3 de abril de 2011

Miedo

Un cuento o relato de los tiempos idos, de Carlos Platero para Princesa (moreply-comment@blogger.com) que, aunque en diferentes épocas, bien se observa en sus atinados escritos que ha viajado por esos entrañables rincones siempre evocados de la Galicia Profunda. Con afecto y la morriña de siempre, agradecido de sus parabienes y familiares evocaciones.



La luz de tonalidades rojizas, procedente de las llamas que bailoteaban consumiendo unos trozos de leña seca en el centro de la gran piedra del lar recortaba las siluetas de la joven pareja que, apoyada en el quicio, bajo el dintel de la puerta de entrada dividida horizontalmente en dos mitades trataba de apartarte de ella lo más posible pretendiendo con disimulo continuado el confundirse con las tinieblas nocturnas del exterior.

Dentro de la ahumada cocina, alrededor del fuego de la lareira se hallaban sentados en sendos tallos o taburetes unos y otros en el asiento alargado del fondo, un viejo de patriarcales barbas que hablaba pausado, chupando al mismo tiempo la colilla de lo que había sido un cigarro de tabaco liado a mano, su mujer, de mirada velada y ausente, también muy anciana, arrebujada en un grueso mantón, otra mujer, de vestidos oscuros, más joven pero que ya se la adivinaba canosa pese al coloreado pañuelo que medio le cubría la cabeza, el fornido hombretón ya mayor que era su marido, con boina a la cabeza y chaleco de pana sobre la remendada camisa burda de lino, que con mano de áspero roce acariciaba a una niña pequeña que dormitaba sobre su hombro al tiempo que de cuando en cuando con algún gesto trataba de aquietar a los dos rapaces un poco más mayores que la niña y que, a pesar de prestar como todos los demás oído a lo que el viejo petrucio, en medio de grandes pausas estaba relatando, de cuando en cuando y con disimulo se pegaban pellizcos y empujones entre sí, retozones como las crías del ganado que rumiaba en la adyacente cuadra.

Casi todas las noches, sobre todo en las largas del invierno después de haber atendido la familia a la hacienda, haber cenado y si acaso rezado alguna apresurada oración en común, hubiese o no vecinos como visitantes nocturnos, cuando las horas transcurrían lentas y la oscuridad traía al frío en el exterior, se repetía poco más o menos la misma o parecida escena alrededor del lar de la cocina en la casa de labranza de José de Liñares. Y en muchas ocasiones, fuese el abuelo o alguno de los vecinos que por allí recalase el tema más tocado era el de las apariciones de almas en pena, de encantamientos, de cuentos de misterio y lúgubres episodios antaño acaecidos y a que tan dados fueran siempre los paisanos de la montaraz comarca.

También la juvenil pareja que permanecía un tanto alejada del grupo, en la entrada de la vivienda, hablaba de lo mismo.

_ No debiste de reírte así como lo has hecho, de las cosas que cuenta el abuelo, Nicolás. - decía en un susurro la moza con claro acento de reconvención, en tanto que miraba una vez más en derredor hacia las tinieblas de la anochecida con un estremecimiento - A mí todo eso me da no sé qué,... Algo de miedo.

El joven, con gesto jactancioso, quería tranquilizarla.

_ ¡Bah!... No me irás a decir ahora que tú crees del todo en esos cuentos de apariciones, ¿eh? ... ¿ De meigas, la santa compaña, la gallina con sus polluelos y demás bobadas?.

_ No; no, yo no creo, que bien dice el señor cura que eso son mentira...Pero,...¿y si algún día se me apareciese algo de eso?. Te juro que a mí nunca me ha gustado el caminar de noche por el monte, entre los pinares o los tojales, ¿sabes? Y, mucho menos el pasar por junto al cementerio de la iglesia en horas de la noche.

_ Escúchame una vez más, rapaza...Y volvía a cogerla cariñoso por los hombros, añadiendo con firmeza: - Las personas que seamos o nos consideremos como sensatas no podemos creer en esas tonterías de fantasmas y meigallos, como bien nos lo ha dicho muchas veces el maestro castellano. Puede que haya que comprender en cierta manera a nuestros abuelos y aún a nuestros mismos padres, que han vivido, que se han criado en unos tiempos de más incultura...Pero, nosotros, que hemos ido a la escuela, que sabemos leer y escribir... ¡Bah! Quisiera yo que en alguna ocasión se me apareciese algo, se me presentase un fantasmita o lo que sea, que ya verías tú como lo pongo de vuelta y media.

Y, después del bravucón monólogo, se esponjaba el mozo medio abrazando a la moza, que allí a tales horas no se le resistía y lo escuchaba no sin sentir admiración hacia él.

Permanecieron ambos silenciosos un cierto tiempo.

Dentro de la vivienda, el abuelo había dado fin a las narraciones y decires y haciendo algún ademán de bostezo e irguiéndose, cogiendo con trémula mano el encendido candil de gas que reposaba sobre la artesa ante la boca del horno se encaminó con pausado andar hacia la rústica escalera que en un rincón conducía al cuarto comunal.

Hecho usual que valió para que los demás contertulios se fueran levantando para imitarle.

La madre llamó a la joven que se apoyaba en el quicio de la puerta de entrada:

- ¡Olga!... Que nos vamos a la cama, que ya es hora.

Por todo ello comprendió el mozo que había ya que retirarse. Y después de aparente y silenciosa resistencia por parte de ella la se besaron larga y repetidamente. Luego, con un "¡buenas noches!" dirigido a todos, Nicolás se despidió y se internó de improviso en la oscuridad reinante, en tanto que a sus espaldas se atrancaba la puerta de la vivienda de su novia o pretendida.



Era Nicolás, el de Otero un robusto mozancón de veintitantos años de edad, con cultura básica adquirida no solo en la escuela local sino con algunas lecturas recomendadas tanto por el señor cura como por aquel maestro, viejo castellano que se había encargado de escolarizar a los niños del contorno; que ya había cumplido la "mili" en la ciudad por lo que acrecentara en algo sus saberes por lo que, pese a su juventud ya iba siendo tenido por hombre sabido en el contorno. Y que, como labrador que era, trabajando en la cumplida heredad paterna, se hacía proyectos de casarse con Olga a no tardar mucho, a la que pretendía desde hacía tiempo con la aquiescencia de sus futuros suegros.

El joven, poniéndose al lado del cura párroco, del maestro y de algunas otras personas más o menos aculturizadas como él, renegaban cuanto podían de las creencias ancestrales de sus convecinos, considerando a la mayoría de las noticias extraordinarias que se relataban en las noches invernales al pie de los sacros fuegos de los hogares aldeanos como patrañas y fantasías. Nicolás se reía de aquellas leyendas tenebrosas y supercherías y aún le gustaba el decir siempre a viva voz que de tropezarse él con alguna aparición del Mas Allá si podía le daría su merecido para que no volviese a asustar a las gentes crédulas y sencillas de aquellos lugares.

En aquella noche de principios de invierno caminaba Nicolás en demanda de su propia aldea que estaba un poco distante de la de su novia, sin mayores aprensiones por la hora, próxima a la medianoche y sin tampoco preocuparle en demasía lo oscuro y sombrío de su camino que él conocía perfectamente. Iba un tanto ensimismado, entremezclando en su mente diversas ideas que tenían que ver con el futuro presentido a compartir con Olga y con retazos del recuerdo de las supercherías aldeanas acabadas de oír del viejo abuelo. Y haciendo entre sí proyectos alagüeños de venturoso porvenir presentido, desplazándose con familiaridad en la oscuridad reinante por caminos de sobra conocidos, fue el joven adentrándose por el frondoso pinar de El Pedroso y hasta un buen trecho no vino a caer en la cuenta de lo denso de la negrura nocturna al deslizarse entre los árboles.

Mala fama tenía desde siempre en el contorno el dichoso pinar y tojal pues, comúnmente en las largas noches de invierno, al calor de las llamas de los hogares aldeanos, los más viejos solían contar extrañas y aprensivas leyendas de aquel tenebroso paraje. Personas esfumadas entre su fronda en tiempos pasados... Apariciones de almas en pena, ululantes, muchas de ellas convertidas a su vez en muy diversos tipos de animales... Hasta se susurraba con estremecimientos medrosos que en varias ocasiones se vio cruzar por las noches y cerca de la madrugada hileras de misteriosas y fantasmagóricas luces... Las gentes supersticiosas juraban y aseguraban que se trataba de procesiones de la santa compaña, congregaciones de almas que venían de cuando en cuando del Mas Allá y que por sus pecados terrenales o haber muerto sin confesión estaban condenadas a errar eternamente, si antes no conseguían que otro mortal se agregase a ellas y así liberarse una a una y de tal forma habían de proseguir hasta el fin de los siglos.

En oyendo hablar de la santa compaña, de las almas de los inconfesos, de los esqueléticos difuntos y de sus bailoteantes luces y sus tenebrosos cánticos, los rostros de las gentes cobraban medrosa seriedad y de poco valían los razonamientos de las pocas personas cultas y sensatas que combatían tales patrañas y entre las que se encontraba Nicolás el de Otero, el que siempre solía añadir aquello de que le gustaría encontrarse de frente con alguna de aquellas apariciones si fuesen verdad, que ya sabrían lo que era bueno.

Pues en aquella particular noche invernal, oscura y fría, pudo al fin ver cumplido gran parte de aquel su reiteradamente expresado deseo.

Nicolás al cabo de un rato de haberse internado en el ominoso pinar, al fin se detuvo un instante al advertir que efectivamente estaba muy adentrado en la zona boscosa de tenebrosa fama. Todo estaba oscuro pues ni había luna y las estrellas apenas se distinguían por entre el ramaje donde las nubes no velaban el firmamento, merced acaso a una ligera brisa que se había levantado y se iba insinuando con misteriosos murmullos.

"¡Que negro está este monte!", pensó el joven por un instante y reanudando la marcha; poniendo, eso sí, mayor atención en su rápido desplazamiento por el sendero que seguía y que conocía suficientemente. "Buena noche para los que creen en las apariciones y meigallos", volvió a decirse entre sí, sonriéndose con ironía. Aunque, ciertamente y sin él mismo percibirlo con claridad, comenzando a sentir una ligera e imprecisa inquietud que se fue agudizando a medida que avanzaba con más atención a procurar no tropezar con algún tronco, con algún espeso matojo o alguna piedra inoportuna.

La fuerza del viento iba en aumento y a su impulso las copas, las ramas de los pinos al moverse rítmicamente parecieron dar comienzo a una melancólica y tristona música susurrante. Y una serie contínua de misteriosos chasquidos cuyas causas Nicolás trató de descubrir razonando para sí mismo posibles naturales causas. Pero nada de lo pensado para el caso le convencía del todo. Y seguía prestando mayor atención al constante y cada vez más creciente rumor de los pinos que le parecía que ya interpretaban fantásticas músicas sinfónicas al rozarse las ramas unas contra otras.

Si. Nicolás el de Otero se sabía valiente, era valeroso y nada debería de asustarlo, pero a su pesar ya iba caminando receloso, con el oído atento y notando la enervación de sus nervios.

¿No eran sigilosos pasos aquellos chasquidos como acompasados que le pareció oír en un momento dado como detrás de sí?

Se detuvo una vez más, prestando el oído atento. El silencio, en aquel momento, a excepción del murmullo de los árboles, era casi completo, por lo que, tras andar unos metros más con paso cada vez más rápido, como quiera que aquello que le parecieron suaves pisadas o lo que fuese se percibían igual con claridad, acabó plantándose decidido en mitad del camino que seguía y alzó la voz:

_ ¿Quien va?

Solo un como ligero eco respondió a la pregunta y el mozo, procurando tranquilizarse prosiguió la marcha deseando encontrarse ya fuera del boscoso paraje.

¡Demonios!... Los pasos o lo que fuese seguían oyéndose perfectamente detrás de sí.

"¿Sería algún vecino o conocido que sabiendo de su ruta pretendía gastarle alguna broma?"... Porque, imaginar que pudiese ser algún salteador de caminos, de aquellos que solían evocar las gentes medrosas, no le parecía fuese cierto. Porque, además, si fuese alguien con el fin de asaltarlo, ya podría haberlo hecho, o al menos intentado, que tiempo había tenido desde que se internó en El Pedroso. No obstante, como precaución ante aquella remota posibilidad, pensó en detenerse y tratar de guarecerse, de refugiarse de alguna manera pegado al muro que había a trozos por allí, que bien pudo tantearlo más que verlo. Y además, si preciso fuese, coger del mismo alguna piedra con que defenderse de cualquier amago de ataque.

Agarrado a las musgosas piedras escuchó en medio de la oscuridad pero no percibió ya los pasos aunque si empezó a oír unos indefinidos sonidos como monótonos y tenues pero que acabaron por hacerle encoger el ánimo. Todavía lejanos unos sones que vibraban como los golpes dados a un tambor. Un tambor fantástico acaso percutido por huesos, llegó a pensar con un resquicio de su ironía habitual. Huesos humanos de esqueletos que buscaban aquella noche un trágico y fantasmagórico destino.

Pom,... pom-pom... Pom,... pom-pom...

"¡Vaya! - pensó Nicolás en plan jocoso, pretendiendo no dar entrada al temor creciente que amenazaba invadirlo- Estaría gracioso que, a pesar de todo, sea cierto algo de eso de la santa compaña y le dé ahora el pasar por aquí". Pero a pesar de la pretendida jocosidad de su pensamiento y el fugaz recuerdo de las muchas bravuconadas soltadas en todo momento al respecto en aquellos momentos no las tenía todas consigo.

Y casi a continuación, tornó a reflexionar: "¿Que dirían mis paisanos si me viesen aquí y ahora?"... ¿El, que tanto solía presumir de no creer en supercherías aldeanas, ocultándose, amparándose contra un muro al sentir cualquier ruido extraño o desconocido?

"¡Vamos, hombre!" - terminó diciéndose para darse ánimos - "Adelante y sin temor y ¡Que sea lo que Dios quiera!" ... "¡Al que me dé con un palo le doy un duro!"- Y lanzó al aire una especie de prolongado alarido de tonos ancestrales, tal vez más para darse ánimo que para pretender asustar o atemorizar al presunto o presuntos atacantes.

Reanudada la marcha, a medida que avanzaba parecíale percibir con mayor intensidad el monótono redoble de tambor, por lo que de nuevo detenido se inclinó tratando de recoger alguna piedra adecuada como arma con que defenderse contra cualquier clase de peligro. Como ya se alejara de aquel protector muro al que se arrimara minutos antes, tanteó el suelo con ambas manos y... ¡Un escalofrío aprensivo recorrió toda su espina dorsal al tiempo de que sentía como si literalmente todo el vello de su cuerpo se le erizaba!

Había tocado una cosa blanda, suave y peluda que se movía a sus pies. Exhaló un agudo respingo e irguiéndose rápido se puso a correr lo más velozmente que pudo. Ya un tanto fuera de sí, no pensó en aquellos momentos más que en alejarse del fatídico lugar, saltando el muro de construcción intermitente sin tocarlo, esquivando instintiva y milagrosamente los troncos de los árboles, librándose exasperado de las zarzas y los tojos y los helechos que pretendían atenazarlo y frenarlo en su carrera, que lo arañaban, desgarrándole las ropas con sus pinchos. En más de una vez estuvo en un trís de caer, de chocar contra lo que fuese...

Cuando al fin se detuvo sofocado y jadeante, a pesar de lo frío de la hora el sudor corría por su cuerpo, empapándole las ropas. Temblaba de pies a cabeza y con su alocada mirada pretendía taladrar la oscuridad que lo envolvía, en la que se hallaba inmerso. Sobreexcitado en aquellos momentos si creyó el joven aldeano en todo aquello de meigas, encantamientos y apariciones que se contaban en la comarca. Y, ya en medio de su creciente terror notó que algo más pareció petrificarlo en el instante:

Continuaba monótono pero en aumento en sus oídos y en su cerebro enfebrecido el seco sonido de los tambores, retumbante, obsesivo. ¡Pom,...pom-pom!. ¡Pom,... pom-pom!

Miró desalado en derredor, hacia atrás; y creyó percibir unas extrañas luces que se le aproximaban más,...más; que ya le pareció tenerlas mismamente encima.

Presa de un incontenible miedo jamás sentido hasta entonces, se arrojó de bruces al suelo, llevándose ambas manos engarfiadas a la cabeza donde le parecía que el cerebro le iba a estallar. Abatido como se encontraba, alzó a los pocos instante el rostro aunque manteniendo prietos los cerrados párpados.

¡Otra vez algo suave, blando, peludo y cálido, que se movía le rozó en plena cara!... Algo o alguien que pareció pasear por encima de su derrumbado cuerpo y tornó a rasarle acariciante rostro y manos.

El aterrado Nicolás no se atrevía ni a moverse ni casi a respirar, pero pasados unos momentos que le parecieron eternos se atrevió a erguir la cabeza y abrir los ojos.

¡Delante suyo, a escasa distancia aparecían unas pequeñas luces como fosforescentes que brillaban que brillaban intensas y que parpadearon una y otra vez. Le pareció ver asimismo a unos pequeños seres deformes, infrahumanos que lo llamaban haciéndole señales con unas manos grandes, muy grandes...

El joven se irguió poco a poco, fascinado. Las facciones de su rostro se le iban desencajando y los ojos saltones parecían querer salírsele de las órbitas. De rodillas todavía rompió a reír con secas y escalofriantes carcajadas, desgarrándose las ropas con los engarfiados dedos y luego manoteando frenético en el aire.

_ ¡Ja,...ja,...ja!

Supuso en el momento que aquellos enanos misteriosos que parecían llamarlo acaso eran seres encantados del pinar que querían que fuese con ellos a no sabía donde.

Como el ruido de los tambores ya le parecía ensordecedor, miró Nicolás a sus espaldas y ya no se extrañó. La Santa Campaña se le aproximaba y la creyó reconocer compuesta por el sin número de seres cubiertos por fantasmales sábanas blancas, alumbrados por imprecisas pero chisporroteantes luces, lúgubres esqueletos que avanzaban al compás de los tambores a los que se incorporaron los espaciados toques de unas campanillas y que de pronto rompieron a entonar cantando con cavernosas voces como una salmodia de extraños rezos. Las calaveras fosforescentes parecieron sonreírle y las esqueléticas manos parecían llamarlo también como para que se incorporase a la procesión para errar eternamente con el grupo por aquellos agros, campos y montes como almas en pena que eran.

Con voz ronca y salvaje gritó ya en pleno delirio de terror Nicolás:

_ ¡Voy,...! ¡Voy con vosotros, compañeros! - y aún agregó enloquecido - Pero, antes quiero despedirme de estos dos amigos enanos que pretendieron asustarme.

Y revolcándose con frenesí en el suelo cogió, pretendió apresar entre sus manos a aquello que él había tomado como dos enanos.

Un aullante y prolongado alarido resonó por el pinar. Nicolás acababa de apresar con frenética y enloquecida maniobra el brazo peludo, blando y cálido de uno de aquellos pequeños seres que, entre revolcones de protesta y escalofriantes aullidos de dolor le golpeaba el rostro, le clavó uno como fino puñal en un ojo y

con el que aún le cortó en las orejas, el rostro y el cuello

Pero el enfurecido joven pareció salirse en parte con la suya y uno de los brazos aquellos quedó en sus manos y los diabólicos enanos se alejaron al fin chillando y gruñendo con dolorida fiereza.

_ ¡Vencí!...Dejé a ese maldito... muñeco, manco...-gritó jadeante Nicolás el de Otero que se fue levantando y luego, tambaleante avanzó sin rumbo unos pasos; mas, observando que aquellos seres de ultratumba de la santa compaña, entre cánticos y luces bailantes lo rodeaban ofreciéndole los descarnados miembros y pareciendo sonreír con las bocas sin carne se abalanzó a ellos riendo, con un postrer y espeluznante alarido de absoluta locura.



A la mañana siguiente, a plena luz de un plomizo día caminaban dos labradores del contorno por el sendero que atravesaba el tenebroso Pinar de El Pedroso y comentaban entre ellos el temporal que a últimas horas de la pasada noche había azotado la comarca.

Decía uno de ellos:

- El viento de anoche también causó algunos estragos por aquí. Fíjate sino en las muchas ramas esparcidas que han estado cayendo... Y esa grande, medio desgajada todavía que continua balanceándose y rebotando una y otra vez contra el tronco...

Pro fue interrumpido por la detención súbita del andar de su compañero que lo detenía a su vez poniéndole una mano en el hombro.

_ !Juan!...Repara, mira allí, junto al muro, a ver si ves lo mismo que yo...¡Dios mío!

En medio de un charco de sangre yacía caído de lado, con las manos como engarfiadas contra el suelo el hombre que de inmediato reconocieron como Nicolás el de Otero, el que fuera últimamente uno de los jóvenes más valientes, cabales y de bien de la aldea.

Por lo que pudieron observar tenía las ropas hechas jirones y su rostro ensangrentado, con uno de sus ojos fuera de su órbita mostrando sanguinolento y viscoso líquido, gran parte de sus cabellos arrancados brutalmente, la nariz aplastada y sangrante, la boca con los labios partidos y aún entreabierta en lo que parecía una sardónica o enloquecida sonrisa. Y, en fin todo el cuerpo magullado, arañado, golpeado.

Después del primer y somero reconocimiento, uno de los dos labradores se quedó velándolo mientras el otro corría a la aldea cercana a dar la triste noticia de la tragedia y avisar luego al Juzgado del ayuntamiento y a la Guardia Civil de la villa.

Acudió la Autoridad y la Justicia en medio de la consternación general del vecindario.

El cadáver fue reconocido y examinado por el médico forense del término pero, a decir verdad, nadie encontró la más ínfima pista que pudiese conducir a un esclarecimiento del indudable crimen, las causas de aquella trágica muerte. Salvo, eso sí, semioculto entre la maleza del lugar un miembro extraño y sangrante, lo que según la opinión de algunos parecía ser un trozo de la cola de algún animal. Pero nada más aclaró el hallazgo y no se le pudo ni remotamente relacionar con el luctuoso suceso, por más que numerosas y persistentes indagaciones se estuvieron luego haciendo. Fueron interrogadas todas las personas que pudieran haber visto por última vez al joven, los que pudiesen ser acaso ocultos enemigos, pero A Nicolás se le tenía por buen hombre, incapaz de hacer daño a nadie y, desde luego ni se le sabían ni siquiera suponían potenciales enemigos que le pudiesen desear la muerte y mucho menos llevarla a cabo de aquella atroz y aparentemente ensañada manera.

Entre los aldeanos del contorno comenzó al poco del trágico suceso a cundir el rumor de que aquello no era más que cosa propia de las meigas y de las ánimas en pena de las que el finado se reía al repudiarlas como realmente existentes y que sin duda acabaron por vengarse de él tan sañuda y salvajemente.

El pinar de El Pedroso acrecentó así su mala fama ya proveniente de los tiempos pasados y a partir de entonces nadie de la comarca fue tan osado o valiente como para cruzarlo, aunque el no hacerlo significase dar un buen rodeo a los caminantes.

Los pocos que nunca creyeron en fantasmadas y supercherías, si pasaban por el término bien era verdad que lo hacían con cierto íntimo recelo y nunca jamás después de anochecido.

Así pues, al decir de la mayoría de los lugareños, Nicolás el de Otero acabó pagando tributo de una u otra forma a las meigas y a la santa compaña que supieron vengarse de sus muchas burlas y baladronadas.

El epitafio del trágico suceso fue el motivado porque en la misma mañana en que apareció sin vida el joven Nicolás, una vecina suya, con muchos años a las espaldas y sola en el mundo, al abrir la puerta de su reducida vivienda se topó con algo que la alegró sobremanera.

"Miquirrin", el negro gato que le hacía compañía, tan querido por ella y que tan cariñoso se mostraba con la gente estaba allí en la entrada, mirándola como siempre fijamente con sus luminosos y enigmáticos ojos. Lo recogió y con él en el regazo, acariciándolo lo introdujo hasta la cocina para facilitarle su platillo de leche.

_ ¡Ah, pillo! - le reconvenía al tiempo que le acariciaba junto a las orejas -¡Por fin vuelves al hogar, ingrato!... Claro; por ahí nadie te sirve las sopitas de leche como lo hace tu amita, ¿verdad?.

De pronto advirtió unas amplias manchas de sangre ya seca sobre la sedosa piel del felino y murmuró consternada:

- Diablos... ¿Estas herido, mi bien?... Vamos a ver...

Entonces, al examinarlo más detalladamente con cariñosa solicitud comprobó angustiada que a su querido gato le habían cercenado casi por completo aquella bonita y sedosa cola que a él le gustaba frotar ronroneando contra las piernas de quien le acariciase o conociese.

_ ¿Quien habrá sido el salvaje...? - murmuró la anciana indignada - ¿Quien te ha hecho tamaña maldad, mi querido "Miquirrin"?...¡Ojalá las meigas y la santa compaña se lleven al condenado que te lo ha hecho!...¡Amen!

Y curó con tierna solicitud al felino que ronroneaba al verse tan bien atendido y acariciado por su dueña.



En el cementerio de la parroquia aldeana, entre otras, hay una sencilla tumba con los restos del hombre que presumió de no temer a la superchería y pereció presa de su propio miedo e imaginación.

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1 comentario:

perikita dijo...

Muchas gracias, Carlos, por haberme dedicado tan magnífico y "atrapador" relato que hace que nos perdamos dentro de cada lectura como si fuésemos los verdaderos protagonistas. Es un orgullo y admiración poder leer cada cosa que escribes, nunca dejes de hacerlo, ya que asi seguiremos disfrutando de ese placer que es la lectura.

Hace pocos días que llegamos de nuestra querida aldea, hemos pasado unos días entretenidos y felices y otros en cambio con mucha tristeza interior dado que se ha ído una persona cercana, un amigo, un compañero, con el cual compartíamos muchas horas cada vez que estábamos alli. Recuerdo cada vez que nos íbamos "volvede pronto, non vos esquezades que aqui queda o vello", ¡caray!, con tan solo 60 años que tenía y se le apagó la luz en un segundo. Pero en fin ... la vida continua, no se detiene por nada ni con nadie, es por ello que deberíamos disfrutar más de lo que tenemos y aprovechar la sabiduría de los demás para aprender cada día un poquito más.

Te mando un abrazo muy fuerte y otro de parte de mi madre, que élla si tiene verdaderos recuerdos de todos vosotros.