27 de marzo de 2009

S A B E R A P E A R S E

Hace ya algún tiempo, trabajando yo con los militares en el mantenimiento de aeronaves en la Base Aérea de Gando instalada al este de la isla de Gran Canaria, como quiera que el área o superficie de dichas instalaciones se iba agrandando ostensiblemente y los desplazamientos necesarios de unos a otros hangares, al ser más distantes entre sí suponían una apreciable pérdida de tiempo en las horas laborales, se habilitaron algunos vehículos ligeros para quienes estuviésemos autorizados a usarlos. Al mismo tiempo, el personal dispuso también de cierto número de bicicletas, para los más jóvenes, más ágiles o más "deportistas".
Yo, entonces ya sesentón y con bastantes kilos de peso de más, en principio opté por usar la bicicleta siempre que me fuera posible.
Así pues, cierto día, teniendo que desplazarme a otras alejadas dependencias, cogí uno de aquellos socorridos velocípedos, comprobé que la altura del sillín y la distancia a los pedales era la adecuada a mi rechoncha humanidad y ¡hala!, a pedalear alegremente, evocando acaso aquellos años juveniles en que mi pericia y destreza con la "bici" fueran bastante aceptables.
Pero, ¡ay!, hube de bajar de las nubes del recuerdo añorante del pasado pues en una de las muchas bifurcaciones de la pista o calle asfaltada que seguía, no vi a un automóvil de color café con leche que lentamente doblaba una esquina y antes de desaparecer fue la causa de que yo frenase mi transporte de dos ruedas con tal brusquedad que, inevitablemente dí con mi cuerpo en tierra, con la dichosa bicicleta entre las piernas, naturalmente.
En tal ocasión, más que alguna de las así maltratadas partes blandas de mi cuerpo, me dolió mi amor propio. Y, levantándome como mejor pude, sacudiéndome el polvo y la arena, miré en derredor mío para saber si alguien había sido testigo de mi tonta caída. Pero como no percibiera a nadie, arrimé la malhadada máquina a una pared, con idea de recogerla a la vuelta y, renqueando un poco, aun dolorido del porrazo, continué a pie hacia mi destino inmediato, decidido a no volver jamás a subirme a uno de aquellos trastos, sintiéndome al mismo tiempo aliviado de que nadie me hubiera visto en tan ridícula situación. Y, por lo tanto, en el resto de la jornada procuré olvidar el ingrato episodio.
Pero, justo a la mañana siguiente, un buen amigo, militar él y propietario precisamente de un coche de color café con leche, cuando estaba yo departiendo con un grupo de compañeros en nuestra cantina, se me acercó y con su ligero tartamudeo, que a veces para nuestro regocijo exagera como en aquella ocasión, me puso una mano en el hombro y dijo, "mirando al tendido" y con tono entre sentencioso y paternal:
_¡O..., oye, macho! Cua,... cua,... cuando quieras aprender a,...a bajarte de la bi,... bici, ¡me lla... llamas a mí o,...a quién sepa! .
Carlos Platero Fernández

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