17 de septiembre de 2008



¡YO SI LO SÉ, PARA QUE "USTÉ" VEA!
por Carlos Platero Fernández

A mí, como aficionado de siempre a la lectura, amante fervoroso y sentimental de los libros, entre los muchos que lograron aplacar mis constantes ansias de leer, uno de los escritores, en este caso escrito­ra, que más me haya impactado en la adolescencia ha sido Elena Fortún.
¿Elena Fortún?,... se interrogará a sí misma más de una persona de las que estas líneas lean. Sí, Elena Fortún, la feliz creadora de todo un mundo selecto infantil que gira alrededor de una niña llamada Celia. Aquella Celia marisabidilla, salada, buena y travie­sa al mismo tiempo, que aún no ha muchos años fue rescatada del olvido al protagonizar una serie de televisión española que tuvo en su día gran audiencia tanto en pequeños de las generaciones actua­les como en muchos mayores televiden­tes y lectores de antiguo y cuyos guiones, ceñidos en verdad lo más y mejor posible al original literario salieron de la pluma de la laureada escritora Carmen Martín Gaite, fallecida en el pasado año de 2000.
La autora, la creadora del simpático personaje que apareció en la prensa madrileña en el transcurso del primer tercio del sigo XX en las páginas del rotativo "ABC", fue Encarnación Aragonés Urquijo conocida en el mundo de las letras por el seudónimo de "Elena Fortún" tomado del título y personaje protagonista de una novelita de su marido el escritor y militar Eusebio de Gorbea.
Todavía recuerdo con agrado la repetida lectura de aquellos libros juveniles con títulos como "Celia en el colegio", "Cuchifri­tín y sus primos", "Cuchifritín y Paquito", "Travesuras de Matonki­ki", "Celia madrecita", etc.; y confieso aquí en mi biblioteca casera figuran más de la mitad de los veinte volúmenes diferentes de ese mundo de Celia que se llegaron a publicar. Personajes entra­ñables todos que a muchos de generaciones como la mía nos acompaña­ron en gran parte de nuestras infancia y adolescencia y a los que muchos de sus ávidos lectores no hemos olvidado jamás.
Tanto me ha seducido el tema que ya desde hace cierto tiempo vengo reuniendo material preciso y que, lamentablemente no abunda como yo quisiera y es bastante escaso para poder componer un amplio tratado, una verdadera monografía sobre Elena Fortún y su obra, repito que tan injustamente silenciada en la actualidad, salvo, acaso por Carmen Bravo-Villasante en una especie de diccionario de autores de literatu­ra infantil mundial y por la ya citada Carmen Martín Gaite, que por mor de la asimismo indicada serie televisiva glosó con gran galanura la figura y la obra de esta autora.
Pues bien; aprovechando una breve estancia en Madrid después de habernos desplazado desde las islas parte de mi gente canaria y yo para asistir a la boda de un familiar en la imperial Toledo a comienzos de este pasado verano, acudí en cuanto pude a la Biblio­teca Nacional de La Castellana logrando allí como era mi deseo consultar y aún fotocopiar o imprimir a través de un propicio y dispuesto PC un trabajo literario sobre Elena Fortún que allí se conserva microfilma­do, aparecido en varias páginas de un número extraordinario del "ABC" de hace unos años. Y mediante su lectura detenida tuve noticia de que en algún lugar de los jardines o Parque del Oeste madrileño se alza un sencillo monumento recordando a esta escritora; lo que, como es de suponer me alegró, decidiendo de inmediato el acudir allí para reconocerlo y fotografiarlo con vistas a mi proyectada monografía.
Y así sucedió el mismo día siguiente, en horas tempranas de una deliciosa mañana en que desde la Gran Vía en uno de cuyos hoteles nos alojábamos mi mujer y yo, tomando el metro en dirección Argüe­lles y la Ciudad Universitaria, al ajardinado bosque me dirigí, no sin tener que sortear el fluido, intenso y muy denso tráfico rodado que por la zona ya se estaba desarrollando.
Innecesario me parece el hacer aquí incapié el que una vez en el frondoso paraje bien pronto comprendí que me era preciso ayuda para tratar de localizar por mi mismo el dichoso monumento pues "el bosqueci­to" de hayas, encinas, plátanos de indias o lo que fuese era impresio­nante, para mí al menos y, además, bien pude advertir pronto que había distintas estatuas de cariz broncíneo, de hierro fundido, monumentos varios de mármol, piedra o cemento, etc.
Había allí, frente a la Puerta de Carlos III y la estación del metro de Argüelles una especie de kiosco o café-bar o merendero junto a uno de sus accesos, paseo o avenida asfaltada a cuyos bordes o aceras había aparcados gran cantidad de automóviles en tanto que otros se deslizaban por ella cuesta abajo hasta una rotonda que regulaba fluida circulación que supuse en dirección y procedente de Aravaca, inicio de la carretera de La Coruña, al Escorial o algo así. Y a aquel característico estable­cimiento, como observase que lo estaban abriendo me dirigí con la intención de tomarme un café, cosa que no pudo ser porque no estaba todavía de servicio, abierto al público, según me explicó quien allí estaba poniendo en orden el mostrador y que por su característico acento me pareció sudamericano, lo que él mismo confirmó al solicitarle yo entonces información de lo que andaba a buscar en aquellos andu­rriales y contestarme que era extranjero y no conocía el Parque lo suficiente para lo que le requería.
En aquellos momentos se aproximaban al sitio una pareja de poli­cías municipales, mujer y hombre que con fría cortesía me escucha­ron en mi cuita para luego, con el consabido y simultáneo encogi­miento de hombros alegar desconocer la ubicación y ni tan siquiera la existencia del tal monumento.
Ya un tanto descorazonado, aun me atreví a incidir en el tema, primero con un señor que, negra cartera o maletín de trabajo en mano, acababa de aparcar su coche un poco más abajo y con un expre­sivo gesto interrogante de manos no supo responderme. Y lo mismo me sucedió con una joven que, vestida con vistoso chandal de colores surgió de entre la frondosa y cuidada arboleda sujetando por larga correa a un pequeño perro que, al parecer, no hacía más que oliscar todo a su alrededor y de cuando en cuando levantaba una pata trase­ra con la intención clara y manifiesta de echar por doquier una pequeña meada en lo que acaso consideraba su perruno dominio y que su dueña le estorbaba con enérgicos tirones de la dicha correa. Mostrando extrañeza y frunciendo los labios en un mohín, no supo contestarme.
¡Maldita sea!, pensé por un momento encorajinado, ¿sería posible que no lograse yo dar con el monumentito aquel de marras y poder hacer le algunas fotografías con la máquina que, enfundada llevaba al efecto colgada de mi muñeca?... Por otra parte, me pareció absurdo el que yo intentase a ciegas la búsqueda en aquella amplia área boscosa que tenía a la vista y en perceptible cuesta abajo, cuesta que luego necesariamen­te debería de subir dado que descono­cía otras posibles salidas, asunto nada grato dada mi habitual holgazanería para aquellos trotes "deporti­vos". Además, llegué a pensar, decepcionado y desilu­sionado a la vez que si ni aquellas gentes que por el Parque solían transitar a lo que parecía, raro tenía que ser que algún otro transeúnte me contestase favorablemen­te si lo abordaba. Pensé pues en regresar al centro, a la Gran Vía y al hotel ya que ni un café podía tomar allí de momento.
Y fue entonces cuando me apercibí de que cerca de donde yo me encon­traba de pie, indeciso y frustrado, estaba un mozalbete, a lo que pude apreciar medio uniformado con unos ropajes parecidos a los de los bomberos, personal de limpieza o jardineros municipales, que supongo que era lo que debería de ser y que había estado manejando una especie lanza rematada en un tridente o, mejor, como una esti­lizada horquilla, un rastrillo de largo mango o algo así que le servía para recoger trozos de plásticos, papeles, cartones, bote­llines vacíos, etc. que los seres humanos inciviles al uso habían dejado esparcidos en la zona en sus correrías nocturnas y a la mayoría de los cuales la suave brisa mañanera hacían revolotear de cuando en cuando hasta que reunidos en pequeños montoncitos él los había ido depositando en una grande papelera instala­da para ser transportada en una carretilla de mano.
Era un joven no muy alto y más bien delgado de figura, de apenas insinuado bozo, rala pelusilla más que barba en el rostro, de aspecto un tanto estrafalario y mirar parpadeante y algo huidizo o timorato y que en aquel momento permanecía con ambas manos apoyadas en el mando del apero, habiendo abandonando momentáneamente su tarea, pareciendo que estaba interesado, atento al resultado de mis indagaciones, pero perma­necien­do silencioso, con la boca entrea­bierta un tanto babeante en sonrisa que me pareció más bien bobali­cona.
Aunque en buena ley supuse que no tenía el mozo aquel pinta de saber de lo que yo andaba buscando, no obstante, al observar su atención prendida en mi persona, antes de rendirme a la ya previsi­ble evidencia de fallar en el propósito que allí me llevara, decidí preguntarle a él también.
Y el que debía de ser un peón de la limpieza municipal no me dió ni tiempo de detallar un tanto la pregunta pues, demostrando que sí había estado atento a mis infructuosas indagaciones al kiosquero, a los guardias municipales, al hombre del maletín y a la mujer con el perro, con una sonrisa que infantilizó todavía más sus rasgos y meneando la cabeza de arriba a abajo en reiterado cabeceo se soltó a decir:
_ ¡Yo si lo sé, para que "usté" vea! .- arrastrando los vocablos con el característico y simpático acento chulesco o antaño barriobajero madri­leño, que le decían nuestros mayores.
Por un instante renacida mi esperanza, insistí en indicar que lo que yo trataba de localizar era una estatua o algo parecido dedica­do a una señora llamada Elena Fortún. Y mi interlocutor acabó maravillándome al añadir que, no solo sabía donde estaba sinó que tenía una dedicato­ria de los niños españoles y que se encontraba allá abajo, en el interior del parque por donde se iba camino de lo que la gente llamaba "la Fuente de la Salud". ¡Vaya con aquel simpático peón jardinero, mozo de limpieza o lo que fuese que me había parecido un tanto abobado o infelizote él!. Medio me explicó a su manera que le gustaba de siempre recorrer todo el extenso Parque del Oeste que más allá del encauzado río Manzanares se llegaba hasta las proximidades de la misma Casa de Campo, por lo que lo conocía bien y que muchas veces se había parado ante el monumento que hacía años el ayuntamiento dedicara a aquella señora a la que los niños españoles debían haber querido.
Con todo detalle me indicó como debería de bajar por la acera de enfrente hasta la amplia rotonda reguladora del tráfico en la zona, pero que, inmediatamente antes de llegar a ella, donde estaban un paso de peatones y varios semáforos, habría de girar a la derecha, tomar un sinuoso sendero asfaltado que descendía en declive y que era el camino que conducía al paraje conocido de los madrileños como el de La Fuente de la Salud, pero antes, no a mucha distancia de la avenida estaba lo que yo buscaba.
Y, efectivamente, siguiendo sus instrucciones encontré el tal monumen­to que, debo de confesar aquí, me defraudó mucho y aún me indignó pues es modestísimo, además de estar enclavado en un pésimo sitio, medio escondido entre unos arbustos, desconocido para casi todo el que pueda pasar por allí. Se compone de un conjunto de tres bloques en posición vertical y unidos entre sí, de piedra caliza o arenisca o acaso de cemento armado, de unos dos metros de alto por otros tantos o poco más de largo y varios decímetros de grosor, que simboliza como un tríptico o quizás las páginas de un libro abierto ostentando en la parte alta central un bajo relieve como un camafeo con el busto de la escritora y debajo la leyenda "Los niños españo­les a Elena Fortún. 1886 - 1952" y a ambos lados también en bajo relieve las siluetas de una niña ofreciendo una flor y afrontado, un niño con un libro entreabierto así mismo en posición de oferen­te. Todo ello sobre una base cuadrangular del mismo material. Un pequeño macizo de flores al frente y todo ello rodeado de cesped y de la fronda allí bastante espesa del bosque.
Menguado recuerdo y evocación de quien tan bien supo mantener encendi­da la imaginación de los niños de su época, que, de todas formas, en la mayoría de los casos parecen actualmente haberla olvidado por completo.
Las Palmas de Gran Canaria, octubre 2001

No hay comentarios: