24 de septiembre de 2008

COSAS DE MI GEMELO FERNANDO Y YO
por Carlos Platero Fernández.

Dicen quienes nos conocieron de pequeños, que mi hermano Fernando y yo, gemelos o mellizos, que en este caso tanto dá como dá tanto, éramos tan parecidos que se podía decir de nosotros que nos semejábamos casi como dos gotas de agua, lo que ciertamente se puede apreciar de alguna forma en las fotografías que conservamos de aquellos años infantiles.
A fuer de pretender ser sincero, yo no diría tanto. Pero que siempre hubo entre nosotros dos un grande y excepcional parecido físico si, aunque yo haya sido en realidad y desde niño siempre unos milímetros más bajo y unos gramos, hoy kilos, así como unos muchos centímetros de cintura, más grueso.
Un caso curioso, al que ambos jamás hemos encontrado contestación adecuada al interrogante surgido es el de que los dos tenemos, se supone que de nacimiento, una pequeña cicatriz en forma de media luna en lo más bajo de la barbilla. También, ambos tenemos algunas otras cicatrices, sobre todo en el rostro y por la parte posterior de la cabeza, pero ya son huellas de travesuras, de accidentes varios aunque algunas veces curiosamente muy parecidos pese a la distancia.
De pequeños, no sé yo si por una especie de mimetismo emocional o por costumbre, si a uno le dolía la barriga, pongo por caso, el otro pronto decía sentir las mismas o parecidas dolencias; si a uno le caía uno de los dientes "de leche", lo mismo tenía que sucederle al otro; cuando el uno tuvo la tos ferina, el otro la contrajo de inmediato y lo mismo ocurrió con el sarampión, la escarlatina o rubéola, etc.
De hecho, nunca se podrá saber ai yo soy el bautizado con los nombres de Carlos José o con los de Fernando Cándido, porque, por lo visto, para no confundirnos siendo unos bebés, el uno portaba una medallita de plata con una cinta de color azul amarrada a la muñeca y el otro lo mismo pero con la cinta de color rosado. Al bañarnos, se nos quitaba la cinta identificadora y, ¿quién asegura que al colocarnos de nuevo dicha identificación no hubo más de una vez confusiones al hacerlo?.
Tal como más arriba se indica, según quedó constancia en alguna fotografía de la época en la que ni nosotros mísmos, ni nuestros padres o hermanos jamás hemos podido identificarnos con certeza, además de reflejar el gran parecido, se puede observar que los gemelos a los tres y cuatro años usábamos el cabello como melena de paje, de lo que nuestros padres estaban muy orgullosos, pero no así nuestra abuela paterna que por entonces con nosotros vivía y que siempre nos confundió, porque, además, se nos vestía y calzaba exactamente iguales y ella deseaba que tuviésemos algún signo visible que nos distinguiese sin temor a incurrir en error. Deseo que al fín pudo ver cumplido, al menos en una ocasión.
Sucedió que, contando nosotros de tres a cuatro años nos dejaron por unos días a los gemelos al cargo de la abuela, con la advertencia de que uno de nosotros tenía que tomar por aquellos días cierto jarabe o medicamente a horario fijo.
_ Ya sabe, mamá: El de la medicina es Lucho -o Lalo-. El de la cinta azul -o rosada- en la muñeca.
Pero, como ya dije, las cintas, con las medallitas eran fáciles de trastocarse con el diario servicio del baño. Y nuestra abuela pronto halló la solucuión definitiva para no equivocarse.
Cuando al regreso de aquel desplazamiento o corto viaje mamá nos echó la vista encima, se enfadó mucho. ¡Uno de nosotros tenía un buen y ostensible tijeretazo en la melenita de que tan ufanos se mostraban nuestros progenitores.
_ ¡Mamá, por Dios! -se enfadó nuestra madre - ¿Como pudo dejar que los niños jugasen con las tijeras?... ¡Mire, mire el triscazo que se hizo el uno al otro en la perrera del pelo!
Y la abuela Concepción reoslvió el caso, confesando calmosa y ufana, en su gallego coloquial:
_ Non foron os xemelos. ¡Fún eu, pra distinguir ó que tiña que tomala mediciña!.

¡ POR SI ACASO !
Mi hermano gemelo y yo, llamados Lalo él y Lucho yo en el estricto ámbito familiar, fuimos bastante trastes y revoltosos de pequeños y creíamos nosotros que con razón.
Teníamos una hermana, Elena, unos tres años mayor que suponíamos, y suponíamos bien, fue de siempre "el ojito derecho" de nuestro padre; cosa muy normal por cierto generalmente, no en vano soy yo también padre, en que las niñas suelen ser de inclinación afectiva un tanto "padrera" y los niños, si mimados o mimosos, "madreros", ¿o no?...
Nuestro hermano pequeño, el benjamín de la familia, toda su vida ha sido muy "madrero". Y viceversa, con respecto a nuestra madre hasta su fallecimiento, algunos años ha. Que yo ya ella en su apacible ancianidad, me divertía en hacerle reslatar para verla negar el hecho compungida, asegurando que como madre nos quería a todos sus hijos por igual, lo que evidentemente siempre ha sido así.
Y en cuanto a nuestro hermano, "ligeramente" mayor pues tan solo le separaron siempre catorce meses de más edad que nosotros, también, al juicio descarnado de los gemelos, dado que se crió delicadillo y tal, mucho tiempo bajo el cariñoso amparo de la abuela fue así, no solo su ojito derecho sinó también el izquierdo y todo su maternal y amantísimo corazón.
Por lo que, nosotros dos, los del medio, llegamos a imaginar alguna vez que en realidad éramos los menos queridos en el seno de nuestra familia. Y ya mayores, sabedores de que habían sido celos infantiles nuestros sin fundamento, repito que no obstante, impulsados por nuestro consustancial espíritu burlón nos gustaba picar una y otra vez con el tema a mamá, que se dolía un tanto crédula murmurando que como podíamos decir y ni siquiera pensar tal barbaridad, que se nos había querido por igual a toda la "camada" o "rolada". Naturalmente que siempre nos quiso con gran amor a todos por igual, con la misma intensidad que cualquier otra madre con respecto a sus hijos.
Pero la verdad es que los gemelos fuimos los más traviesos del clan y lo demostramos una y otra vez con las mil y una diabluras que jalonaron nuestra infancia estrechamente compartida; siempre unidos los dos hermaos contra todo y contra todos, en cualquier tipo de dificultad o enfrentamiento, defendiéndonos mutuamente, hubiera o no razón para ello.
Y las reprimendas, los coscorrones, los azotes y los cachetes o sopapos si hubo menester también hubimos de compartirlos, fuésemos o no merecedores de ellos. En más de una ocasión, ante cualquier realizada travesura nuestra, recibíamos a la par o uno u otro la reprimenda y, si fuese necesario, el cachete corrector, a veces inmerecido por uno o por otro.
_ ¡Pero si yo no he sido !... ¡Fue Lalo! - protestaba por ejemplo yo, indignado y lloroso, rascándome el escozor producido.
Y mamá o la abuela contestaban, en castellano o gallego, en tono reposado, despachando el asunto:
_ Pues, por si acaso, ¡ Para cuando seas tú !.

UNION FRATERNAL, SUEÑOS Y FANTASIAS COMPARTIDOS
Creo poder afirmar que mi gemelo y yo, sobre todo en aquellos primeros años de la infancia y la adolescencia, época en que convivimos completamente unidos física y síquicamente, hasta cuando a uno de los dos se le castigaba por alguna travesura, que las nuestras fueron siempre muchas, el otro lloraba con él más o menos ostensible.
Nos levantábamos por las mañanas, y sobre todo en tanto vivimos bajo la custodia compartida de mamá con la abuela, muy de madrugada fuese verano o invierno, rezongando lo mismo, aseándonos al mismo tiempo a ser posible, lo que significaba contínuas peleas por alcanzar primero o el jabón, o la toalla o hasta la misma palangana con el agua fría traida momentos antes del adyacente manantial que era en la aldea "a fonte de abaixo", de "a Camposa" o "a fonte vella", la más caudalosa, que jamás se secaba, ni siquierea en septiembre.
Desayunábamos juntos, reclamábamos repetir las sopas o lo que fuese al unísono y compartíamos el uno con el otro lo que se nos diese. Comíamos juntos, procurábamos merendar juntos y, desde luego, lo mismo que se le diese a uno lo quería el otro y también cenábamos a la par y si antes de acostarse había que bañarse, juntos íbamos a la tina o barreño. Jugábamos juntos, aprendimos con mamá las primeras letras juntos y leímos los primeros tebeos juntos, él uno de "Juan Centella en el Fondo del Océano" y yo el de "El hombre enmascarado en Londres", que mamá nos había traído de La Coruña. Cuando comenzamos a asistir a la escuela pública de Quinzán regida por la bondadosa doña Patrocinio, juntos íbamos allá, juntos habíamos de estar sentados, al principio en los toscos bancos alargados laterales y luego ante los los viejos pupitres recubiertos de manchas de tinta y tiza, restos de pizarrines y de lápices, etc.
Juntos nos peleábamos si a uno cualquiera de los dos se nos incitaba a ello, que eramos bastante bravuconcetes para nuestra edad, ¡Claro!..., ¡ siempre pareja, dos bocas para insultar, cuatro manos o puños para pelear y cuatro ágiles piernas para correr si menester fuese, que lo era muchas veces!...
Juntos siempre, en casa, en los juegos, en la escuela, si de desplazarnos, caminando, naturalmente, a las ferias y mercados en la cercana villa de Mellid, si iba el uno, había de ir el otro también. Y lo mismo cuando íbamos a la iglesia, cuando hicimos la Primera Comunión, cuando ya adolescentes fumamos el primer cigarrillo compartido, que en realidad fue un puro que logramos escamotear a nuestro padre de su mesa escritorio en Curtis, etc., etc.
Hasta los catorce años dormimos siempre en la misma habitación juntos, en la misma cama; si bien, cuando ibamos dejando de ser niños, tomamos la curiosa costumbre de, a veces, para evitar descuidados pero molestos contactos sobre todo si el colchón se humdía algo por el uso, dormir con el cinto en la mano que colgaba por fuera de la cama y, ¡zas! largar un zurriagazo al infractor, si considerábamos que su cuerpo había propasado lo que establecíamos como la mitad del lecho, cada una para cada cual.
Y, sin embargo, era en la cama, generalmente si nos despertábamos temprano y, no estando en la casa de la abuela, ni teniendo que ir al colegio o hacer cualquier otra encomienda o recado, cuando la imaginación de Fernando, superior a la mía en inventiva urdía aventuras extraordinarias que, con el pretesto de que lo acababa de soñar, iba desgranando en mis oídos. Ya fue costumbre, durante algún tiempo, cuando nuestra estancia en Curtis y aún alguna vez en Ribeira que yo, deseoso de escucharle, le preguntaba muy bajito y si como sucedía por lo general estábamos solos en la habitación: "¿Dices?" y el respondía también como en un suspiro "¿Escuchas?". Y en tono de voz apenas audible me contaba cosas maravillosas que "acababa de soñar" en las que no solo le sucedían a él aventuras extraordinarias sinó que yo participaba en ellas como co-protagonista. Casi siempre, él era un militar de alta graduación vestido con brillantes uniformes que describía con todo lujo de detalles y yo era "paisano", médico, maestro, artista de cine,... ¿que sé yo?
Como no en vano ya teníamos doce, y trece, y catorce años y había siempre alguna niña de nuestro entorno y edad que nos gustaba, que era novia nuestra en sueños tan solo, naturalmente, los incipientes romances de lo más cursi, ingenuo y conmovedor figuraban a veces en aquellas sesiones de ensueño en las que el uno relataba y el otro escuchaba, metiendo cuando podía alguna cuña de sugerencia o innovación en los fantásticos relatos.
¡ Que momentos felices aquellos merced a nuestras fantasiosas mentes! Luego, ya hombres, los dos los hemos rememorado con nostalgia más de una vez.

MI GEMELO Y YO
Recordaré toda mi vida, cuando, contando ya los gemelos de siete a ocho años, todavía residiendo en la aldea de Chaín, ya se nos confiaban algunos pequeños recados tales como el de acudir durante cierto tiempo, todas las tardes a buscar la leche de cabra "para el delicado Titiño", naturalmente, que nos suministraba aquella vieja pastora que conocíamos como "Ramona la de las cabras" y que residía en la cercana aldea de Casasnovas.
Los dos gemelos, muy ufanos por la confianza depositada en nosotros, entre juegos continuos y cabriolas, carreras y sofocos llevando unas veces el uno y otras el otro la botella de vidrio de a litro para recoger la leche, hacíamos el recorrido de unos dos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta en un santiamén recorriendo la "corredoira" de La Camposa, bordeando los prados de el Naval, por la corredoira de Pazos y el Cabo y subíamos la cuesta de La Esparela que luego descendíamos raudos por su otro extremo para, cruzando algún agro y dejando a un lado la pequeña iglesita parroquial de Rairiz llegar a la caseta y cuadra de la dicha Ramona, asistir en alguna ocasión, emocionados y felices al mismo hecho del ordeño, recoger la espumosa y aún cálida leche y regresar por la misma ruta a la casa de la abuela en la Camposa, junto a la "fonte de baixo".
Pues bien, una mañana de principios de verano, y puntualizo ésto porque era la época de las cerezas en sazón, partimos mi gemelo y yo dispuestos a cumplimentar tan importante encargo. Pero, claro, jugando, peleándonos entre nosotros mismos, escondiéndonos el uno del otro de cuando en cuando, tirándonos puñados de tierra, etc.
En aquella ocasión yo me ofreciera a Fernando para enseñarle un nuevo camino para llegar a Casasnovas más pronto; un atajo, vamos, que me había enseñado algún lugareño en fechas inmediatamente anteriores.
Y hubo un momento en que, mi gemelo a mis indicaciones caminando algunos pasos delante en demanda de la nueva ruta a seguir, llegados a lo alto de aquel frondoso bosque que era el de La Esparela, el que, por cierto, muchos años después iba a inspirarme para escribir la novela corta titulada UN EPISODIO DE LOS TIEMPOS CELTAS que tantas satisfacciones me ha proporcionado, yo que portaba la botella vacía para transportar la leche, que era de aquellas de vidrio verdoso y singular forma cuadrada con que se suministraba el jarabe o vino tonificante "Sansón", eché a correr Esparela abajo, por el terreno en pronunciado declibe, gritando alborozado que "¡Te engañé, te engañé!... ¡Que no es por ahí, que es por aquí!".
Pero, ¡ay de mí!, de improviso, o yo no la ví o ella, una retorcida y rugosa raiz de cualquiera de aquellos frondosos árboles, se interpuso en mi carrera, lo cierto es que tropecé, dí con mi cuerpo en el suelo, la botella al caer se rompió en añicos y uno de ellos se me incrustó en plena frente, haciéndome un regular corte del que inmediatamente comenzó a fluir la sangre.
La ira de mi gemelo al saberse allí engañado fue de inmediato suplida por una aterrada y llorosa solicitud y aún intentó contener la hemorragia con algunas hierbas, con hojas caidas de los castaños y con su propio pañuelo.
Y yo barreando como cerdo en día de matanza, asustado además, igual que mi gemelo, de las posibles consecuencias de la rotura en mil pedazos de la útil botella, regresamos a casa sin cumplir el encargo y por ello acaso más llorosos y gritones todavía.
Pero mi gemelo no fue acusica, nada dijo de mi engaño para con él y aún cuando mis otros hermanos, que estaban cogiendo cerezas en un cerezo próximo a nuestra minúscula era y acaso un tanto celosos de que por unos momentos fuse uno de los gemelos el centro de la atención y el afecto de mamá y abuela que después del primer momento de susto se afanaron en restañarme la herida y con mimo y algún pequeño agasajo intentaron callar mis desaforados lloros, pretendieron señalarnos como que eramos unos juguetones irresponsables y que por jugar habíamos roto la valiosa y bien útil botella, Fernando, digo, se defendió y me defendió con denuedo, como siempre, que para eso éramoslo que se dice "uña y carne".


CONFUSIONES DE IDENTIDADES
Confusión de identidad y posible telepatía a larga distancia entre los gemelos nos ha ocurrido en alguna ocasión.
Tal ha sido el parecido físico y anímico entre mi hermano gemelo y yo, casi siempre vestidos idénticos, sobre todo en nuestra época de niños y de adolescentes residiendo sucesivamente en La Coruña, luego en Chaín, Curtis y Ribeira que fácilmente se nos confundía.
De hecho, fue notable nuestra aportación, vestidos de circunstanciales monaguillos en algún acto religioso en Curtis en que pudimos hacer la pareja ideal para portar los faroles o los ciriales a ambos lados del que portaba la cruz, que alguna vez fué nuestro hermano Alberto, en procesiones y otros acontecimientos parroquiales. Aún acuden de cuando en cuando a mí las estrofas de aquella cancioncilla allí aprendida que decía:
Somos de la parroquia,
los monaguillos, los monaguillos;
que sacudimos las perras
de los cepillos, de los cepillos.
.............................
Si hay un bautizo o una boda,
pobre padrino, pobre madrina;
pues se encuentra a un monago,
en cada esquina, en cada esquina.
En alguna ocasión que ahora no recuerdo pero que muy bien es de suponer que hubo, Fernando me habrá sustituido a mí. Y yo le he suplido más de una vez a él, siempre con éxito, tanto en pequeñas aventuras escolares como de juegos o de "chicoleo" con amiguitas de la misma o parecida edad.
Cuando, por ejemplo, en Ribeira él rondaba a una linda mocita y una determinada tarde dominical que había logrado quedar con ella para ir juntos al cine, nuestro padre, como ocurriera y ocurriria en muchas otras ocasiones lo "arrestó" a no salir de casa en aquella jornada y, al contrario, dedicarla a partir leña en el patio de nuestra casa de La Mámoa y que era el imprescindible combustible de la vieja cocina económica o "de Bilbao".
Temía Fernando, incipiente donjuan que si no cumplía con la cita que le había resultado bastante laboriosa de lograr se iria al traste su iniciado romance; que, por cierto, luego resultó como tantas otras veces, completamente pasajero dada la volubilidad de ambos protagonistas.
Bien aleccionado yo, tanto en lo que debía de decir como de hacer, pero rogándoseme con un principio de desconfianza que no tratase de propasarme, supe yo suplantarlo con tanta verosimilitud que creo que nunca llegó a saber de aquel provisional cambio la jovencita.
Pasados los años, separados ambos por las circunstancias de la vida en sí, yo me casé en las islas Canarias con una canaria y cuando ella, Margarita, conoció en Galicia a los míos, se confundió una y varias veces con mi hermano gemelo Fernando, tomándolo por mí.
Y cuando ya nació nuestra primogénita y el matrimonio con ella llegamos a Vigo en barco, Fernando nos esperaba en el muelle y Margot, que ya contaba casi un año de edad, retozaba en blos brazos maternos y al ver a mi gemelo en tierra, frente a ella y acercándose a medida que el navío atracaba y la llamaba por su nombre, lo saludaba a su vez con parloteos y gorgoritos de "¡ Papá!...¡Papá!" y gracioso movimiento de manos, creida, naturalmente, que era yo. En tanto que otros pasajeros se admiraban y, sobre todo un matrimonio italiano que viajaba con nosotros y no se cansaban ambos de exclamar en el colmo de la admiración algo así como "¡Fratelo llemelo!...Maraviloso", yo, pasados unos minutos toqué a la niña en un hombro buscando su atención pra que me mirase, diciéndole
_ ¡Cacó!... Papá soy yo; mírame.
La niña me miró, miró al Fernando sonriente enfrente, arrugó el ceño, hizo unos pucheritos fruniendo cejas y los labios y rompió a llorar con desconsuelo, abrazada al cuello de su madre porque no entendía lo que estaba viendo.
Y, ciertamente, costó bastante trabajo para que dejase entonces de confindirnos a padre y tío.
Y, años más tarde, con nuestro hijo Carlos ocurrió algo parecido porque, niño bastante retraído cuando pequeño, ya en la crianza no consentía de buen grado que se le suministrase la papilla a cucharadas si no éramos su madre o yo; y, sin embargo, por confundirnos, aceptó que Fernando lo hiciese en mi lugar sin ofrecer resistencia alguna.
Fuera del estricto ámbito familiar ocurría en numerosas ocasiones lo mismo. Yo terminé por acostumbrarme a que cuando me desplazaba a Galicia, en el entorno afectivo y familiar muchas veces se me saludase, se me hablase tomándome por Fernando y ya ni trataba de deshacer el error, salvo que fuese precisa la debida identificación, naturalmente.
Cuando a principios de los años sesenta en Canarias solicité el perceptivo permiso de conducir, despues de haber efectuado con éxito las pertinentes pruebas teórico prácticas de aptitud que me capacitaban para ello, en la agencia que me gestionaba el asunto, me llamaron cierto día y se me reprochó el que solicitase el dichoso carnet si, según las oficinas centrales de tráfico yo ya lo poseía. Yo protesté de aquella tonta suposición y me mantuve en que aquello tenía que ser un error burocrático administrativo, por lo que en Tráfico, si bien me atendieron en la reclamación, insitieron en que yo, de tales y tales apellidos, hijo de Cándido y de Mercedes, nacido en La Coruña en tales y tales fechas ya tenia carnet de conducir. Bueno; había en la correcta información un solo pequeño detalle o despiste que no concordaba con el resto. Que en el nombre, en lugar de Carlos decía Fernando.
¡ Acabáramos, hombre !... Mi hermano Fernando era el que ya disponía de el dicho carnet de conducir y no yo.
Pero aún hay más. En La Coruña, gentes de Canarias que me conocen y tratan, han confundido a mi hermano gemelo Fernando con migo sin ninguna dificultad. En cierta ocasión la esposa de un amigo nuestro lo saludó y abrazó en plenos Cantones coruñeses y bromeó con él tomándolo por mí, hasta que se deshizo el entuerto.
Y a mí, en plena calle Mayor de Triana, estando crioseando los escaparates de la librería Rexach cierta vez una joven y desconocida damita medio me abrazó y estampó dos sonoros besos en mis mejillas en tanto que su acompañante, un apuesto oficial del ejército me saludó con un frío y distante "¡ Hola, Platero !"; aunque, después de haberse mantenidio por unos instantes de sabor sainetesco el equícoco, yo, advertido de la confusión, hube de enseñar mi documento de identidad para que la pareja se convenciese de que se había confundido de persona, con claro desencanto de ella que se quedó algo cortada y ruborosa y sin embargoél más distendido y amable medio acabó insinuando que Fernando alguna vez en La Coruña habhía sido causa de algún asomo de celos, aunque a decir verdfad la cosda no había pasado jamás a mayores. Eso creía él al menos, dijo.
En el año de 1979, viajando Fernando con su socorrido Seat 600 y en el desempeño de su profesión de Agente Comercial por Burgos en una jornada de nieve, hielo y frío sufrió un terrible accidente de circulación que le pudo costar la vida y le significó que hubiese de convivir para los restos con una placa de plata colocada en un frontal de su cráneo. Pues, tan solo unos días antes yo, en Canarias, tuve un accidente laboral del que escapé milagrosamente sin secuelas posteriores.
Ciertamente que al igual que nuestros otros hermanos, posiblemente por herencia paterna, nos quedamos calvos y encanecimos siendo relativamente jóvenes ambos gemelos.
En la época de la edad madura, la propia de empezar a perder la dentadura, nos ocurrió a los dos casi al mismo tiempo pero, además, por causa de una especie de piorrea seca, tan solo la dentadura de la mandíbula superior.
De unos años para acá, tanto Fernando como yo venimos padeciendo una cierta insuficiencia cardíaca derecha que hace que se nos hinchen los tobillos con mucha frecuencia y se nos ha extendido en ambas piernas una característica mancha como de color de pulpo, clara muestra de dicha insuficiencia, por lo que yo al menos he de llevar siempre correctoras medias elásticas, que a él se le habían recomendado también.
Aunque Fernando, como más crédulo de la Astrología que yo, siempre dijo que, como "Piscis" que somos, nuestros mayores males nos tendrían que venir por los pies. Ciertamente, siempre los hemos tenido como la parte más delicada de nuestros cuerpos. La suprema gravedad mortal, a él sin embargo le ha venido por desgracia a través del pulmón.

EL CASO DE ARENCIBIA Y LOS GEMELOS
Uno de los muchos equívocos que en nuestra vida hemos ocasionado los gemelos fue el ocurrido con mi amigo Arencibia y Fernando.
Arencibia es un veterano compañero mío de tareas laborales de mantenimiento de Aeronaves en la Base Aérea de Gando. Militar él y civil yo, al que conocí ya al poco tiempo de mi llegada a estas islas Canarias, hace la tira de años, como dice ahora la juventud.
Pues bien, hace ya algún tiempo, siendo el amigo Arencibia teniente del Ejército del Aire y como especialista, mecánico de vuelo, destinado entonces circunstancialmente por las Bases Aéreas de Salamanca o de León o algo así, en un determinado servicio formó parte de la tripulación de un avión, creo recordar que de los conocidos en la jerga aeronáutico como los "apagafuegos" que hubo de sdesplazarse en servicio al aeropuerto coruñés de Alvedro permaneciendo allí varioas jornadas. Por lo que, en una bonacible mañana primaveral él y dos miembros más del equipo se acercaron a la ciudad en la que "nadie es forastero" y al estar paseando por la Calle real, junto a su intercesión con Los Cantones ocurrió que delante de ellos, como casi siempre muy peripuesto y un tanto despistado caminaba mi hermano Fernando, al que Arencibia, como no podía ser menos, confundió conmigo aunque hacía ya algún tiempo que no nos veíamos. Y en tono coñón, sin alzar para ello mucho la voz, llamó:
_ ¡ Pss, pss !... Platero.
Y Platero volvió la cabeza; aunque, extrañado no vió a nadie conocido en las cercanías, por lo que continuó su espaciado paseo.
_ ¡ Pss, pss !... ¡ Plateeero !
Fernando se paró en su caminar. Se volvió de nuevo. Observó a aquel hombretón de mediana edad que le pareció le sonreía y, claro, dijo lo clásico en tales ocasiones
_ ¿Es a mí?...
_ Pues claro, Platerito. Coño, ¿ que pasa ?... ¿Que como estás en tu tierra y en tu ciudad ya no conoces a nadie?
Mi gemelo estrechó la mano que se le tendía y aún las de los otros dos hasta entonces silenciosos acompañantes de aquel hombre que tan campechano lo saludaba porque sin duda se conocían, pero al que no lograba reconocer de entre por otra parte sus muchas amistades.
No obstante Fernando aceptó riendo la sugerencia de tomarse por allí cerca, en la calle de Los Olmos y luego en la de La Galera unos vinitos "de esos tan buenos de tu tierra y en taza".
Y en tanto se encaminaban a uno de los muchos bares de aquellas concurridas calles, Fernando se estrujaba la mente intentando en vano identificar a aquel jovial individuo. Hasta que Arencibia, tomándolo del brazo ante uno de aquellos lustrosos mostradores le dijo algo así como que "¡ Anda que si cogemos esta calle llena de bares en Gando!" y se reía.
Algo como una luz de comprensión se le encendió dentro a mi gemelo.
¡Gando!... Por mí, sabía donde estaba Gando y lo que significaba. Aquel hombre que al hablar seseando con un acento diríase que sudamericano, no pronunciaba las ces ni las cetas, era un canario, y conocido, y a lo que se advertía, también amigo de Carlos que entonces estaba destinado en la Base Aérea de Gando, en la isla de Gran Canaria.
Cuando explicó la confusión habida, ante el jolgorio de sus acompañantes, el amigo Arencibia al principio aún creyó que era una broma de aquel al que juraría que era yo, pero hubo de rendirse a la evidencia cuando mi gemelo, como en anteriores ocasiones parecidas, acabó enseñando su propio DNI.
Como bien es de suponer, una vez deshecho el entuerto o gracioso equívoco, prosiguió más alegre y barullero el tasqueo, que bueno era mi hermano Fernando y posiblemente también Arencibia para renunciar a ello en aquella jornada de asueto.
Y en cuanto Arencibia retornó a Canarias y tuvo ocasión de verme, me contó la anécdota, que Fernando hubo de refrendar posteriormente.

LO ULTIMO DE EQUIVOCOS DE MI GEMELO Y YO
En anteriores anotaciones de estas mis ocurrencias vivenciales he dejado constancia de alguna de las muchas que con respecto al parecido habido siempre entre mi hermano gemelo y yo nos han sucedido.
Las últimas, y digo bien cuando digo aquí las últimas, es de suponer que sean las referentes a lo sucedido en derredor de su casi repentino fallecimiento.
Confieso que aún sin dentro de mí querer asumir en plenitud la tremenda realidad, en el pasado mes de febrero, justo cinco días antes de ambos cumplir años, llamado con toda urgencia por mis otros hermanos hube de recorrer en raudo vuelo de más de dos mil quinientos kilómetros, con forzosa escala en Madrid la distancia que separa a Canarias de Galicia y me presenté en la vivienda familiar de "As Pedregueiras" en que mi hermano gemelo estaba esperándome de cuerpo presente para ser enterrado al siguiente día. Llegué compungido, embargada mi alma de dolor, de una absoluta y amarga tristeza y dispuesto en mi fuero interno a perocurar no ver con mis hojos aquel cuerpo ya cadáver con la rigidez de la muerte, aquel rostro que se iba tornando marmoleo y que era como un reflejo del mío, como mi sosias, al decir de las gentes que nos conocieron.
Ciertamente, dado como estaba amortajado y cubierto por un transparente cristal, pese a mi propósito no puede evitar unos sollozos salidos del alma al contemplar aquellas facciones que hasta con la barba entrecana se me asemejaban de manera extraordinaria.
Ya más calmado, resignado y embargado por la emoción, después de musitar allí mismo una oración por su alma, comencé a darme cuenta de que, una vez más se nos confundía, en esta ocasión al vivo con el muerto y viceversa.
Todavía yo un tanto aturdido y dominado por la emoción del momento, en el porche de la entrada contemplaba la amplia panorámica del paisaje de verdor, pinos y prados que se extendía a mi vista, tan familiar siempre a pesar de los muchos años de ausencia, cuando un joven, para mí totalmente desconocido despues de abrir la ancha cancela metálica de acceso a la finca, se acercó a grandes zancadas, se detuvo de pronto, me miró sorprendido, me saludó con un murmullo ininteligible y ante mi gesto ausente, carente de reconocimiento pasó raudo a mi lado y, según luego se me contó, se adentró por el pasillo hasta la gran cocina en que mi hermana Elena y Rosa la asistenta procuraban atender lo mejor posible a algunas personas amigas que acudieran ya para acompañarnos en el duelo; y prenguntó, completamente asombrado y un tanto suspenso:
_ Pero, ¿ Y luego, yo no venía para el duelo de Fernando?...
- Pues claro que sí. -se le contestó.
Y el joven aquel con gesto de desconcierto repuso estupefacto.
- ¡ Pero si yo acabo de ver a Fernando ahí de pié, en la entrada!
La misma inicial estupefacción que reflejaron luego los rostros de otros vecinos y aún una de mis sobrinas, a pesar de que sabía bien que yo era yo y el fallecido el tío Lalo, el "chistero".
Y alcancé a verlo en los ojos, en la expresión primera, luego reprimida de algunas de las muy numerosas personas que nos acompañaron a mis hermanos y a mí tanto en el prolongado duelo como luego en el multitudinario acto del traslado del difunto al cementerio, en la misa de "córpore insepulto", en el triste trance final del enterramiento en si de mi gemelo en el panteón familiar de Rairiz, junto a su padre y a su madre, nuestros queridos y siempre recordados progenitores.
Y aún lo mismo o muy parecido sucedió al día siguiente en que una joven vecina amiga de la familia, ausente en las fechas inmediatamente anteriores, en cuanto se enteró del aciago suceso acudió rauda a dar su más sincero y doliente pésame; y que al divisarme cuando a los timbrazos acudía a abrir la puerta de entrada, con la particularidad añadida de que me había quitado en aquellos instantes las gafas que uso siempre, por lo que el parecido de los dos gemelos fue más notable a pesar de ser yo bastante más grueso que Fernando. Aquella joven señora, al verme frenó en seco sus apresurados pasos y por unos segundos su desconcierto y confusión fueron palpables.
Me coloqué de nuevo las gafas sobre la nariz y con cristiana resignación acepté el consabido saludo de condolencia sincera.
Las Palmas de Gran Canaria, abril de 1999.






















COSAS DE MI GEMELO FERNANDO Y YO
por Carlos Platero Fernández.

Dicen quienes nos conocieron de pequeños, que mi hermano Fernando y yo, gemelos o mellizos, que en este caso tanto dá como dá tanto, éramos tan parecidos que se podía decir de nosotros que nos semejábamos casi como dos gotas de agua, lo que ciertamente se puede apreciar de alguna forma en las fotografías que conservamos de aquellos años infantiles.
A fuer de pretender ser sincero, yo no diría tanto. Pero que siempre hubo entre nosotros dos un grande y excepcional parecido físico si, aunque yo haya sido en realidad y desde niño siempre unos milímetros más bajo y unos gramos, hoy kilos, así como unos muchos centímetros de cintura, más grueso.
Un caso curioso, al que ambos jamás hemos encontrado contestación adecuada al interrogante surgido es el de que los dos tenemos, se supone que de nacimiento, una pequeña cicatriz en forma de media luna en lo más bajo de la barbilla. También, ambos tenemos algunas otras cicatrices, sobre todo en el rostro y por la parte posterior de la cabeza, pero ya son huellas de travesuras, de accidentes varios aunque algunas veces curiosamente muy parecidos pese a la distancia.
De pequeños, no sé yo si por una especie de mimetismo emocional o por costumbre, si a uno le dolía la barriga, pongo por caso, el otro pronto decía sentir las mismas o parecidas dolencias; si a uno le caía uno de los dientes "de leche", lo mismo tenía que sucederle al otro; cuando el uno tuvo la tos ferina, el otro la contrajo de inmediato y lo mismo ocurrió con el sarampión, la escarlatina o rubéola, etc.
De hecho, nunca se podrá saber ai yo soy el bautizado con los nombres de Carlos José o con los de Fernando Cándido, porque, por lo visto, para no confundirnos siendo unos bebés, el uno portaba una medallita de plata con una cinta de color azul amarrada a la muñeca y el otro lo mismo pero con la cinta de color rosado. Al bañarnos, se nos quitaba la cinta identificadora y, ¿quién asegura que al colocarnos de nuevo dicha identificación no hubo más de una vez confusiones al hacerlo?.
Tal como más arriba se indica, según quedó constancia en alguna fotografía de la época en la que ni nosotros mísmos, ni nuestros padres o hermanos jamás hemos podido identificarnos con certeza, además de reflejar el gran parecido, se puede observar que los gemelos a los tres y cuatro años usábamos el cabello como melena de paje, de lo que nuestros padres estaban muy orgullosos, pero no así nuestra abuela paterna que por entonces con nosotros vivía y que siempre nos confundió, porque, además, se nos vestía y calzaba exactamente iguales y ella deseaba que tuviésemos algún signo visible que nos distinguiese sin temor a incurrir en error. Deseo que al fín pudo ver cumplido, al menos en una ocasión.
Sucedió que, contando nosotros de tres a cuatro años nos dejaron por unos días a los gemelos al cargo de la abuela, con la advertencia de que uno de nosotros tenía que tomar por aquellos días cierto jarabe o medicamente a horario fijo.
_ Ya sabe, mamá: El de la medicina es Lucho -o Lalo-. El de la cinta azul -o rosada- en la muñeca.
Pero, como ya dije, las cintas, con las medallitas eran fáciles de trastocarse con el diario servicio del baño. Y nuestra abuela pronto halló la solucuión definitiva para no equivocarse.
Cuando al regreso de aquel desplazamiento o corto viaje mamá nos echó la vista encima, se enfadó mucho. ¡Uno de nosotros tenía un buen y ostensible tijeretazo en la melenita de que tan ufanos se mostraban nuestros progenitores.
_ ¡Mamá, por Dios! -se enfadó nuestra madre - ¿Como pudo dejar que los niños jugasen con las tijeras?... ¡Mire, mire el triscazo que se hizo el uno al otro en la perrera del pelo!
Y la abuela Concepción reoslvió el caso, confesando calmosa y ufana, en su gallego coloquial:
_ Non foron os xemelos. ¡Fún eu, pra distinguir ó que tiña que tomala mediciña!.

¡ POR SI ACASO !
Mi hermano gemelo y yo, llamados Lalo él y Lucho yo en el estricto ámbito familiar, fuimos bastante trastes y revoltosos de pequeños y creíamos nosotros que con razón.
Teníamos una hermana, Elena, unos tres años mayor que suponíamos, y suponíamos bien, fue de siempre "el ojito derecho" de nuestro padre; cosa muy normal por cierto generalmente, no en vano soy yo también padre, en que las niñas suelen ser de inclinación afectiva un tanto "padrera" y los niños, si mimados o mimosos, "madreros", ¿o no?...
Nuestro hermano pequeño, el benjamín de la familia, toda su vida ha sido muy "madrero". Y viceversa, con respecto a nuestra madre hasta su fallecimiento, algunos años ha. Que yo ya ella en su apacible ancianidad, me divertía en hacerle reslatar para verla negar el hecho compungida, asegurando que como madre nos quería a todos sus hijos por igual, lo que evidentemente siempre ha sido así.
Y en cuanto a nuestro hermano, "ligeramente" mayor pues tan solo le separaron siempre catorce meses de más edad que nosotros, también, al juicio descarnado de los gemelos, dado que se crió delicadillo y tal, mucho tiempo bajo el cariñoso amparo de la abuela fue así, no solo su ojito derecho sinó también el izquierdo y todo su maternal y amantísimo corazón.
Por lo que, nosotros dos, los del medio, llegamos a imaginar alguna vez que en realidad éramos los menos queridos en el seno de nuestra familia. Y ya mayores, sabedores de que habían sido celos infantiles nuestros sin fundamento, repito que no obstante, impulsados por nuestro consustancial espíritu burlón nos gustaba picar una y otra vez con el tema a mamá, que se dolía un tanto crédula murmurando que como podíamos decir y ni siquiera pensar tal barbaridad, que se nos había querido por igual a toda la "camada" o "rolada". Naturalmente que siempre nos quiso con gran amor a todos por igual, con la misma intensidad que cualquier otra madre con respecto a sus hijos.
Pero la verdad es que los gemelos fuimos los más traviesos del clan y lo demostramos una y otra vez con las mil y una diabluras que jalonaron nuestra infancia estrechamente compartida; siempre unidos los dos hermaos contra todo y contra todos, en cualquier tipo de dificultad o enfrentamiento, defendiéndonos mutuamente, hubiera o no razón para ello.
Y las reprimendas, los coscorrones, los azotes y los cachetes o sopapos si hubo menester también hubimos de compartirlos, fuésemos o no merecedores de ellos. En más de una ocasión, ante cualquier realizada travesura nuestra, recibíamos a la par o uno u otro la reprimenda y, si fuese necesario, el cachete corrector, a veces inmerecido por uno o por otro.
_ ¡Pero si yo no he sido !... ¡Fue Lalo! - protestaba por ejemplo yo, indignado y lloroso, rascándome el escozor producido.
Y mamá o la abuela contestaban, en castellano o gallego, en tono reposado, despachando el asunto:
_ Pues, por si acaso, ¡ Para cuando seas tú !.

UNION FRATERNAL, SUEÑOS Y FANTASIAS COMPARTIDOS
Creo poder afirmar que mi gemelo y yo, sobre todo en aquellos primeros años de la infancia y la adolescencia, época en que convivimos completamente unidos física y síquicamente, hasta cuando a uno de los dos se le castigaba por alguna travesura, que las nuestras fueron siempre muchas, el otro lloraba con él más o menos ostensible.
Nos levantábamos por las mañanas, y sobre todo en tanto vivimos bajo la custodia compartida de mamá con la abuela, muy de madrugada fuese verano o invierno, rezongando lo mismo, aseándonos al mismo tiempo a ser posible, lo que significaba contínuas peleas por alcanzar primero o el jabón, o la toalla o hasta la misma palangana con el agua fría traida momentos antes del adyacente manantial que era en la aldea "a fonte de abaixo", de "a Camposa" o "a fonte vella", la más caudalosa, que jamás se secaba, ni siquierea en septiembre.
Desayunábamos juntos, reclamábamos repetir las sopas o lo que fuese al unísono y compartíamos el uno con el otro lo que se nos diese. Comíamos juntos, procurábamos merendar juntos y, desde luego, lo mismo que se le diese a uno lo quería el otro y también cenábamos a la par y si antes de acostarse había que bañarse, juntos íbamos a la tina o barreño. Jugábamos juntos, aprendimos con mamá las primeras letras juntos y leímos los primeros tebeos juntos, él uno de "Juan Centella en el Fondo del Océano" y yo el de "El hombre enmascarado en Londres", que mamá nos había traído de La Coruña. Cuando comenzamos a asistir a la escuela pública de Quinzán regida por la bondadosa doña Patrocinio, juntos íbamos allá, juntos habíamos de estar sentados, al principio en los toscos bancos alargados laterales y luego ante los los viejos pupitres recubiertos de manchas de tinta y tiza, restos de pizarrines y de lápices, etc.
Juntos nos peleábamos si a uno cualquiera de los dos se nos incitaba a ello, que eramos bastante bravuconcetes para nuestra edad, ¡Claro!..., ¡ siempre pareja, dos bocas para insultar, cuatro manos o puños para pelear y cuatro ágiles piernas para correr si menester fuese, que lo era muchas veces!...
Juntos siempre, en casa, en los juegos, en la escuela, si de desplazarnos, caminando, naturalmente, a las ferias y mercados en la cercana villa de Mellid, si iba el uno, había de ir el otro también. Y lo mismo cuando íbamos a la iglesia, cuando hicimos la Primera Comunión, cuando ya adolescentes fumamos el primer cigarrillo compartido, que en realidad fue un puro que logramos escamotear a nuestro padre de su mesa escritorio en Curtis, etc., etc.
Hasta los catorce años dormimos siempre en la misma habitación juntos, en la misma cama; si bien, cuando ibamos dejando de ser niños, tomamos la curiosa costumbre de, a veces, para evitar descuidados pero molestos contactos sobre todo si el colchón se humdía algo por el uso, dormir con el cinto en la mano que colgaba por fuera de la cama y, ¡zas! largar un zurriagazo al infractor, si considerábamos que su cuerpo había propasado lo que establecíamos como la mitad del lecho, cada una para cada cual.
Y, sin embargo, era en la cama, generalmente si nos despertábamos temprano y, no estando en la casa de la abuela, ni teniendo que ir al colegio o hacer cualquier otra encomienda o recado, cuando la imaginación de Fernando, superior a la mía en inventiva urdía aventuras extraordinarias que, con el pretesto de que lo acababa de soñar, iba desgranando en mis oídos. Ya fue costumbre, durante algún tiempo, cuando nuestra estancia en Curtis y aún alguna vez en Ribeira que yo, deseoso de escucharle, le preguntaba muy bajito y si como sucedía por lo general estábamos solos en la habitación: "¿Dices?" y el respondía también como en un suspiro "¿Escuchas?". Y en tono de voz apenas audible me contaba cosas maravillosas que "acababa de soñar" en las que no solo le sucedían a él aventuras extraordinarias sinó que yo participaba en ellas como co-protagonista. Casi siempre, él era un militar de alta graduación vestido con brillantes uniformes que describía con todo lujo de detalles y yo era "paisano", médico, maestro, artista de cine,... ¿que sé yo?
Como no en vano ya teníamos doce, y trece, y catorce años y había siempre alguna niña de nuestro entorno y edad que nos gustaba, que era novia nuestra en sueños tan solo, naturalmente, los incipientes romances de lo más cursi, ingenuo y conmovedor figuraban a veces en aquellas sesiones de ensueño en las que el uno relataba y el otro escuchaba, metiendo cuando podía alguna cuña de sugerencia o innovación en los fantásticos relatos.
¡ Que momentos felices aquellos merced a nuestras fantasiosas mentes! Luego, ya hombres, los dos los hemos rememorado con nostalgia más de una vez.

MI GEMELO Y YO
Recordaré toda mi vida, cuando, contando ya los gemelos de siete a ocho años, todavía residiendo en la aldea de Chaín, ya se nos confiaban algunos pequeños recados tales como el de acudir durante cierto tiempo, todas las tardes a buscar la leche de cabra "para el delicado Titiño", naturalmente, que nos suministraba aquella vieja pastora que conocíamos como "Ramona la de las cabras" y que residía en la cercana aldea de Casasnovas.
Los dos gemelos, muy ufanos por la confianza depositada en nosotros, entre juegos continuos y cabriolas, carreras y sofocos llevando unas veces el uno y otras el otro la botella de vidrio de a litro para recoger la leche, hacíamos el recorrido de unos dos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta en un santiamén recorriendo la "corredoira" de La Camposa, bordeando los prados de el Naval, por la corredoira de Pazos y el Cabo y subíamos la cuesta de La Esparela que luego descendíamos raudos por su otro extremo para, cruzando algún agro y dejando a un lado la pequeña iglesita parroquial de Rairiz llegar a la caseta y cuadra de la dicha Ramona, asistir en alguna ocasión, emocionados y felices al mismo hecho del ordeño, recoger la espumosa y aún cálida leche y regresar por la misma ruta a la casa de la abuela en la Camposa, junto a la "fonte de baixo".
Pues bien, una mañana de principios de verano, y puntualizo ésto porque era la época de las cerezas en sazón, partimos mi gemelo y yo dispuestos a cumplimentar tan importante encargo. Pero, claro, jugando, peleándonos entre nosotros mismos, escondiéndonos el uno del otro de cuando en cuando, tirándonos puñados de tierra, etc.
En aquella ocasión yo me ofreciera a Fernando para enseñarle un nuevo camino para llegar a Casasnovas más pronto; un atajo, vamos, que me había enseñado algún lugareño en fechas inmediatamente anteriores.
Y hubo un momento en que, mi gemelo a mis indicaciones caminando algunos pasos delante en demanda de la nueva ruta a seguir, llegados a lo alto de aquel frondoso bosque que era el de La Esparela, el que, por cierto, muchos años después iba a inspirarme para escribir la novela corta titulada UN EPISODIO DE LOS TIEMPOS CELTAS que tantas satisfacciones me ha proporcionado, yo que portaba la botella vacía para transportar la leche, que era de aquellas de vidrio verdoso y singular forma cuadrada con que se suministraba el jarabe o vino tonificante "Sansón", eché a correr Esparela abajo, por el terreno en pronunciado declibe, gritando alborozado que "¡Te engañé, te engañé!... ¡Que no es por ahí, que es por aquí!".
Pero, ¡ay de mí!, de improviso, o yo no la ví o ella, una retorcida y rugosa raiz de cualquiera de aquellos frondosos árboles, se interpuso en mi carrera, lo cierto es que tropecé, dí con mi cuerpo en el suelo, la botella al caer se rompió en añicos y uno de ellos se me incrustó en plena frente, haciéndome un regular corte del que inmediatamente comenzó a fluir la sangre.
La ira de mi gemelo al saberse allí engañado fue de inmediato suplida por una aterrada y llorosa solicitud y aún intentó contener la hemorragia con algunas hierbas, con hojas caidas de los castaños y con su propio pañuelo.
Y yo barreando como cerdo en día de matanza, asustado además, igual que mi gemelo, de las posibles consecuencias de la rotura en mil pedazos de la útil botella, regresamos a casa sin cumplir el encargo y por ello acaso más llorosos y gritones todavía.
Pero mi gemelo no fue acusica, nada dijo de mi engaño para con él y aún cuando mis otros hermanos, que estaban cogiendo cerezas en un cerezo próximo a nuestra minúscula era y acaso un tanto celosos de que por unos momentos fuse uno de los gemelos el centro de la atención y el afecto de mamá y abuela que después del primer momento de susto se afanaron en restañarme la herida y con mimo y algún pequeño agasajo intentaron callar mis desaforados lloros, pretendieron señalarnos como que eramos unos juguetones irresponsables y que por jugar habíamos roto la valiosa y bien útil botella, Fernando, digo, se defendió y me defendió con denuedo, como siempre, que para eso éramoslo que se dice "uña y carne".


CONFUSIONES DE IDENTIDADES
Confusión de identidad y posible telepatía a larga distancia entre los gemelos nos ha ocurrido en alguna ocasión.
Tal ha sido el parecido físico y anímico entre mi hermano gemelo y yo, casi siempre vestidos idénticos, sobre todo en nuestra época de niños y de adolescentes residiendo sucesivamente en La Coruña, luego en Chaín, Curtis y Ribeira que fácilmente se nos confundía.
De hecho, fue notable nuestra aportación, vestidos de circunstanciales monaguillos en algún acto religioso en Curtis en que pudimos hacer la pareja ideal para portar los faroles o los ciriales a ambos lados del que portaba la cruz, que alguna vez fué nuestro hermano Alberto, en procesiones y otros acontecimientos parroquiales. Aún acuden de cuando en cuando a mí las estrofas de aquella cancioncilla allí aprendida que decía:
Somos de la parroquia,
los monaguillos, los monaguillos;
que sacudimos las perras
de los cepillos, de los cepillos.
.............................
Si hay un bautizo o una boda,
pobre padrino, pobre madrina;
pues se encuentra a un monago,
en cada esquina, en cada esquina.
En alguna ocasión que ahora no recuerdo pero que muy bien es de suponer que hubo, Fernando me habrá sustituido a mí. Y yo le he suplido más de una vez a él, siempre con éxito, tanto en pequeñas aventuras escolares como de juegos o de "chicoleo" con amiguitas de la misma o parecida edad.
Cuando, por ejemplo, en Ribeira él rondaba a una linda mocita y una determinada tarde dominical que había logrado quedar con ella para ir juntos al cine, nuestro padre, como ocurriera y ocurriria en muchas otras ocasiones lo "arrestó" a no salir de casa en aquella jornada y, al contrario, dedicarla a partir leña en el patio de nuestra casa de La Mámoa y que era el imprescindible combustible de la vieja cocina económica o "de Bilbao".
Temía Fernando, incipiente donjuan que si no cumplía con la cita que le había resultado bastante laboriosa de lograr se iria al traste su iniciado romance; que, por cierto, luego resultó como tantas otras veces, completamente pasajero dada la volubilidad de ambos protagonistas.
Bien aleccionado yo, tanto en lo que debía de decir como de hacer, pero rogándoseme con un principio de desconfianza que no tratase de propasarme, supe yo suplantarlo con tanta verosimilitud que creo que nunca llegó a saber de aquel provisional cambio la jovencita.
Pasados los años, separados ambos por las circunstancias de la vida en sí, yo me casé en las islas Canarias con una canaria y cuando ella, Margarita, conoció en Galicia a los míos, se confundió una y varias veces con mi hermano gemelo Fernando, tomándolo por mí.
Y cuando ya nació nuestra primogénita y el matrimonio con ella llegamos a Vigo en barco, Fernando nos esperaba en el muelle y Margot, que ya contaba casi un año de edad, retozaba en blos brazos maternos y al ver a mi gemelo en tierra, frente a ella y acercándose a medida que el navío atracaba y la llamaba por su nombre, lo saludaba a su vez con parloteos y gorgoritos de "¡ Papá!...¡Papá!" y gracioso movimiento de manos, creida, naturalmente, que era yo. En tanto que otros pasajeros se admiraban y, sobre todo un matrimonio italiano que viajaba con nosotros y no se cansaban ambos de exclamar en el colmo de la admiración algo así como "¡Fratelo llemelo!...Maraviloso", yo, pasados unos minutos toqué a la niña en un hombro buscando su atención pra que me mirase, diciéndole
_ ¡Cacó!... Papá soy yo; mírame.
La niña me miró, miró al Fernando sonriente enfrente, arrugó el ceño, hizo unos pucheritos fruniendo cejas y los labios y rompió a llorar con desconsuelo, abrazada al cuello de su madre porque no entendía lo que estaba viendo.
Y, ciertamente, costó bastante trabajo para que dejase entonces de confindirnos a padre y tío.
Y, años más tarde, con nuestro hijo Carlos ocurrió algo parecido porque, niño bastante retraído cuando pequeño, ya en la crianza no consentía de buen grado que se le suministrase la papilla a cucharadas si no éramos su madre o yo; y, sin embargo, por confundirnos, aceptó que Fernando lo hiciese en mi lugar sin ofrecer resistencia alguna.
Fuera del estricto ámbito familiar ocurría en numerosas ocasiones lo mismo. Yo terminé por acostumbrarme a que cuando me desplazaba a Galicia, en el entorno afectivo y familiar muchas veces se me saludase, se me hablase tomándome por Fernando y ya ni trataba de deshacer el error, salvo que fuese precisa la debida identificación, naturalmente.
Cuando a principios de los años sesenta en Canarias solicité el perceptivo permiso de conducir, despues de haber efectuado con éxito las pertinentes pruebas teórico prácticas de aptitud que me capacitaban para ello, en la agencia que me gestionaba el asunto, me llamaron cierto día y se me reprochó el que solicitase el dichoso carnet si, según las oficinas centrales de tráfico yo ya lo poseía. Yo protesté de aquella tonta suposición y me mantuve en que aquello tenía que ser un error burocrático administrativo, por lo que en Tráfico, si bien me atendieron en la reclamación, insitieron en que yo, de tales y tales apellidos, hijo de Cándido y de Mercedes, nacido en La Coruña en tales y tales fechas ya tenia carnet de conducir. Bueno; había en la correcta información un solo pequeño detalle o despiste que no concordaba con el resto. Que en el nombre, en lugar de Carlos decía Fernando.
¡ Acabáramos, hombre !... Mi hermano Fernando era el que ya disponía de el dicho carnet de conducir y no yo.
Pero aún hay más. En La Coruña, gentes de Canarias que me conocen y tratan, han confundido a mi hermano gemelo Fernando con migo sin ninguna dificultad. En cierta ocasión la esposa de un amigo nuestro lo saludó y abrazó en plenos Cantones coruñeses y bromeó con él tomándolo por mí, hasta que se deshizo el entuerto.
Y a mí, en plena calle Mayor de Triana, estando crioseando los escaparates de la librería Rexach cierta vez una joven y desconocida damita medio me abrazó y estampó dos sonoros besos en mis mejillas en tanto que su acompañante, un apuesto oficial del ejército me saludó con un frío y distante "¡ Hola, Platero !"; aunque, después de haberse mantenidio por unos instantes de sabor sainetesco el equícoco, yo, advertido de la confusión, hube de enseñar mi documento de identidad para que la pareja se convenciese de que se había confundido de persona, con claro desencanto de ella que se quedó algo cortada y ruborosa y sin embargoél más distendido y amable medio acabó insinuando que Fernando alguna vez en La Coruña habhía sido causa de algún asomo de celos, aunque a decir verdfad la cosda no había pasado jamás a mayores. Eso creía él al menos, dijo.
En el año de 1979, viajando Fernando con su socorrido Seat 600 y en el desempeño de su profesión de Agente Comercial por Burgos en una jornada de nieve, hielo y frío sufrió un terrible accidente de circulación que le pudo costar la vida y le significó que hubiese de convivir para los restos con una placa de plata colocada en un frontal de su cráneo. Pues, tan solo unos días antes yo, en Canarias, tuve un accidente laboral del que escapé milagrosamente sin secuelas posteriores.
Ciertamente que al igual que nuestros otros hermanos, posiblemente por herencia paterna, nos quedamos calvos y encanecimos siendo relativamente jóvenes ambos gemelos.
En la época de la edad madura, la propia de empezar a perder la dentadura, nos ocurrió a los dos casi al mismo tiempo pero, además, por causa de una especie de piorrea seca, tan solo la dentadura de la mandíbula superior.
De unos años para acá, tanto Fernando como yo venimos padeciendo una cierta insuficiencia cardíaca derecha que hace que se nos hinchen los tobillos con mucha frecuencia y se nos ha extendido en ambas piernas una característica mancha como de color de pulpo, clara muestra de dicha insuficiencia, por lo que yo al menos he de llevar siempre correctoras medias elásticas, que a él se le habían recomendado también.
Aunque Fernando, como más crédulo de la Astrología que yo, siempre dijo que, como "Piscis" que somos, nuestros mayores males nos tendrían que venir por los pies. Ciertamente, siempre los hemos tenido como la parte más delicada de nuestros cuerpos. La suprema gravedad mortal, a él sin embargo le ha venido por desgracia a través del pulmón.

EL CASO DE ARENCIBIA Y LOS GEMELOS
Uno de los muchos equívocos que en nuestra vida hemos ocasionado los gemelos fue el ocurrido con mi amigo Arencibia y Fernando.
Arencibia es un veterano compañero mío de tareas laborales de mantenimiento de Aeronaves en la Base Aérea de Gando. Militar él y civil yo, al que conocí ya al poco tiempo de mi llegada a estas islas Canarias, hace la tira de años, como dice ahora la juventud.
Pues bien, hace ya algún tiempo, siendo el amigo Arencibia teniente del Ejército del Aire y como especialista, mecánico de vuelo, destinado entonces circunstancialmente por las Bases Aéreas de Salamanca o de León o algo así, en un determinado servicio formó parte de la tripulación de un avión, creo recordar que de los conocidos en la jerga aeronáutico como los "apagafuegos" que hubo de sdesplazarse en servicio al aeropuerto coruñés de Alvedro permaneciendo allí varioas jornadas. Por lo que, en una bonacible mañana primaveral él y dos miembros más del equipo se acercaron a la ciudad en la que "nadie es forastero" y al estar paseando por la Calle real, junto a su intercesión con Los Cantones ocurrió que delante de ellos, como casi siempre muy peripuesto y un tanto despistado caminaba mi hermano Fernando, al que Arencibia, como no podía ser menos, confundió conmigo aunque hacía ya algún tiempo que no nos veíamos. Y en tono coñón, sin alzar para ello mucho la voz, llamó:
_ ¡ Pss, pss !... Platero.
Y Platero volvió la cabeza; aunque, extrañado no vió a nadie conocido en las cercanías, por lo que continuó su espaciado paseo.
_ ¡ Pss, pss !... ¡ Plateeero !
Fernando se paró en su caminar. Se volvió de nuevo. Observó a aquel hombretón de mediana edad que le pareció le sonreía y, claro, dijo lo clásico en tales ocasiones
_ ¿Es a mí?...
_ Pues claro, Platerito. Coño, ¿ que pasa ?... ¿Que como estás en tu tierra y en tu ciudad ya no conoces a nadie?
Mi gemelo estrechó la mano que se le tendía y aún las de los otros dos hasta entonces silenciosos acompañantes de aquel hombre que tan campechano lo saludaba porque sin duda se conocían, pero al que no lograba reconocer de entre por otra parte sus muchas amistades.
No obstante Fernando aceptó riendo la sugerencia de tomarse por allí cerca, en la calle de Los Olmos y luego en la de La Galera unos vinitos "de esos tan buenos de tu tierra y en taza".
Y en tanto se encaminaban a uno de los muchos bares de aquellas concurridas calles, Fernando se estrujaba la mente intentando en vano identificar a aquel jovial individuo. Hasta que Arencibia, tomándolo del brazo ante uno de aquellos lustrosos mostradores le dijo algo así como que "¡ Anda que si cogemos esta calle llena de bares en Gando!" y se reía.
Algo como una luz de comprensión se le encendió dentro a mi gemelo.
¡Gando!... Por mí, sabía donde estaba Gando y lo que significaba. Aquel hombre que al hablar seseando con un acento diríase que sudamericano, no pronunciaba las ces ni las cetas, era un canario, y conocido, y a lo que se advertía, también amigo de Carlos que entonces estaba destinado en la Base Aérea de Gando, en la isla de Gran Canaria.
Cuando explicó la confusión habida, ante el jolgorio de sus acompañantes, el amigo Arencibia al principio aún creyó que era una broma de aquel al que juraría que era yo, pero hubo de rendirse a la evidencia cuando mi gemelo, como en anteriores ocasiones parecidas, acabó enseñando su propio DNI.
Como bien es de suponer, una vez deshecho el entuerto o gracioso equívoco, prosiguió más alegre y barullero el tasqueo, que bueno era mi hermano Fernando y posiblemente también Arencibia para renunciar a ello en aquella jornada de asueto.
Y en cuanto Arencibia retornó a Canarias y tuvo ocasión de verme, me contó la anécdota, que Fernando hubo de refrendar posteriormente.

LO ULTIMO DE EQUIVOCOS DE MI GEMELO Y YO
En anteriores anotaciones de estas mis ocurrencias vivenciales he dejado constancia de alguna de las muchas que con respecto al parecido habido siempre entre mi hermano gemelo y yo nos han sucedido.
Las últimas, y digo bien cuando digo aquí las últimas, es de suponer que sean las referentes a lo sucedido en derredor de su casi repentino fallecimiento.
Confieso que aún sin dentro de mí querer asumir en plenitud la tremenda realidad, en el pasado mes de febrero, justo cinco días antes de ambos cumplir años, llamado con toda urgencia por mis otros hermanos hube de recorrer en raudo vuelo de más de dos mil quinientos kilómetros, con forzosa escala en Madrid la distancia que separa a Canarias de Galicia y me presenté en la vivienda familiar de "As Pedregueiras" en que mi hermano gemelo estaba esperándome de cuerpo presente para ser enterrado al siguiente día. Llegué compungido, embargada mi alma de dolor, de una absoluta y amarga tristeza y dispuesto en mi fuero interno a perocurar no ver con mis hojos aquel cuerpo ya cadáver con la rigidez de la muerte, aquel rostro que se iba tornando marmoleo y que era como un reflejo del mío, como mi sosias, al decir de las gentes que nos conocieron.
Ciertamente, dado como estaba amortajado y cubierto por un transparente cristal, pese a mi propósito no puede evitar unos sollozos salidos del alma al contemplar aquellas facciones que hasta con la barba entrecana se me asemejaban de manera extraordinaria.
Ya más calmado, resignado y embargado por la emoción, después de musitar allí mismo una oración por su alma, comencé a darme cuenta de que, una vez más se nos confundía, en esta ocasión al vivo con el muerto y viceversa.
Todavía yo un tanto aturdido y dominado por la emoción del momento, en el porche de la entrada contemplaba la amplia panorámica del paisaje de verdor, pinos y prados que se extendía a mi vista, tan familiar siempre a pesar de los muchos años de ausencia, cuando un joven, para mí totalmente desconocido despues de abrir la ancha cancela metálica de acceso a la finca, se acercó a grandes zancadas, se detuvo de pronto, me miró sorprendido, me saludó con un murmullo ininteligible y ante mi gesto ausente, carente de reconocimiento pasó raudo a mi lado y, según luego se me contó, se adentró por el pasillo hasta la gran cocina en que mi hermana Elena y Rosa la asistenta procuraban atender lo mejor posible a algunas personas amigas que acudieran ya para acompañarnos en el duelo; y prenguntó, completamente asombrado y un tanto suspenso:
_ Pero, ¿ Y luego, yo no venía para el duelo de Fernando?...
- Pues claro que sí. -se le contestó.
Y el joven aquel con gesto de desconcierto repuso estupefacto.
- ¡ Pero si yo acabo de ver a Fernando ahí de pié, en la entrada!
La misma inicial estupefacción que reflejaron luego los rostros de otros vecinos y aún una de mis sobrinas, a pesar de que sabía bien que yo era yo y el fallecido el tío Lalo, el "chistero".
Y alcancé a verlo en los ojos, en la expresión primera, luego reprimida de algunas de las muy numerosas personas que nos acompañaron a mis hermanos y a mí tanto en el prolongado duelo como luego en el multitudinario acto del traslado del difunto al cementerio, en la misa de "córpore insepulto", en el triste trance final del enterramiento en si de mi gemelo en el panteón familiar de Rairiz, junto a su padre y a su madre, nuestros queridos y siempre recordados progenitores.
Y aún lo mismo o muy parecido sucedió al día siguiente en que una joven vecina amiga de la familia, ausente en las fechas inmediatamente anteriores, en cuanto se enteró del aciago suceso acudió rauda a dar su más sincero y doliente pésame; y que al divisarme cuando a los timbrazos acudía a abrir la puerta de entrada, con la particularidad añadida de que me había quitado en aquellos instantes las gafas que uso siempre, por lo que el parecido de los dos gemelos fue más notable a pesar de ser yo bastante más grueso que Fernando. Aquella joven señora, al verme frenó en seco sus apresurados pasos y por unos segundos su desconcierto y confusión fueron palpables.
Me coloqué de nuevo las gafas sobre la nariz y con cristiana resignación acepté el consabido saludo de condolencia sincera.
Las Palmas de Gran Canaria, abril de 1999.

No hay comentarios: