16 de abril de 2009

¡ SI ES DE “MADRÍ”!

Hace ya muchos años, tantos que debería de andar yo rondando los veinte y pico, residiendo ya por aquellas calendas en la entonces recoleta localidad gran canaria de Telde, solía desplazarme por las tardes a la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, o por unas clases de Radiofonismo a las que estaba asistiendo en días alternos o, si acaso, cuando ya había comenzado a rondar a la que hoy es mi mujer y madre de mis hijos.
El caso es que, si aún era temprano para lo uno o lo otro, solía yo adentrarme por la entonces fronda del Parque de San Telmo solazándome al pasear por su extremo que daba al mar; también acudía al otro extremo de la ciudad, al cosmopolita Parque de Santa Catalina para tomar un café o un refresco sentado ante alguno de los veladores de los bares aledaños; o al mismo Puerto, para pasear por el Muelle Grande entre las tartanas, los automóviles, los numerosos puestos de venta ambulante situados a la vera de los trasatlánticos que ya estaban aportando el incipiente turismo extranjero y en donde me divertía observar a los ingeniosos y activos cambulloneros que trajinaban intercambiando artículos y toda clase de moneda con los pasajeros, turistas y tripulaciones. Y a los llamativos vendedores que se esmeraban en vender mercancías formadas por productos de las islas y artículos de lo más variopinto, llamativo y exótico que se pudiese uno imaginar. También a nosotros, los paseantes y mirones, nos tomaban a veces como potenciales clientes para sus transacciones.
En uno de aquellos distendidos paseos, en cierta ocasión se me acercó un individuo de un moreno cetrino, como agitanado pero que indudablemente era un buen mozo de raigambre isleña y que al observar mi aparente curiosidad por la mercancía que exhibía en una especie de tablero portátil, con ruedas, como quiera que entonces no había cercano otro posible cliente, empezó a ofrecerme muñecas, cuadros con marinas confeccionadas con corcho, relojes y otros productos por el estilo. Y, por hacer algo, hice como que me interesaba por una reluciente navaja de las de "todo uso".
-Navaja chachi, pura de acero, very güey...
Yo le decía que no la quería, entre dientes, divertido. Y, como una gracia, pensé en hacerme pasar por turista, por lo que le dije ya un rotundo "nao", "non".
Tomándome el vendedor por un portugués o, quizás por brasileño, insistió en el chalaneo:
- Boa navalla...¡Apruébela vostede, siñore!...
- ¡Non, non! - tan solo farfullaba yo.
Y el isleño insistía, porque la venta había sido hasta entonces casi nula.
- Pero, moito bunita la navalla, la cheira... ¡Presiosísima, se lo digo eu!
Ya un tanto cansado de tanta insistencia, con mi atenuado acento gallego terminé por decirle en tono un tanto chulesco:
-¡Que te digo que no quiero la navaja, tío!
Y el buen hombre, sorprendido, no tuvo más remedio que dejarme marchar sin haber conseguido la venta, en tanto que mirando de reojo a otro compañero de cambalache que se acercaba, decía con acento de admiración y a un tiempo como decepcionado.
- ¡ Anda; pero si es de Madrí!
Carlos Platero Fernández
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