27 de marzo de 2009

¡EL "NIÑO"!

Estábamos Margarita y yo en Grecia, en el transcurso de unas cortas pero intensas vacaciones que por fin pudimos disfrutar, salvando de una u otra forma los varios inconvenientes que hasta entonces se opusieran a ello.
Habíamos llegado a Atenas en una calurosa jornada veraniega, el día anterior. Y, ciñéndonos lo más posible a las consabidas ofertas de excursiones opcionales que la Agencia contratada nos propuso, después de la inicial "visita a la ciudad", en la que pudimos admirar entre otros puntos el Estadio panaténeo y los exteriores del ex-palacio real custodiado por unos soldados uniformados a la antigua usanza, la Academia y la Biblioteca Nacional, las ruinas del Arco de Adriano, Templo del dios Zeus, Teatro de Dionisio, Odeón de Herodes Ático, etc., con la culminación de un amplio recorrido por el Museo Nacional de Arqueología y la sin par Acrópolis en el Partenón, sabiendo que nos esperaban unas apretadas jornadas en visita al Oráculo y Templo de Apolo en las faldas sagradas del Monte Parnaso, gira completa, tras el cruce del golfo de Lepanto por la arcaica península del Peloponeso, Olimpia, Trípoli, Micenas, Nauplia y Corinto incluidos y luego un corto pero intenso crucero por el Mar Egeo con arribadas a Efesos, Casa de la Virgen y Kusadasi en Turquía y visitas a las islas de Rodas, Creta y el Minotauro, Mikonos y Santorini, etc., decidimos asistir a una típica "noche griega" en Kasapi, región famosa por sus viñedos, en las afueras de Atenas.
La guía que nos tocó y conducía al contingente de turistas de habla hispana, en el trayecto y al tiempo que como es norma en estos casos nos iba ilustrando un tanto de costumbres griegas, hizo un especial hincapié en que atendiéramos a unos niños que al llegar a nuestro circunstancial destino nos iban a obsequiar con algún licor típico del país, pues las propinas que nosotros les diésemos servirían para continuar fomentando, manteniendo vivas las costumbres griegas de cara al turismo que tanto agradecían, como eran las de agasajar de alguna manera a todo cuanto les visitara.
Después de recorrer unos buenos veinticinco kilómetros primero por avenidas, luego por autopista y más tarde por una carretera local, terminado haciéndolo por una estrecha pista entre fincas agrícolas llegamos a una casa de campo al estilo del país, en cuyos jardines se nos ofreció una copiosa cena regada abundantemente con vinos blancos y tintos, al tiempo que pudimos admirar un amplio repertorio de danzas folclóricas griegas, con oportunidad de participar en ellas, cosa que mucha gente joven del grupo de turistas hizo, pero no precisamente nosotros, los menos jóvenes.
Por cierto que fue Margarita la que me comentó a media voz que uno de los músicos que tañía un instrumento de cuerda típico, con entusiasmo pero cara triste, era tal cual nuestro popular reportero deportivo José María García; lo que oído por algunas parejas españolas jóvenes y bullangueras que nos acompañaban en la alargada mesa lo asumieron; y los aplausos y bravos al "Butanito" fueron estruendosos en todo el transcurso de aquella cena-espectáculo.
Pues bien; cuando entrábamos en la finca restaurante y después de negarnos de forma amable Margarita y yo y algún que otro matrimonio mayor a hacernos fotos al lado de una gruesa, rubicunda y sonriente campesina y un gigantesco mozo ataviados ambos con los trajes típicos, dejamos unos billetes de dracmas en la bandeja que se nos pasaba y como se nos había indicado que sucedería.
Luego yo, intrigado, le pregunté a la guía nuestra y que en todo momento nos acompañaba y atendía, que donde estaban lo niños, el niño que ella había dicho.
Y ella, sonriente, me aclaró:
_ ¿El niño?... El niño es este joven. Se llama Dimitrius Stratus (o algo parecido me sonó a mí) y es el que dirige a todo el Grupo Folklórico que esta noche va a actuar para ustedes.
Y llamó al interfecto, para presentárnoslo. Y el "niño" que estaba sentado en un rústico banco allí cerca, sonriente y deferente se levantó,... ¡se fue levantando!, porque, lo juro, el niño aquel medía más de dos metros de altura, tenía brazos y piernas como gruesas ramas de un árbol, vestía el traje típico de Grecia, con su rojo fez y colgante borla, camisa blanca y chaleco azul oscuro rebiteado de rojo profusamente bordados, faldellín también blanco como almidonado, con pantys o medias blancos y calzaba esos curiosos zapatos rojos con un enorme pom-pom en la punta, que serían, digo yo, lo menos de la talla cincuenta.
Carlos Platero Fernández
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