16 de octubre de 2008

HIJO DE LA BENEMÉRITA

por Carlos Platero Fernández

Hoy, 12 de octubre, en España festividad de la Virgen del Pilar, Día de la Fiesta Nacional, Día de La Raza, Día de la Hispanidad, etc., etc., es también por antonomasia el Día de la excelsa Patrona de la Guardia Civil, lo que a mí de siempre me ha motivado sobremanera y procuro en tal efeméride no omitir la lectura de sus reseñas en la prensa diaria, ni la audiencia a través de la radio y la visión virtual por medio de la televisión de todo cuanto acto con tal motivo se celebre, bien sea aquí, en Canarias o a nivel nacional, en Zaragoza, Madrid,...
Ello y la contemplación, una vez más de una reciente y muy oportuna fotografía tomada al actual papa Benedicto XVI tocado por unos momentos con el característico, negro brillante tricornio, distintivo del Benemérito Cuerpo de Seguridad del pueblo español, son lo que han motivado el que, amparado en mi sempiterna afición a escribir y en la costumbre de remover el pasado grato en mi memoria me ponga ante las teclas del PC una vez más.
Hace ya muchos años, allá en Galicia, mi padre, entre otras varias actividades de su forzosa y prolongada vida laboral, durante una importante etapa vivencial fue guardia civil, perteneció al benemérito cuerpo fundado a mediados del siglo XIX por un aguerrido Duque de Ahumada.
Según fui enterándome, ya de mayor por él mísmo a retazos y tanto por mi madre como luego por mis hermanos principalmente, habiendo salido él muy joven de la aldea recóndita donde nació, parece ser que primero sentó plaza como soldado voluntario en La Coruña; o sea, “al servicio del rey”, ignorando yo más datos al respecto, aunque presumo que debió de ser en el Cuerpo de Caballería del ejército, puesto que a continuación ingresó por primera vez en la Guardia Civil, “en los de a caballo”, con primer destino en Coristanco, por tierras de Carballo y luego en la ciudad de La Coruña en el cuartel de la comandancia sito por los aledaños de la plaza de Pontevedra. Empleo que abandonó transcurrido algún tiempo puesto que al casarse con la que iba a ser mi madre, que era la más joven componente de una por aquel entonces próspera familia dedicada a la industria panadera y ya conocida su firma como la del “Pan Fariña” en la ciudad herculina y descollante en el diario suministro del sabroso pan de Viena, el “redimido del azadón y el arado”, como le gustaba ironizar al interfecto, se incorporó a la empresa ubicada precisamente mismo enfrente del indicado cuartel y en la que la joven coruñesa que luego desposó ejercía de cajera y administrativa. El ex guardia civil estuvo ampliando algunos estudios de formación cultural y de mecánica al tiempo que pronto se dedicó al mantenimiento y aún a veces a la conducción de los vehículos motorizados, anticuados automóviles tipo camionetas que distribuían los productos de Fariña, que como se acaba de indicar tal era el segundo apellido de mi abuelo materno, me parece que ya por aquellas fechas al igual que la abuela Josefa, ambos difuntos y del que en lo físico, por lo que se advierte de los retratos en que aparece, mi gemelo también ya fallecido y yo fuimos calcados, al decir de la gente.
El caso fue que, una vez desaparecido el patriarca, mi abuelo materno el de los grandes mostachos, a causa de una muy discutida herencia por ser muchos los herederos y hasta, en cierto modo, por los tiempos revueltos políticos que hubo en España con el fin de la dictadura de Primo de Rivera y los primeros y ya turbulentos inicios de la segunda república, el negocio harinero de los Fernández Fariña se fue al traste quedando para mis progenitores al fin y a la postre, después de interminables y desagradables discusiones y aún pleitos judiciales por medio, entre alguna que otra bagatela un destartalado barco de vela anclado en la entrada de la ría de Noya y que se fue descuartizando poco a poco hasta desaparecer por completo.
Alguna que otra vez, en casa de mis mayores en Galicia se me ha contado que mi padre también hizo por aquel entonces que ahora rememoro también hizo algún que otro intento de aumentar los ingresos pecuniarios domésticos y ganar algo más para poder mantener dignamente a la familia creada y que se iba incrementando periódica e indefectiblemente como con la imprevista llegada a este pícaro mundo de nosotros, Fernando y yo, los gemelos. Pues bien, papá se asoció con un determinado camarero de un Café Peral, sito en la calle de San Andrés, esquina a una señera y popular plazuela Y sus padres, mis abuelos paternos se vinieron a vivir a La Coruña, montando el abuelo Platero un pequeño negocio de reparación de calzado y confección de zuecos localizado entre las calles de Juana de Vega o Cordelería y la Plaza de Pontevedra, creo. Los gemelos, según nota de ya hace años de Elena la primogénita, nacimos en el primer piso de la vivienda, signada en aquel entonces con el número 32 de orden de la calle de José Lombardero que luego se llamó de Santa Margarita, me parece y por fin de Avenida de Finisterre. En el bajo de dicha vivienda había instalada una farmacia, que todavía subsiste.
Fue el viejo Platero, que parece ser era muy ocurrente, el que, cuando la abuela Concepción le comunicó de madrugada que habíamos nacido los gemelos, lo primero que exclamó al conocer la noticia, fue aquello de : “¡Vaya por Dios. Deiteime con tan solo dous netos e érgome con catro!”. Non está mal, non para un bebedor regular”, jugando con el doble significado que entre los gallegos tiene la voz “neto”. El viejo Platero fallecería poco tiempo después, a causa de un repentino y mortal ataque cardíaco y fue enterrado en el antiguo cementerio de Orilla Mar, en tanto que nosotros del contorno de la plaza de toros, la plaza de Pontevedra y el inicio del popular Monte de Santa Margarita pasábamos a residir a la recientemente aierta calle de La Merced, en Cuatro Caminos y cerca de El Montiño, según se me haya podido indicar, puesto que, como es natural, era demasiado pequeño para recordar nada. Aunque, de los días previos al estallido de la guerra civil del 36, con cuatro años ya cumplidos, si me parece que entre brumas recuerdo algo, así como de mi confirmación en la iglesia de Santa Lucía donde se me había bautizado. No sé, no sé...
Pues, según comentarios familiares posteriores parece ser que aquel negocio de la cafetería tampoco duró mucho y al poco tiempo también fracasó y mi padre acabó optando por el retorno, el reingreso de nuevo en el Cuerpo de de la Guardia Civil, ahora en “los de a pie”, con inmediato destino por tierras navarras y muy luego, asturianas, por Oviedo primero, donde le cogió el estallido de la cruenta guerra civil del 36, siendo protagonista de los tres reiterados asedios a la capital del principado, con el resultado de una gran sordera y metralla dispersa por sus piernas, lo que le hizo acreedor de varias distinciones y militares, entre ellas la Laureada colectiva de Oviedo que luego por mucho tiempo ostentó orgulloso en la bocamanga del uniforme.
Uniforme siempre de color verde oliva pero que fue variando con el paso de los años en que lo estuvo vistiendo, pasando del de paño al de sarga con cuello cerrado; del cordón de cuello a cintura y pistola y correaje de cuero, primero de color marrón, luego amarillo y posteriormente negro acharolado... Amplia capa de paño,, primero de color negro, luego azul, gris negruzco y al fin gris verdoso..Y recuerdo bien aquellas capas porque de una azul salieron buenos abrigos para Alberto y Ton y de una negro-gris para los gemelos, que los usamos en el frío invernal de Curtis... Pero siempre tocado el guardia civil con el imprescindible y distintivo tricornio confeccionado con delgadas láminas de corcho y recubierto de tela de hule acharolada, de negro brillante y que asimismo, de siempre ha singularizado al Benemérito Cuerpo, además del uso continuo del clásico gorro cuartelero, también de color verde y festoneado de rojo, como roja era la borla colgada al frente.
Y así lo recuerdo yo durante algunos años, los iniciales de mi niñez y primera adolescencia en sus sucesivos destinos en Oleiros, Curtis y Santa Eugenia de Ribeira..
Porque, una vez retirado del servicio activo en el Cuerpo, con su cultura bien cimentada y distintos estiudios pronto pasó a ser funcionario del Ayuntamiento al que pertenecía la parroquia y aldea donde había nacido y donde el matrimonio con la abuela, uno de los gemelos y el benjamín de la familia pasó a residir, en tanto que los otros tres hermanos iniciábamos nuestras vidas con distintos derroteros.
El pater familiae, durante los subsiguientes veintitantos años de vida laboral los pasó ejerciendo de oficial del ayuntamiento, casi siempre como Secretario del Juzgado del mismo. Hasta que tanto por la inexorable avanzada edad como motivado por los drásticos cambios políticos que se barruntaron después del fallecimiento del entonces jefe del Estado el general Franco, se retiró, se jubiló del todo como el mismo confesaba, para poder gozar de algunos años de su tranquila ancianidad, disfrutar de gratas lecturas, muchas de ellas repitiéndolas, ejercer de consumado taxidermista, especialidad en la que destacó por el contorno, trabajar nada más que lo imprescindible en el mantenimiento del cuidado de los árboles, parra y porrales de la huerta adyacente a la casa levantada en la finca de la Vila y, sobre todo a pasear pausado por aquellas tierras chainescas que le eran tan caras, etc., etc.
En conclusión de esta especie de prefacio: Que tanto mis hermanos como yo, por el motivo de su permanencia en la Guardia Civil, fuese por unos azarosos, interesantes e inolvidables años vividos, aun sin que ninguno de nosotros tomase nunca la decisión de seguir sus pasos, de imitarle ingresando en la Guardia Civil, nunca hemos renunciado a esta específica condición de “hijos del benemérito Cuerpo”, que es así como nos reconocemos y llamamos comúnmente los hijos de los guardias civiles.
Lo que, ciertamente, a mí al menos, me ha sido providencial recordarlo, sobre todo en determinados episodios de mi vida como conductor de automóvil, más regular que bueno obligado por las circunstancias de la vida a ser pertinaz hombre que conduce, más que experto conductor. Me explico...
Porque, curiosamente, la condición de ser “hijo de la Benemérita” me ha valido en más de una ocasión para eludir, mejor dicho librarme de alguna que otra muy posible multa de tráfico ya desde mis comienzos de conductor, con permiso de conducción de “categoría B”
(Y, curiosamente, también categoría A que es la de autorización oficial para conducir motos, aunque la realidad es que yo jamás, ni siquiera he montado, como no sea una sola vez como “paquete” en estos vehículos motorizados, y cuando así lo hice como “pasajero”, tonto de mí, muy posiblemente por no saber adaptarme a la necesaria inclinación de peraltaje cuando el conductor y yo tomamos una curva, me caí, nos caímos, estropeando así un flamante traje “de verano” recién extrenado y arañándome la epidermis de brazos y piernas, renegando allí mismo, dolorido en cuerpo y amor propio, jurando no volver jamás a subirme a una de aquellas máquinas)
Pues bien; los comienzos de condonaciones o perdones de posibles multas de tráfico, fueron allá por los años sesenta del pasado siglo en ocasión que nos encontrábamos de vacaciones en Galicia Margarita y yo con nuestros hijos Margot de unos diez años y por lo tanto Carlitos de cinco, que estábamos a la sazón disfrutando de una grata y rauda excursión por las costas más occidentales gallegas, es decir, por la parte alta de la famosa Costa de la Muerte. Todos hacinados en el flamante Seat 600 de mi gemelo Fernando, que era el que conducía, rodando por tierras muy próximas al mítico cabo, faro y pueblecito de Finisterre, que íbamos dispuestos a reconocer, después de haber degustado una abundante comida clásica marinera o de mariscos en Noya o Muros, en un determinado momento en nuestra ruta, como quiera que un carro del país con eje chillón, cargado de hierba seca nos precedía por la destrozada carretera en su lento y me parece que ya vedado discurrir por la vía pública aquella, después de seguirlo unos instantes, Fernando se decidió a adelantarlo, pese a que alli parecía estrecharse el camino, nada señalizado, por cierto.... Y lo hizo, si, pero con tan mala fortuna que, sin él apercibirlo, por detrás llegaba una pareja de la guardia civil de tráfico, no mucho tiempo antes sustituta de la por entonces por allí apenas conocida policía armada asimismo de tráfico.
Pareja que, naturalmente nos dió allí mismo el alto, situándose uno de los números delante y el otro inmediatamente detrás. Y nosotros, los mayores, preocupados, mi gemelo renegando por lo bajo y los dos niños expectantes y curiosos.
Allí permanecimos pues, a la vera de un espeso seto de zarzamoras y codesos entremezclados, que bien que siempre he evocado casi fotográficamente el escenario del episodio.
Uno de los dos motoristas, joven robusto, uniforme de verde claro, botas altas, casco, guantes y correajes negros, con ademanes corteses aunque adustos y voz un tanto seca le pidió a Fernando su permiso de conducir y la documentación del vehículo. Y Fernando con ella en la mano se apeó y se la ofreció al joven
guardia civil al tiempo que contestaba al saludo muy efusivo y con determinada pero disimulada intención se alejó unos pasos haciendo que su interlocutor lo imitase, manteniendo a continuación una corta conversación en tanto que el uno mostraba al otro las documentaciones solicitadas, aunque nosotros, sin movernos del coche no pudimos oír lo que ellos se dijeron; pero lo cierto fue que ante nuestra sorpresa, aquel joven agente de tráfico devolvió a mi hermano la documentación, le saludó militarmente y luego se alejó para subir de nuevo a su moto y tras una ligera indicación gestual a su compañero para que lo siguiese, reanudó la marcha de su cotidiana ruta de servicio de vigilancia vial. Fernando, por su parte, con la documentación en la mano y una sonrisa de oreja a oreja en el rostro, al sentarse de nuevo al volante del Seat nos tranquilizó por completo, arrancando el coche para continuar sin más accidentes de momento la ruta que nos iba a llevar a Finisterre y luego a La Coruña. ¡No fue multado, ni siquiera amonestado, por lo que pude colegir!
Y el propio Fernando, unos cuantos kilómetros alejados del lugar del percance nos explicó, ya completamente recuperado del susto, lo de que un joven vecino nuestro de la aldea era también guardia civil de tráfico, y daba la casualidad que muy amigo y asimismo compañero de cuartel en Santiago de aquel que nos detuviera. Bastó el que Fernando lo mencionara, ...por si pintaba, ¡y pintó! (como el hombre del cuento que nos relató alguna vez la abuela Concepción). Porque la infracción, allí ciertamente de menor cuantía, le fue de inmediato condonada.
En otra parecida peripecia, algún tiempo más adelante, yo, a mi vez ya tenía amistad aquí en Canarias con el hijo de un oficial, por entonces en activo todavía, teniente o capitán de la Guardia Civil que, en cierta ocasión, y conociendo mi ascendencia me confió como algunos hijos del Cuerpo pero sin permanecer a el, solían librarse de posibles multas o arrestos si con tino y discreción en el momento propicio mostraban a los agentes del orden un simple botón del verde-oliva de los uniformes de los guardias, llegándose a veces al extremo de que algunos de los referidos lo portaban ya ex profeso cosido a la camisa, justo por encima del cinto, sobre el ombligo. Y, claro, yo bien pronto me agencié uno de ellos y lo llevé por largo tiempo, o en el bolsillo superior de la chaqueta o en el de la camisa junto a la cartera en que guardaba los documentos que me acreditaban como conductor de autos de clase B.
Que yo recuerde, tan solo me atreví a hacer uso de tal estratagema una sola vez, que me salió bien pese al susto interno con que allí operé. Estando de veraneo en unos apartamentos en la bien conocida y mejor explotada por el turismo Playa del Inglés al sur de Gran Canaria, acabados por mi parte los días de vacaciones en mi lugar de trabajo en Gando, hacia tal punto de la costa este me dirigía desde el Inglés hacia allí a primeras horas de una apacible madrugada agosteña pisando a placer el acelerador del fiat 1500 que en el entonces corría que daba gloria y no era muy gastón de gasolina, no bajando la aguja del velocímetro0 de los 130 0 140 kilómetros a la hora, hasta que, allá todavía a lo lejos y casi al final de la recta del Castillo del Romeral a Juan Grande me pareció vislumbrar la luz azulada destellante que muy bien podía ser la de uno de aquellos vehículos de la Guardia Civil de Tráfico que hacían fotos y todo a los imprudentes como yo en aquella ocasión, por lo que, contrariado pero alerta, reduje drásticamente la velocidad del coche... Lo que de nada me valió puesto que, antes de entrar en El Doctoral por debajo de un viaducto de cemento, un joven número de la guardia civil de tráfico me hizo señas claras para que me arrimase al acen derecho y me detuviese. Yo, asomándome por la ventanilla, poniendo cara de circunstancias quise saber el por qué de la detención... ¡Por exceso de velocidad, claro! Quise negar la evidencia, pensando para mí si no dispondrían aquellas gentes de alguna cámara con teleobjetivo, o algo así.. Luego, temblando en mi interior de puro miedo, extraje del bolsillo la documentación que se me exigía e hice para que se viera bien el dichoso botón ligeramente abombado con las letras G y C entrelazadas, que el guardia miró y luego de unos segundos de suspense se volvió a mí otra vez con gesto interrogante. “Soy hijo del benemérito cuerpo”, me atreví a susurrar, ya arrepentido de mi audacia inicial, lo que motivó que, ahora sonriente el agente me devolviese la documentación diciendo un “Ande, ande, no sea tan inconsciente conduciendo, hombre”, y con un leve saludo o ademán de llevarse la mano derecha a la reglamentaria gorra de visera me indicó que podía proseguir la marcha.
Pasé allí tal pánico y nervios que me deshice luego del eficaz talisman, por si acaso, aunque, luego en una sola singular situación parecida hube de echarlo de menos y fue cuando, en una de nuestras temporadas en Galicia, no recuerdo ahora si todavía con el fiat 1500 o ya con el seat 124 que le siguió, que con la familia a tope viajaba desde la aldea en dirección a Pontevedra, que en la villa de La Estrada me salté, como suelo hacerlo puesto que a mi pesar soy reincidente en ello, un estop en una bocacalle que por lo visto daba a en la que estaba el cuartel de la Guardia Civil, cosa que yo no advertí hasta que algún tiempo después recibí ya en Canarias una comunicación de cierta multa, que remití a mi hermano Alberto en Pontevedra y él allí solucionó .
Por cierto que, al hilo de lo de mostrar en ciertos cruciales momentos determinados “amuletos”, insignias o signos distintivos, también aprendí en otros tiempos de regímenes políticos distintos, o sea, los del franquismo, que al viajar por la totalidad del territorio nacional, el simular, o al menos insinuar una profesión militar por ejemplo en los mostradores de aduanas me iba de perlas, a mí, que a pesar de trabajar toda mi vida laboral ¡de más de dieciséis trienios! con el Ejército del Aire siempre fui considerado como empleado civil, remedo de un cuerpo pericial de Aviación que nunca existió del todo, no me correspondía obviamente el manejar documentación militar alguna; pero, al igual que otros lo hicieron con más o menos discreción, a través de unos amigos me agencié una específica cartera-billetera y de documentos que al frente ostentaba bien visible el emblema de Aviación y el rotulo de “documentación Militar” que yo siempre que hice uso del ardid supe colocar en mostradores, mesas o repisas de ventanillas, dejando, como al desgaire que se apreciasen bien tales distintivos. Y más de una vez se me atendió con la prontitud y deferencia de entre compañeros. Naturalmente, con el cambio de régimen político en España se extinguió , para mí al menos, tal beneficio gremial y hoy en día la dichosa cartera reposa entre otros objetos obsoletos como una pequeña pistola de fogueo totalmente inservible en una de las gavetas de mi escritorio tipo “bureau”; poro eso, ya son otras historias, como decía el escritor clásico.
Y, retornando al relato de mis encuentros intempestivos y amagos de multas con la Guardia Civil de Tráfico, me sucedió otra vez que, como más arriba e indicado, allá por los años sesenta del pasado siglo se decidió en clan familiar la compra o adquisición de un ya necesario medio de transporte propio, tanto como preciso instrumento para mis pluriempleos de la época, (conatos vivenciales de un profesorado de radiofonismo, representaciones comerciales, primero con el bueno de don Fernando Bergasa Bernia y luego ya independiente, después como ejecutivo de cuentas y agente publicitario) y, desde luego para ganar el tiempo imprescindible de pluriempleado que durante muchos años fui, en mi retorno diario de Gando así como, ciertamente, para poder salir de excursiones a los distintos puntos de la isla con la familia que había ido aumentando, etc., etc. se compró un pequeño y económico fiat 500 “tipo jardinera” de refrigeración por aire el motor, de dos bujías, descapotable si fuera preciso, dos puertas laterales y una trasera para carga o descarga, que dio gran resultado durante unos dos años y fue sustituido por un ya de potente motor, fiat 1500 y que, asimismo, nos prestó múltiples servicios de desplazamientos, tanto de Escaleritas a Gando y viceversa como por la ciudad entera y el resto de la isla, unas veces con muestras de representaciones comerciales y luego en agotadoras visitas a clientes de publicidad sobre todo a los cines de toda la redonda isla, para atender funciones administrativas de un hogar juvenil y el sempiterno secretariado de una escuela de arte radiofónico y otras con la familia propia, a veces también parte de la ajena, cargado hasta los topes de alborotadora chiquillería y aún viajamos con él a recorrer casi toda la península Ibérica, Andorra, Francia, Suiza, Portugal,... hasta que, después de casi diez años de uso fue relevado por un seat 124 que disfrutamos y aprovechamos con unos veinte años de activo uso, al que en su día sucedió un Mitsubishi Colt semideportivo, de dos puertas, de segunda o tercera mano que nos prestó buenos servicios hasta ser sustituido por el asimismo Mitsubishi. Lancer gris de cuatro puertas que aún continúa sin un solo fallo en nuestro poder en la actualidad y con el que, en alguna ocasión, transportado en alguno de los modernos navíos de la Fred Olsen desde el puerto de Agaete hasta el de Santa Cruz hemos recorrido de este a oeste y de norte a sur Margarita y yo la cercana y picuda isla de Tenerife teniendo siempre como referencia obligada la referencia del alto pico del Teide. Bueno; al menos allí no nos detuvieron mis presumibles pero siempre amigos componentes de la Guardia Civil de Tráfico.
Pero, bueno; volvamos a lo de mis incidencias con la Benemérita. Regresando en cierta ocasión de Gando al final de la cotidiana jornada laboral un medio día con el mencionado fiat 500, tipo jardinera o pequeña furgoneta, portando como pasajeros a mis compañeros Dora Martín y Celestino Umpierrez, ya por la zona de La Laja, casi a la entrada de la ciudad por el sur, cometí la temeridad de adelantar a uno de aquellos, de esos mastodónticos camiones de transporte que desde hace años proliferan por las autovías llenando de impaciencia a conductores algo simplistas como yo.
Hice pues la operación del adelantamiento lo más rápidamente posible, eso sí, poniendo en funcionamiento el indicador adecuado y hasta creo que dando alguna ligera pitada al conductor que en lo alto de su puesto en la cabina supongo que me ignoró olímpicamente. Y ello, sin yo percatarme allí que estaban a punto de sucederse hasta dos terribles casualidades. La una, de que, si bien, había iniciado la maniobra de adelantamiento en la forma correcta prescrita en el Manual, es decir, en donde había trazada sobre la carretera la línea blanca discontinua, hube de rematarla ya en la ligera curva siguiente, rebasando la dichosa línea blanca allí, para mi desgracia ya continua. Siendo la otra casualidad nefasta, ¡que, justo detrás de mí venía, nada más ni nada menos, que la bendita pareja de la guardia civil de tráfico!, que, como es de suponer, unos metros más adelante se detuvo, situándose en el arcén y haciendo eficaces señales para que yo a mi vez me detuviese, lo que efectué de inmediato, maldiciendo mi suerte y con el susto en el cuerpo, pero procurando casi de inmediato el aparentar serenidad al oír los murmullos de alarma y consternación de mis compañeros de Gando y circunstanciales pasajeros.
Como es en ellos preceptivo, uno de los agentes permaneció a horcajadas sobre la moto unos metros delante de nosotros y el otro, apeándose a su vez de la máquina que previamente había aparcado con cuidado en el arcen, se dirigió a mí con el clásico y respetuoso saludo de llevarse la mano a la visera del casco... y la no menos clásica frasecita de “¡Está usted multado!”. Y a continuación en tono serio y muy profesional, lo de “A ver, su documentación y la del vehículo”.
Me bajé del pequeño fiat pintado de color verde, extraje la cartera de un bolsillo y de ella la documentación que se me solicitaba, incluso la del coche, que ha sido de siempre mi costumbre de plegarla adecuadamente y acompañarla del carné de conducir, como más arriba ya he indicado.
Con todo ello en la mano, en realidad hice algo parecido a lo que años más tarde haría mi hermano gemelo ante nosotros en una carretera comarcal de Galicia.. Procuré alejarme unos pasos con ligero retroceso de mi interlocutor que me miró con el ceño fruncido, lo que yo deseaba pues no quería que ni Dora ni Celestino pudiesen oírme.
El agente, una vez examinados los documentos solicitados me los devolvió y de inmediato comenzó a escribir algo en el bloc de notas que enarbolaba, momento en que yo, inseguro de mí, me atreví a rogarle, en tono suplicante que si por aquella vez él podía disculparme mi distracción, que bien podía suponer que no había sido mi intención el saltarme a la ligera la tajante regla del código de circulación, etc., etc., Pero como quiera que el guardia civil aquel, continuaba al parecer imperturbable con sus anotaciones, me decidí a susurrar aquello de que “¿Si no había allí un poco de consideración o disculpa para quien era un hijo de la Benemérita?, lo que motivó que, de inmediato cesase el anotar el interrogatorio y con el bolígrafo en ristre aquel guardia me mirase de hito en hito, con más atención. ¿Es eso cierto, señor? Y yo, casi a borbotones, más sosegado, le respondí que si, que mi padre ejerció años y años la profesión, siempre en Galicia, con diferentes destinos por lo que yo, con el resto de mi familia hube de residir, de niño y adolescente hube de residir en diferentes casa-cuarteles o viviendas adyacentes, etc.
Y el agente aquel, tras mirar de reojo a su compañero que parecía impacientarse unos metros más adelante, me devolvió la documentación y con una ligera sonrisa que distendió e hizo más juvenil su adusto semblante de minutos antes, me confesó que el también era hijo del cuerpo, que su padre, como suboficial todavía estaba en activo por tierras de Cáceres... Pero me multó, no por infracción de las normas de tráfico, con lo que la sanción hubiese sido mucho más elevada, ¡sino porque no le mostré el original, sino una copia
de la documentación del coche! y con un saludo y un disimulado guiño de complicidad me alargó el volante que escribiera en el que se me comunicaba que debería de abonar a Trafico cien pesetas, con el descuento del 20% si lo hacía el día siguiente en las oficinas de la Jefatura, que entonces estaba en pleno Paseo de Lugo. Lo que efectué diligente, tal como se me indicaba. No obstante, ante mis compañero en la dicha peripecia, fanfarroneé algo acerca de mis naturales dotes de persuasión.
En otra ocasión, fue bajando yo de la villa de Santa Brígida con esposa e hijos en el seat 124, antes de llegar al pago de el Monte Lentiscal, otra vez la misma torpeza mía de intentar en forma legal un adelantamiento, en línea discontinua blanca pintada en el pavimento pero terminándolo ya en la continua que anulaba la maniobra. Y, ¡vaya!, como otras veces, que detrás y sin yo advertirlo venía, en esta ocasión, solitario motorista de tráfico, que de inmediato hizo ulular la reglamentaria sirena y adelantándome me indicó imperativo con el brazo derecho que me detuviese a la derecha. Lo que, consternado, con el fondo de los murmullos infantiles de “ Papá, ¿Qué pasa?” y la clásica por frecuente reconvención bien sabida de “¡Ya te lo dije!”, ellos creo que, ciertamente tan o más asustados que yo alarmado, efectué de inmediato.
El saludo militar, la notificación a viva voz de que estaba multado, la solicitud de la documentación propia y del vehículo... En fin; todo similar a en anteriores pero reiterativas ocasiones. Yo, después de estacionar debidamente el coche, salí de él con los documentos exigidos en una mano, en tanto que con la otra me destoqué de la amplia y veraniega gorra visera con que me cubría la ya bien pronunciada calva de mi cabeza.
A pesar de mi azoramiento, al entregar los carnés me pareció advertir con cierta extrañeza como un mohín de sorpresa contenida en aquel rostro moreno, con evidentes huellas de picada de viruelas y casi disfrazado con las gafas de motorista caladas como prolongación del negro casco. Que negros eran también
a lo que se advertía parte de los ropajes y las altas botas que calzaba el individuo.
Como bien es de suponer, allí traté de disculparme de lo que bien sabía había sido irregular maniobra de adelantamiento, alegando que la había iniciado correctamente pero como me pareciera que el otro vehículo aceleraba, aceleré yo también más aún para evitar la posibilidad de verme estampado por algún otro coche que llegara de frente,... En fin, ruindad de lamentaciones que no podían ser tenidas en cuenta . y que, sin embargo si parecieron causar su efecto en el guardia civil de tráfico que, sin echarles ni un vistazo me devolvió los papeles. Luego, inclinado un tanto su alta talla para reconocer de una ojeada a los ocupantes del seat, a quienes aún saludó con la de nuevo enguantada mano y a continuación, al erguirse de nuevo, quitándose por un momento las gafas de motorista y con lo que me pareció el remedo de una medio sonrisa me dijo, con claro acento canario:
_ Es de suponer que no iba usted a arriesgar voluntariamente a su familia en tan imprudente maniobra, SEÑOR PLATERO.
Yo le miré estupefacto. Aquel agente que parecía ser canario, sin ni siquiera mirar la documentación solicitada y devuelta, me citó por mi apellido y con gesto medio risueño continuaba mirándome, añadiendo luego, para mi asombro y hasta estupefacción de mi gente:
_ Y un hijo de guardia civil no debe ni puede infligir así como así el Código de la Circulación, digo yo.
Todavía sumamente sorprendido examiné dudoso, una vez más aquel rostro de tez morena, cejas muy pronunciadas y ostensibles cicatrices de pasadas viruelas o huellas patentes de otro posible pasado mal epidérmico., enmarcado en el casco y las orejeras del mismo. Como no supiese que decir fue él el que aclaró:
_Señor Platero; nos conocemos de la Base Aérea de Gando, en donde yo estuve algún tiempo como cabo primero, en la Escuadrilla de la Policía y lo visité alguna vez en los talleres de Mantenimiento...
_¡Ah, si, ya recuerdo!...-hube de murmurar yo, todavía un tanto confuso. Y aún añadí aquello tan socorrido por mí como de “que pasaba tanta gente por allí, que ya ni me acordaba de la mayoría”, lo que siempre ha sido cierto en mi caso.
_ Yo hablé con usted en Ordenes Técnicas y bien recuerdo que usted me animó a que ingresase en la Guardia Civil como le confié que era mi proyecto una vez que allí fotocopié varios documentos y usted me dijo que era hijo de la Benemérita, palabras de ánimo que hube de recordar luego muchas veces.
Saludó en ademán militar, se caló las gafas, se calzó las negras manoplas, se subió a su potente moto y se alejó con ella raudo y marcial, continuado su ruta de vigilancia vial.
. Yo me subí al SEAT 124 pintado aún de azul marino, puse en marcha el motor y reanudé el viaje de regreso a nuestro domicilio de Escaleritas en la Ciudad Alta, recordando para mi gente que sí, efectivamente yo había hablado alguna vez años atrás en Gando con aquel hombre, pero no el consejo que según él le di y que, en definitiva acababa de salvarme de ser multado por una de mis inveteradas infracciones de tráfico.
Otra vez, en tal ocasión conduciendo un buen peugeot 205 o algo así de mi vecino, el ya difunto Sergio Betancor del Pino que fue el que me rogó lo rodase un poco pues por su triste enfermedad ósea, que fue la que le habría de llevar no mucho después al sepulcro, él no lo podía hacer.
Una primaveral mañana dominical, con mi hijo Carlos todavía niño como pasajero, después de hacer varias maniobras de embragar y desembragas, dirección, aceleración y frenado, sin mover el vehículo arranqué su motor y salí a rodar por la carretera del norte, por Tamaraceite y Tenoya en dirección a Arucas. El motor de aquel coche se portaba de maravilla y yo me solazaba, al tiempo que manejaba el volante, en el paisaje que íbamos atravesando y dejando atrás. Dejamos a un lado la desviación a Teror, pasamos el pequeño tunel de Tenoya, salvamos la pronunciada curva del Pañuelo de más de ciento ochenta grados de vertiginoso giro y cuando ya enfocamos la subida de la recta de San Francisco Javier apreté el acelerador, aumentó la velocidad y yo lancé una exclamación de satisfacción que tuvo la virtud de intrigar a Carlitos que me iba a decir algo pero fue interrumpido por la sirena de un motorista que, raudo me adelantó, se me puso delante y me indicó con el brazo extendido que me acercase al arcen y me detuviese, justo antes de cuando terminaba la rectilínea cuesta llegar al cruce de carreteras de Santidad, el Mesón Canario y Montaña Cardones.
Ante el susto de mi hijo y mi interno cabreo, detuve el peugeot, apagué su motor y descendí dispuesto a mostrar mi carné de conducir y, si se me pedía, la documentación del coche guardada en la guantera.
Y lo de siempre: “Está usted multado, enséñeme la documentación suya y la del coche, etc., etc”, que yo mostré, pero luego, advirtiendo el susto mayúsculo de mi hijo se lo hice así ver al agente, suplicándole que, al menos le dijese algo para animarlo y para que él lo contase a su madre, mi mujer, que con todo aquello de
pretender ayudar a un vecino enfermo, tanto la iba a disgustar. Que, además, el niño era nieto del Benemérito cuerpo, aunque mi interlocutor, nada dijo de momento al respecto.
Pero si pareció sopesar lo que yo le decía y al fin, al tiempo que me devolvía toda la documentación se dirigió a Carlitos y muy amable y con tono persuasivo le dijo que no se preocupase, que no pasaba nada, que no había multa ni nada y que así se lo podía contar él a su madre.
Y dándole una cariñosa palmadita en el hombro me sonrió a mí guiñando un ojo al tiempo que decía:
_ Yo también tengo un mocito como éste y una compañera que se trastorna toda si él se asusta. Para otra vez, señor, no corra usted tanto, sobre todo si vá de paseo y con un familiar al lado. Puede marcharse. ¡Ah!. Y no hace falta que pregone su raigambre con la Guardia Civil.
Bueno, pues otra vez más, cuando después de desechar por traqueteado al dichoso seat 124 pintado y repintado de distintos colores en el transcurso de unos veinte años de trote y mas bueno que malo uso lo sustituimos por algún tiempo con el Mitshubishi Colt semideportivo, de dos puertas y la trasera del portamaletas, que pese a ser nosotros dos pasajeros ya de mediana edad por aquella época, más bien la una regordeta y el otro rechoncho, grueso y panzudo, fue cómodo y servicial en los dos y pico de años que lo tuvimos y que al fin cambiamos, siéndonos bien revalorizado al adquirir el nuevo y reluciente, de la misma marca, tipo turismo, de color gris claro metalizado que al tiempo de escribir el presente comentario vivencial, todavía poseemos y nos presta excelente servicio cuando ahora, muy de cuando en cuando esa es la verdad, lo cogemos.
Pues bien, sucedió con el indicado Colt, antes de cambiarlo por el Lancel de la misma marca o casa japonesa, que, un día posiblemente festivo, después de haber saboreado a placer en uno de los restaurantes especializados de La Calzada un buen plato de conejo a la cazuela, regado con vino tinto del Monte, en la euforia de la sobremesa, al subir a nuestro coche debidamente estacionado en el aparcamiento del local, comentando el yantar, ni Margarita ni yo nos pusimos los reglamentarios cintos de seguridad en tanto que yo arrancaba el vehículo...¡Lo que fue perfectamente observado por uno de los dos números de la guardia civil de tráfico que por allí pasaba en aquellos precisos momentos! Y cuando nosotros a una, al advertirlo, intentamos enmendar el fallo ya de nada pareció servir puesto que uno de ellos se acercó parsimonioso pero al parecer firme en su intención obligatoria de multarnos.
Yo, con el cinturón tan apresurada y diligentemente colocado como era debido y animado quizás por la ingestión de carne de conejo en salsa con patatas, rico pan trigo y dos buenos vasos de vino tinto, aquella vez si que me atreví a lanzarme de primeras a por una posible remisión de la pena. Y con más descaro que pudoroso ademán de súplica le espeté lo de si no iba a haber indulto para quien vistió por mucho tiempo de cuarteles y correrías las verdigrises cinchas y se tocó con el charolado tricornio del guardia civil rural .
On un fruncimiento de cejas, el agente me miró un tanto displicente:
­_ ¡Usted ha pertenecido al cuerpo? – interrogó, con una mano extendida, como sin saber que hacer.
_ Si; por cierto tiempo, en Galicia. Cuarteles de Curtis, Oleiros, Monterroso y Mellid, - le detallé, citando los primeros lugares que se me ocurrieron, aunque en mi interior ya temeroso de mi audaz trola.
Mi interlocutor continuó examinándome dubitativo unos segundos y luego comentó al fin.
_ No me creo que me engañe, compañero. Y no diré más de eso. Pero no se me olvide nunca, tanto usted conductor como el pasajero de hacer uso reglamentario del cinturón de seguridad, por su propio bien.
Y nos dejó marchar sin ningún otro impedimento.
Y el de momento postrero episodio de similares características, de esta serie de fugaces encuentros míos con números de la Benemérita y yo nos ocurrió a Margarita y a mí, todavía no hace mucho tiempo, en ocasión de que cierto día otoñal festivo o de precepto para nosotros, y, además, alrededor del 12 de octubre, regresábamos en dirección a casa, después de haber oído misa en la monumental iglesia parroquial de Santa María de Guía. Como en veces anteriores me ha ocurrido, me equivoqué al tomar la salida de la pequeña ciudad norteña de la isla y hube de recurrir a salir por la carretera antigua para tomar la autovía una vez pasado El Albercón de la Virgen, cosa que hice, si, pero sin respetar el ceda el paso que allí había, aunque si es verdad que aminoré considerablemente la marcha y aún miré para atrás por el espejo retrovisor, a mi izquierda para cerciorarme de que por allí no circulaba ningún vehículo. Y el fallo fue fatal, porque, a la derecha , un tramo más adelante, si que estaba la pareja de la guardia civil de tráfico, uno de cuyos números levantó raudo la enguantada mano haciéndome señal para que me detuviese, operación que efectué de inmediato, pero creído de que debía de haber una confusión, como le indiqué con suficiencia a Margarita cuando ella empezó a murmurar entre dientes alguna reconvención.
A continuación, lo de siempre: Saludo y apercibimiento de sanción
Y yo, como siempre, pero en esta ocasión convencido de haber obrado correctamente..
_ Perdón, pero... Como bien habrá observado usted, me cercioré de que no venía vehículo alguno en mi dirección y aún reduje considerablemente la marcha...
_ Pero tenía que detener su vehículo del todo, señor. – ya en una mano el bloc de notas y el bolígrafo aprestado para escribir, me cortó aquel agente, de semblante serio, cetrino, me pareció que con aire de ser canario.
Por lo que hube de reconocer mi error. Y, claro, intentar “salvar los palos del sombrajo” como fuese; por si pintaba, como en anteriores ocasiones similares me había sucedido.
A su pertinente solicitud, extraje del bolsillo la documentación personal y del vehículo y se la mostré, con lo que él comenzó a anotar datos en el bloc. Y yo, confiando una vez más en la buena suerte que siempre he tenido en citando lo del Benemérito Cuerpo, “me lancé a la piscina”.
_ Perdone, pero, ¿No puede haber un poco de clemencia para este pobre conductor que es hijo de la Benemérita?...
Lo de otras veces en ocasión idéntica. El hombre cesó en lo de escribir, levantó la mirada para fijarla en mí, y, siempre serio, pero con una especie de chispa de curiosidad en los ojos, permaneció unos segundos como suspenso; o mas bien, sopesando lo que yo acababa de decirle. Lo que aproveché para remachar, machacón:
-Además, al fin y al cabo si que me detuve, como esta usted comprobando.
Si, si, pero después que yo se lo indiqué. –medio se rió ya el guardia, que me devolvió las documentaciones
Como estamos muy próximos a la festividad del Pilar, en su nombre le disculpo y perdono la infracción, que espero que no vuelva a repetirse, por su propio bien.
Y se alejó en dirección a su pareja que le aguardaba un poco más adelante.
Cuando pasamos a su vera, ya en la autovía, los saludé con un ligero toque de bocina y, para mí, repetí feliz la ultima estrofa del Himno de la Guardia Civil, que dice:
Gloria a ti; / Por tu honor quiero vivir.
Viva España, Viva el Rey,
Viva el Orden y la Ley,
¡Viva honrada la Guardia Civil!

Y la última, al menos de momento aunque una de las primeras cronológicamente hablando y no la protagonizase la Guardia Civil, fue aquella en que en verdad, quien me libró de una multa hubo de ser, ¡La mismísima Virgen Nuestra Señora del Pino!Recién adquirido el inicial vehículo de la familia, un pequeño y muy utilitario Fiat 500 “tipo jardinera”, y siguiendo la sana y entonces todavía vigente costumbre isleña de presentar a la venerada Virgen del Pino y poner bajo su celestial amparo y protección familiares, comúnmente matrimonios recien casados e hijos y aún animales y cosas como flamantes vehículos y así, nos desplazamos a Teror varios familiares con nuestro hijos Margot y Carlos, el benjamín de varios meses.En la recolecta villa mariana, era por la década de los años sesenta del pasado siglo, apenas había circulación rodada, por lo que yo, advirtiendo libre de vehículos la calle adyacente, más cercana al templo basílica, por ella me introduje y aparqué con toda comodidad, pero...Ya se habían apeado mis pasajeros y yo me disponía á cerrar el vehículo, apareció por allí como casi siempre sucede, de improviso un guardia municipal grande como la torre de un castillo, de rostro cetrino, que me advirtió expeditivo:- Aquí no se puede aparcar, caballero.- ¿Cómo que no, si hay espacio de sobra?- quise hacerme yo un poco el gallito.- Porque no . dijo la autoridad, resolutiva, señalando con una mano como manopla hacia la entrada de la callejuela. Usted no respetó el disco de dirección prohibida que hay ahí y que bien grande que es como para no verlo. Está usted multado, señor.Y extrajo el bloc de las multas y lápiz o bolígrafo de uno de los bolsillos de su guerrera o sahariana del uniforme.Allí se me cayó el alma a los pies, sin acertar a decir nada de momento.Pero entonces, como una chispa surgida de no sé donde, brotó en mi mente la audaz idea que podía ser salvadora de la delicada situación presente.Me apee, cerré la puerta del vehículo con fuerza y observando con el rabillo del ojo a mi gente que se iba retirando poco a poco y... ¡Decidido, me “lancé a la piscina”, vamos!Procurando darle al tono de mi voz el imborrable aunque adormecido acento gallego y desde luego de “peninsular”, solté mi perorata, sin mirar a nadie en particular.- ¡Vaya hombre! ... De modo que vengo por primera vez a ver a la celebrada Virgen del Pino de la que todos aquí me dicen que es muy bondadosa y milagrera y , mira por donde, mismo al lado de su santuario me ponen justo una multa de tráfico por mi inadvertencia. ¡Pues sí! Bonito recuerdo voy a tener yo y contarlo a los demás de la canaria Virgen del Pino. En fín; múlteme usted, señor guardia. ¡Que le vamos a hacer!- Y, resolutivo, me dispuse abrir de nuevo la puerta del coche para recoger la precisa documentación, que supuse se me iba a solicitar.Aquel gigantón guardia municipal terorense que me estuvo escuchando en silencio, se rascó por un instante con el lápiz o bolígrafo que ya empuñaba una de sus espesas cejas, pareció fugazmente indeciso y luego me puso una de aquellas sus poderosas manos sobre el hombro, se guardó de nuevo, bloc y utensilio de escribir en el bolsillo del uniforme y con voz grave, el buen hombre sentenció:- No, señor. Si Nuestra Señora la Virgen del Pino hace muchos milagros, este puede ser uno de ellos. Cierre usted el coche, vaya con su familia a rezarle a la Virgen, que Vd. no va a ser multado. ¡Se lo digo yo, si señor! Y no lo fui.
Carlos Platero, octubre de 2008

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