28 de octubre de 2010

CORRALEJO

Vaya hoy y aquí este amplio texto prometido más de una vez a mi buen amigo el majorero Juan Felipe Ruíz




Creen la mayoría de las personas que conocen o saben de esta localidad majorera, una de las situadas más al norte de la isla de Fuerteventura, que no es muy antigua que digamos su existencia, y suelen referirse a sus orígenes suponiéndolos poco más o menos a principios del pasado siglo XX ya que resulta muy difícil, cuando no completamente imposible el localizarla geográficamente en alguno de los escasos mapas en que de alguna forma pueda aparecer señalada. Y, ni mucho menos, documentación referida a ella en los siglos pretéritos.

Sin embargo, Corralejo, como entidad de población si es mencionado, por ejemplo en el Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de Pascual Madoz de 1845-1850, que, en la voz “Fuerteventura” dice que, “...Sobre el lado más meridional de la isla está la ensenada de Corralejo que sirve de abrigo a los que hacen el comercio de cabotaje”. Y se le vuelve a citar en otras voces de entrada cuales la de La Oliva, en donde se añade que una de las radas principales del término es, “... la de Corralejo, que se comunica con Lanzarote”

Según el Diccionario de Olive, por el año de 1864 ya se describía así al lugar: “Corralejo.- Caserío situado en el t.j. de La Oliva, p.j. del Arrecife, isla de Fuerteventura. Dista de la c. Del d.m. 16 km. 100 mts. Y lo componen 15 edif. de un piso habitab. 12 const.por 11 v., 45 a. Y 3 tem”.

Aunque, al parecer, entonces y por mucho tiempo los contactos de humanos con otros caseríos de la zona eran efectuados casi siempre por mar con los barquillos a vela empleados en la pesca por los lugareños hasta tanto que no se trazaron algunos caminos para transitar bordeando las costas y luego por el interior para comunicarse con los pagos de Majanachico, el faro de el Tostón en la zona de La Bocaina, el Cotillo y Lajares, todo ello a finales del siglo XIX y principios del XX.

En principio, para disertar algo aquí sobre los reales orígenes de Corralejo, decir que, en cuanto a su singular topónimo, como se vá a comprobar yo tengo mis dudas al respecto cuando de estudiarlo se trata.

Corralejo, (en singular, que en más de una ocasión se ha estado escribiendo impropiamente “Corralejos”, en plural), el vocablo, como diminutivo de “corral” y usado aparentemente en un tono in tanto despectivo, parece provenir precisamente de “corral”, de “corro” que, entre otras acepciones del castellano es el sitio cercado y descubierto, adosado o no a la casa de campo como establecimiento para recoger en él el ganado cabrío y lanar, (¿también de camellos?) y, además de corral se le puede llamar “corraliza”, “encierro”, “majada”, “ovil” y “redil” y “toril” si es para el ganado vacuno.

Ciertamente, también se le llama “corral” en pesca y marinería al cercado instalado generalmente en la costa en las desembocaduras de los ríos al mar y que se hace de piedras, cañizas, redes diversas, etc., que aísla un trozo o porción de mar con el fin de que en el queden retenidos los peces. Por otro lado, en América, una “corraleja” es una barrera, una valla.

Pero, sorpresivamente, esta palabra de “corralejo” en sí, es decir, en singular, no aparece reflejada en los diccionarios al uso.

Y es aquí donde surge mi duda. ¿Se refiere dicha voz y en este caso concreto a un corralillo que sirve para guardar el ganado por la noche o al corral o cercado marinero citado, dado que corresponde, aunque en genuino tono de familiar menosprecio, a un poblado de pescadores?...

El investigador y arqueólogo canario Sebastián Jiménez Sánchez, hace años, al describir la cerámica neolítica de las islas de Fuerteventura y Lanzarote hallada por él en prospecciones efectuadas por el año1946 citó ciertas vasijas que fueron encontradas, la una en las cuevas de “Coto del Coronel” y la otra en el pueblo y término de La Oliva, en el yacimiento de “Corral del Consejo”, sugeridor término, si se contrajese o deformase por el uso.

Pero, lo cierto es que, en realidad, a Corralejo, como localidad majorera se le ha venido citando tal cual ya desde los mismos albores de la conquista bethencuriana.

Según relató el ingeniero e historiador italiano Leonardo Torriani por el año de 1405 poco más o menos, el conquistador Juan de Bethencourt (que el autor escribe Letancort) ...”desde Lanzarote pasó a conquistar la isla de Fuerteventura, llevando consigo al obispo de San Marcial (del Rubicón) y a muchos lanzaroteños junto con su propia gente, que el año anterior había hecho venir de España

Desembarcó en Corraletas (luego Corralejo), que está frente a Rubicón, a treinta millas de distancia de la villa. Allí mandó edificar con rapidez una torre a causa de la resistencia que encontró por parte de los isleños”. Y recorrió el término costero, teniendo enfrente a la isla de Lobos.

Varios centenares de años después ya se desconocía por completo la real situación de la mencionada torre de defensa y vigilancia, como bien hicieron notar autores cuales Elías Serra Rafols en su artículo “Castillos betancurianos de Fuerteventura” publicado en 1951 y en la cartela de una vista de Santa María de Betancuria que acompaña al texto, en que se cita textualmente a “Corralejos”. No obstante, otros autores contemporáneos o posteriores señalaron que el indicado primer desembarco fue más al sureste de la isla, exactamente por lo que hoy es Gran Tarajal.

El historiador fray Juan Abreu Galindo que publicó su importante obra por el año de 1632, al describir a la isla, hace también mención expresa de Corralejo al indicar que: “...Estaba dividida esta isla de Fuerteventura en dos reinos, uno desde donde está la Villa hasta Jandía y la pared de ella; y el rey de esta parte se llamó Ayoze; y el otro desde la Villa hasta Corralejo, y éste se llamó Guize”. E indicó que, ...” el conquistador Juan Betancur pasó con sus hombres a la isla Fortuite, en el mes de junio, año de 1405, y desembarcó gente en un valle que llamaron Valtarahal por los muchos tarajales que en el hay”. Aunque tal precisión en la fecha indicada y el lugar del desembarco han sido muy discutidas por los investigadores e historiadores posteriores.

Es bien sabido de los investigadores del tema que fue por el año de 1593 cuando el sanguinario Xaban , Arraez, con sus corsarios berberiscos entró de lleno en la isla de Fuerteventura, arrasándola, quemando viviendas, caseríos, ermitas, asolando pagos costeros completos...

El cronista portugués Gaspar Fructuoso, hacia 1598 y en su obra de viajes titulada “Saudades da terra” al escribir de Fuerteventura dejó dicho que, “...tiene cuatro poblaciones pequeñas: la Villa (se refiere a Betancuria), Oliva, el Puerto y Curralejo”, añadiendo que “los moradores de la isla son criadores de ganado menudo y de camellos; y son como los españoles con quienes casan sus hijos e hijas” y que los autóctonos, ...” son grandes de buena estatura, casi morenos, bien dispuestos y derechos; y ellas blancas y bien formadas y hermosas, porque guardan bien el rostro del sol y del aire; son leales a portugueses y castellanos y enemigos de los moros de la Berbería, a donde van a hacer muchos asaltos y traen mucha presa de ellos. Entre los moradores de esta isla hay hidalgos de los Perdomos y Saavedras y de otros apellidos”.

Entre otros autores, cronistas o historiadores del pasado insular, cuando José de Viera y Clavijo, en su meritoria por muchos aspectos Historia de Canarias da noticia o idea de la población de Fuerteventura, al referirse alrededor del año de 1768 al lugar de La Oliva como dependiente de La Villa o Betancuria, cita como barrios, pagos o caseríos adyacentes o dependientes suyos a Tostón, Tindaya, Manta, Mastilla, Valdebrón, Lajares, Roque (donde suponen los historiadores que estuvo el antiguo y primitivo castillo o fortaleza de Rico Roque de los conquistadores bentencurianos), Caldereta, Peña erguida y Villaverde, algunos ya desaparecidos y, entre los puertos naturales, radas y caletas del contorno cita a Corralejo.

Varios siglos después, por el año de 1937 y en relación pormenorizada del investigador ya citado Sebastián Jiménez Sánchez, en su libro “Viaje Histórico-Anecdótico por las islas de Lanzarote y Fuerteventura”, con motivo de una visita oficial a Fuerteventura, decía el autor que, para trasladarse desde el caserío de Lajares al costero de Corralejo era preciso el hacer el viaje en camello, con duración de unas dos horas a través de terrenos recubiertos de malparís y dunas de arena pues no existía ni carretera, ni siquiera camino de herradura alguno, al tiempo que hacía el autor un canto al servicial y allí insustituible camello o dromedario majorero, y cito textualmente: “Después de un andar movido de nuestros camellos al que llaman en las islas “caminar al garete” nos encontramos frente a la playa de Corralejos. Desde se divisa en medio del estrecho de la Bocaina, la silueta negruzca del islote de Lobos y más cerca de nosotros, en la playa, el blanco caserío de pescadores de Corralejos, rodeando a su ermita de Nuestra Señora del Carmen. En este templo se dice misa muy de tarde en tarde y en él tienen lugar las bendiciones nupciales y la administración de bautismo y demás sacramentos de la Iglesia Católica en tandas y de modo especial, en la solemnidad de la Patrona de la marinería.

La población pesquera de este apartado pago, de gente sana y tez bermeja como las tierras de la isla, se eleva a unas doscientas cincuenta personas. Por su playa larga y de doradas arenas y junto a un pequeño malecón que hace de muelle cuando las mareas lo permiten, se embarcan en lanchas personas y mercancías para luego ser trasbordadas al velero que las conduce a Lanzarote o a otro puerto o desembarcadero de Fuerteventura.

Nueva emoción experimentamos al pronunciar el camellero las consabidas palabras: “¡trúchate, caamellu!”. Ya echado el animalito, nos encontramos en tierra firme.

El vecindario, sobre todo los niños, nos rodean. Pagamos a los camelleros unos buenos duros con sus propinas, que han agradecido mucho y nos fotografiamos nuevamente. Dos lanchas nos conducen a remo al velero “Bartolo”, que se hallaba a unos quinientos metros distante de tierra, no sin antes el señor Benítez tirar con su “Leica” varias fotografías en el preciso momento en que teníamos un pie en tierra y otro en la lancha.

Venciendo el oleaje de un mar bastante rizado, llegamos al célebre “Bartolo”, ascendiendo de la lancha a aquél por una escalerilla de sogas, en medio de la impresión de cada cual. Al poco rato la costa norte de Fuerteventura y el islote de Lobos, de recuerdos históricos van quedando atrás para dar paso a una nueva silueta, cada vez más `pronunciada, de la costa meridional de Lanzarote, antigua Tite-roigatra. El mar siguió movido y hubo quien se mareó de lo lindo a pesar de sus valentías náuticas. En medio de esta travesía y como cosa de visión se agolpaba en nuestra mente la idea de zozobra de la embarcación y el recuerdo de una conversación sostenida con un buenísimo amigo de excursión sobre el discutido naufragio de un velero que llevaba en el cruce de esta misma travesía, en épocas lejanas, a un obispo de Canarias”

Entonces no se le daba importancia alguna al extenso “jable” de blancas arenas que en numerosas dunas movidas y trasladas a capricho por el viento reinante en la zona se extendían por aquellas costas de sotavento, desde el mismo Corralejo y en varios kilómetros en dirección a Puerto Cabras.

A más abundancia de datos, en un “Censo de la población de España de 1940” se dan para Corralejo 351 habitantes de derecho y 342 de hecho; que en los años inmediatamente siguientes fueron a menos debido a la sangría de la sempiterna emigración que soportaba este apartado caserío de pescadores como la casi totalidad de la desafortunada Fuerteventura, causada por unas ingratas condiciones de vida físico-económicas. Hasta que, ya en la segunda mitad del siglo XX se inició la etapa del turismo de masas, lo que por ser actual ya forma parte de la historia insular más moderna.

Porque, apenas tres décadas después, fue el asimismo escritor grancanario Claudio de La Torre que en su obra de encargo oficial “Las Canarias Orientales: Gran Canaria, Fuerteventura, Lanzarote”, publicada por Ediciones Destino, Barcelona 1966, el que describió el lugar de la guisa siguiente: “Corralejo es, sin duda, uno de los rincones más bellos de la isla. Está a la orilla de La Bocaina, el estrecho de mares profundos que separa a Fuerteventura de Lanzarote.

Brillan al fondo los caseríos... Hay ya pequeños hoteles particulares. Gente bien avenida con esta paz, lejos del mundo.”

Ya comenzaba a llegar el turismo de calidad a las islas...

Pues, asì fue poco más o menos como yo alcancé a ver por primera vez el pueblecito pesquero de Corralejo, allá en la costa nordeste de la isla de Fuerteventura, con las siluetas, más cercana de la mítica isla de Lobos separada por el brazo de mar llamado por los lugareños El Río y en el horizonte norteño, más allá del estrecho de La Bocaina la costas en parte escarpadas, en parte llanas de la isla de Lanzarote.

Recuerdo que entonces, todas las casas del poblado eran terreras, de planta baja al igual que lo era el edificio más destacado que albergaba a la Cofradía de pescadores local y tenía adosada una reducida taberna y fonda cuando se precisaba y que daba a una minúscula plazoleta a la que llegaban los cascajos y la arena de una playa rematada por un espigón oi muelle chico y donde parecía que se iban descuajaringando los restos de un casco de algún viejo barco con la quilla de madera al aire, no sé ahora yo si como proyecto de construcción o reparación puesto que tenían fama allí los carpinteros de ribera apellidados Hierro, creo, que trabajaron o trabajaban todavía en las curvadas cuadernas del paquebote o acaso meritorios restos de uno de los dos Bartolo I o II famosos entre la marinería que por aquellos mares, goletas de dos palos, a vela y a motor que navegaron costeando o entre islas con fletes continuos transportando cal o cargas diversas de víveres y agua potable. En un cercano altozano, con apariencia más de faro-guía como a mí en principio me lo pareció, se alzaba, un típico molino de viento, todavía en activo. Bueno, en realidad era una molina, como se me aclaró, o sea, asi llamada en la comarca porque la torre con el aspa estaba separada de cualquier otra edificación.

También alcancé a ver, ya en estado ruinoso pero todavía abierta al culto la humilde ermita, no muy antigua, dedicada a la Virgen del Carmen, de gran devoción local, cubierta en parte con chapas metálicas o de Uralita, con una especie de minúsculos campanario y campana procedente según se me dijo de alguno de los barcos encallados o hundidos por los acantilados cercanos y en su interior, creo recordar que alcancé a vislumbrar un cuadro, lienzo, tabla o simple lámina coloreada o estampa con la imagen de la Virgen del Carmen alumbrada por una lamparilla de cera encendida en un recipiente de cristal con aceite.

Uno de mis primeros actos en estando allí fue el buscar, para presentarme a ellos a los hermanos Rafael y Chano a los que se me había recomendado, aunque éste último andaba entonces a la pesca por la costa en el tradicional banco canario-sahariano.

Rafael, que resultó ser una excelente persona, que había hecho el servicio militar obligatorio precisamente en Gando, en los acuartelamientos de el Lazareto por lo que guardaba una cierta íntima animosidad hacia aquellas rancias instalaciones que habían sido penal o cárcel cuando lo de la guerra civil e inevitablemente le recordaron el caso de la penitenciaría de Tefía en el interior de la isla majorera y de lo que algo de lo que se decía de ella me contó. El corralejeño como se intitulaba sonriente, no obstante lo dicho, conservaba un buen recuerdo de aquel período vivencial de militar y fue el que con su actitud y su noble forma de ser pronto me hizo comprender que tanto las gentes marineras como sus cotidianas labores de los marineros de Corralejo eran calcados, tal cual de identidad con los del pueblecito de Gando que por aquellas fechas ya estaban siendo desterrados de la zona para ampliar las instalaciones militares del obsoleto aeródromo y convertirlas en la moderna Base Aérea actual.

Aún alcanzó Rafael en aquella mi primera y corta estancia en Corralejo a presentarme a algunos de sus moradores entre las pocas familias o clanes familiares allí entonces residentes y que, según anoté en algún trozo de papel en su día se apellidaban Hierro, como los dos hermanos, pescadores excelentes y más excelentes todavía carpinteros de ribera y otros apellidos que había de recordar en el futuro cuando andaba confeccionando fichas para mi libro publicado mucho más tarde titulado “Los Apellidos en Canarias”, de León, Trujillo, Perdomo, Carballo, Figueroa, Agustín, Estévez, González, Fuentes, Fajardo, García, Leal, Calero, Morera, Vera, Umpierrez, Dumpierres, Martín, Cabrera, Berriel, Santana, etc. Algunos de ellos intrépidos patrones o tripulantes de los barquillos que tanto se estuvieron distinguiendo por aquellas calendas en sus periódicas “pegas” o competiciones reñidas con sus contrincantes de Puerto Cabras y de otros puertitos de la isla en la práctica de las regatas de la vela latina canaria.

Aquellas gentes marineras, que vivían de y para la pesca casi exclusivamente, aun no absorbidas y casi aniquiladas ni de una u otra forma adoctrinadas para atender al turismo de masas que estaba al llegar, eran la mayoría analfabetas, vestían modestamente con ropas muchas veces astrosas y anticuadas; la mayoría tenían los pies callosos y de epidermis endurecida pues andaban por lo común descalzos o, en todo caso, calzando o botas de grueso cuero o sencillas alpargatas con piso de goma o de esparto. Los niños de uno u otro sexo correteaban por el lugar semi desnudos o con sus ropitas remendadas y emporcadas, andaban a su libre albedrío si no tenían algún mandado que cumplir ni acudían a la habitación de una de las casuchas que hacía de escuela mixta, cerrada casi siempre por falta de maestro o maestra. Y triscaban por la pequeña playa del lugar o sobre el marisco rocoso y resbaladizo, pulpeando, recogiendo burgados y entreteniéndose, siempre de cara al mar, junto al mar que era todo el ámbito de sus infantiles existencias

En la primera noche pasada en una pequeña habitación por la parte trasera de una típica taberna casi adosada al carismático local de la Cofradía de pescadores me gocé el espectáculo fascinante de varias luces que parecían bailar misteriosas y como rítmicas danzas en la oscuridad nocturna y eran en realidad los fanales encendidos de los barqueros faenando con sus barquillos

Aquel rudo y a la vez exquisito cicerone amante apasionado de su tierra majorera y sobre todo y más concretamente de su rincón isleño de Corralejo y sus inmediatos contornos, me propuso el que nos desplazásemos a la sugeridora y frontera isla de Lobos de mítica memoria histórica, leyenda viva de oscuros episodios de barqueros locales, de marinos, de piratas y aún de posibles tesoros en ella y sus grutas naturales escondidos en el pasado, pero una mar mas que rizada, picada en demasía frustró la realización del sugestivo proyecto, y además, en realidad yo no contaba con el tiempo espaciado para ello.

En su lugar hicimos una corta excursión por tierra, caminando por el “malpeis de los campesinos, el “malpais” isleño, por desérticos y agrestes terrenos jalonados de pequeñas montañetas de origen volcánico y sin apenas vegetación, hasta los acantilados de la Punta de la Tiñosa y el Bajo de Piedra Vera, los puntos terrestres más septentrionales de la comarca y de la isla que daban al mar de La Bocaina, los llanos de El Purgatorio con dunas de arena cubiertas de escasa y raquítica vegetación de tipo desértico en el paisaje de tierras eminentemente volcánicas de aspecto lunar rematadas por un “jable” de arenas

ululantes por la acción del viento continuamente variantes en el paisaje. Yo iba apuntando en mi pequeño bloc de notas los topónimos que Rafael me repetía entusiasmado ante mi manifiesta curiosidad y así llegamos hasta la recóndita playita y poblado de Majanicho, en donde vivían varias familias de pescadores y algún labrador en unas acogedoras cuevas naturales y alguna que otra choza, que pronto dejamos regresando entonces por una especie de rudimentario camino de herradura en el que nos tropezamos con la estampa para mí surrealista de varios dromedarios, “camellos” de muy pausado caminar y continuo rumiar.

Aquel día creo que fue cuando tuve por primera vez conocimiento del misterioso y aún supersticioso episodio de la luz de Mafasca por las cercanías del pago central de dicho topónimo . Especie de combustión espontánea, aunque en aquella ocasión mi informante, con manifiesto repeluzno lo aplicó al pueblo de Lajares, cerca de La Oliva, diciéndole “la luz del carnero”, y que era como una llama oscilante y andariega de fuego en medio de la oscuridad, que como un fuego fatuo se aparecía de noche a labriegos o marineros, a caminantes y a conductores de algún vehículo de tracción animal o mecánica y que nadie sabía dar explicación racional al fenómeno.

Pasado el tiempo, llegué yo a conocer mejor la célebre leyenda tradicional majorera que dice que en cierta ocasión hallándose un pastor por la zona del caserío que le dio el nombre, en tiempos de intenso frío buscó por el paraje donde guardaba el ganado en un típico redil de piedra algunos ramajes secos para hacer fuego, asar su diario tasajo de cordero y calentarse, pero nada más encontró un solitario y abandonado cementerio con varias tumbas cuyas carcomidas cruces de madera arrancó y usó como combustible de calefacción. Por tal sacrílega acción es aun hoy en día que el alma en pena del pastor que murió sin confesión vaga en la tierra, siempre a ras del suelo e ilocalizable. Todos los lugareños aseguran haberla visto alguna vez, pero nadie quiere hablar de ello,

También me contó aquel simpático majorero otras leyendas, tradiciones y consejas tanto de la tierra como de la mar profunda que teníamos a nuestra izquierda en el regreso de la excursión y cuyo recuerdo y evocación posteriores habrían de servirme para componer como mínimo algún borrador que me darían pie para algún que otro cuento,.inéditos por lo general.

Siempre he guardado en mi ánimo el recuerdo de gratas vivencias de aquella para mí primera pero corta estancia en Fuerteventura, sobre todo en el Corralejo de los años cincuenta del recién pasado siglo. Y merced a ello he vuelto a la norteña localidad majorera en posteriores ocasiones, ya con parte de mi familia, residiendo en el Corralejo moderno y cosmopolita dedicado de lleno al turismo y he efectuando desde allí reiterados desplazamientos tanto a lo que es actualmente renombrado parque natural de dunas, como a la isla de Lobos, al faro de El Tostón, al pueblo pesquero de El Cotillo con visita obligada a la Torre de defensa de El Tostón, a la llanura de Lajares para fotografiar alguno de sus imponentes molinos de viento y a La Oliva en sí con amplio recorrido por la afamada Casa de Los Coroneles de lo que en su día escribí y se me publico en la prensa isleña el reportaje titulado “Los Coroneles y su Casa de Fuerteventura”.

Pero, y lo lamentaré siempre, ya nunca más pude contactar con los barqueros Rafael y su hermano y tampoco nadie, ni siquiera de los asociados o directivos de la carismática Cofradía de Pescadores local, me ha podido dar razón de ellos que, supongo, sin más familia en el pueblo debieron de emigrar a otros lugares, absorbidos por la moviente marea de la vida, sobre todo a raíz o como consecuencia directa de la pérdida siempre llorada de los tradicionales caladeros de pesca del banco canario-sahariano.

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