truenos.
Ya la guagua en la cima de la empinada subida, dispuesta a girar a la izquierda para bordear en parte el remozado parque de Don Benito, unos potentes relámpagos producidos por alguna chispa allá en lo alto fueron seguidos casi al instante por atronador y restallante trueno, lo que nos indicó a los pasajeros bien a las claras que la repentina tormenta o aparato eléctrico de las nubes estaba ya encima de la ciudad e hizo que más de uno de nosotros se sobresaltase y aún, en determinados casos dos o tres niños de los más pequeños, cogiéndose convulsos a quienes llevasen más próximo y gimoteasen verdaderamente asustados.
Y el hecho, entonces me hizo evocar en fugaz rememoración el suceso alusivo a un momento parecido que aún no hace muchos días se me contó, que me hizo gracia y que fue el siguiente:
El niño, que todavía no contaba con los dos años de edad, según los que bien le querían, era lo más parecido a un querubín, a uno de esos angelotes de las estampas piadosas y de las pinturas clásicas de temas religiosos que siempre aparecen rubicundos, un tanto gordezuelos de formas, de piel aterciopelada y sonrosada, ojos azul celeste y cejas y cabello rubio dorado, en cuyo rostro de mofletes colorados destacaba la boquita de pepón de juguete, de labios humedecidos y tono de brillante rojo carmín, o mejor, de color de guinda o cereza madura.
Semi vestido con tan solo un albo pero algo manchado roponcillo y descalzo, un tanto sudoroso y diciéndose de cuando en cuando y como a sí mismo alguna frase o palabras ininteligibles que a veces le hacían sonreír y gorjear con regocijo, jugaba sobre el edredón o cobertor de la amplia cama materna, entretenido con la variedad de juguetes de plástico, cartón piedra o goma de distintos colores chillones y llamativos que le rodeaban.
Por las entreabiertas puertas acristaladas o ventanales que daban acceso al balcón penetraba la luminosidad un tanto mortecina del exterior que en la tarde otoñal parecía atenuada merced a la compacta masa de nubes de tonos grises y plomizos que presagiaban inminente tormenta. Lo que se confirmó cuando, efectivamente, empezaron a oírse todavía lejanos pero ya retumbantes los primeros truenos.
El niño, al oír la tronada suspendió por unos momentos sus juegos manuales y sus grititos y alzando el rostro y la mirada exclamó con voz clara: "¡Vión!". Porque recordó que al sonar más de una vez el ronroneo de aviones y helicópteros comerciales y militares que por alguna razón y contraviniendo normativas aeronáuticas sobrevolaban la ciudad, su mamá le había explicado que al tal ruido sobre sus cabezas que parecía a él inquietarle o intrigarle no había que temerle y provenía de ellos, "del avión".
Volvió sin más el niño a sus entretenidos juegos y si de nuevo resonó el trueno, repitió sin alterarse lo de "¡Vión!"
Pero la tormenta se estaba aproximando, surgió algún fugaz y lívido resplandor que producía la chispa, el relámpago o el rayo al zigzaguear entre las nubes y el sonido del trueno subsiguiente era más y más prolongado, estruendoso y potente.
El niño, ya preocupado y suspicaz, descendió como pudo del cálido espacio de la cama. Descalzo como estaba corrió a asomarse al balcón, permaneciendo por unos instantes allí alertado, como a la expectativa.
Y una vez más, en la ocasión precedido de instantáneo y fulgurante resplandor del restallante rayo que debió de haber descargado cercano, sonó el pavoroso trueno que se prolongó y que él reconoció que se asemejaba al prolongado crujir de una traca verbenera, como la que aún no hacía mucho oyó en la avenida por causa de una popular fiesta de barrio y que motivó que, terriblemente asustado, se refugiase de inmediato entre los brazos de mamá.
El pequeño y atento espectador, que percibió los primeros gruesos goterones precursores de la lluvia, se quedó por un instante sorprendido y paralizado más que asustado, pero luego, como se dio perfecta cuenta de que aquello no lo producía un "vión", gritó "¡Suto!" y corrió raudo a esconderse debajo de la cama, llorando con desconsuelo y gritando frases confusas e inconexas hasta que mamá acudió presurosa a consolarlo, besándolo y acariciándolo.
Cuando me di cuenta, saliendo del ensimismamiento que la evocación me produjera, sonriendo para mí mismo, observé que ya estaba en Escaleritas y, por lo tanto, después de pulsar el correspondiente timbre de solicitud de parada y detenerse el vehículo en la perceptiva, al igual que otros pasajeros, yo me apeé allí también.

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