19 de diciembre de 2008

LA BATALLA DE ACENTEJO

Por Carlos Platero Fernández

Hace ahora veinticinco años, poco más o menos compuse el texto que sigue, que formaba un capítulo de "La Historia de Canarias en Episodios", que por aquel entonces se publicó; libro escrito por mí, impregnado de la visión romántica de la historia de un pueblo que iba conociendo, tanto a través de sus gentes como de la lectura y de caminar por sus tierras tanto cuanto pude. Impresiones que quise contar a los demás con charlas, artículos en la prensa y libros como el que acabo de mencionar.

Porque, concretamente el tema del episodio de la batalla de Acentejo entremezcla­do con los supuestos amoríos de la princesa Dácil y el capitán Castillo, al igual que a muchas otras personas, me atrajeron de siempre, me sedujeron y entusiasmaron.

De hecho, en el libro citado dediqué otro capítulo completo a novelar el romance de la gentil guanche con el bizarro castellano.

Yo entonces, ya conocía las obras del padre Espinosa y de Antonio de Viana que, por orden histórico cronológico fueron los que contaron a su manera el episodio de la Matanza de Acentejo, reflejado luego en las noticias históricas de Leonardo Torriani, Abreu Galindo, Núñez de la Peña, Marín y Cubas, etc. hasta llegar al gran polígrafo de las letras isleñas Viera y Clavijo, que lo adornó y embelleció a placer.

Aunque, ninguno de ellos, a mi parecer, rayó a la altura del poeta tinerfeño Antonio de Viana que, a los 24 años de edad, es decir, alrededor del año de 1602 compuso su celebérrimo poema "Antigüedades de las Islas Afortunadas de la Gran Canaria. Conquis­ta de Tenerife y aparescimiento de la ymagen de Cande­laria". Obra poética de la que, por cierto hizo un concienzudo estudio crítico hace ahora algo más de dos décadas Alejandro Cioranescu.

Y es en el "Canto octavo" de esta "opera prima" en donde se hace el relato, la descripción romántica del episodio de Acentejo y del entorno en que se desa­rrolla; que luego copiaron, de forma más o menos fantasiosa o realista cronis­tas, historiado­res, escritores en general.

Por cierto que el vocablo "acentejo" o "centejo", significaba en la lengua aborigen, según los filólogos, "agua, vertiente", con referencia al barranco allí formado y topónimo que se ha venido escribiendo con las variantes, entre otras, de Acantejo, Asentejo, Centego, Centeio, Centejo, Centexo, Sentejo, Sentexo y Zentejo.

Y es también por lo que yo, recogiendo un poco de todos, escribí lo que al principio enunciaba, que sitúa el episodio en el tiempo y el espacio y decía así:

"La indómita Achinech, la patria de los guanches valientes y nobles, rebeldes a toda idea de sumisión, está en peligro.

Son los años finales del siglo XV, el de las conquistas y descubrimientos que van a cambiar el destino de pueblos ancestrales y da paso a la Edad Moderna de la llamada civilización occidental.

Los navíos portugueses y castellanos son dueños de los mares. Los mercade­res del Mediterráneo comercian en varios continentes y los ingleses y los franceses, además de sostener entre sí luchas agotado­ras, cimientan sus futuros imperios.

A raíz del descubrimiento del Nuevo mundo, naves de todas las naciones importantes tocan en el archipiélago canario, avanzada en el Atlántico de la preponderante Castilla.

Y una sola isla de este archipiélago se resiste año tras año, tanto a las incursiones de piratas que en rapaces razzías se llevan ganados y esclavos, como a ejércitos bien equipados que llegan a sus costas con afán de conquista y dominio.

Tenerife, la del mítico, majestuoso Echeyde, es irreductible.

El General Alonso Fernández de Lugo, a las órdenes de los Reyes de Castilla, lo está comprobando desde que un en un día del mes de mayo del año 1494 desembarcó esperanzado, bien pertrechado de víveres y tropas en las playas de Añaza, del término de Anaga. Durante este mes de mayo, los avances castella­nos en la conquista de Tenerife se limitan a la captura de algunas manadas de ganado y a robar abundante forraje. Fernández de Lugo ha conseguido la alianza del mencey de Güimar, bautizado cristiano con el nombre de Juan de Candelaria.

Por fin se decide el general a mover el ejército a sus órdenes, avanzándolo hasta las vegas de Aguere, sin ser inquietada tan numerosa hueste por los guanches. Viera y Clavijo describe así tan encantadores parajes:

"La Laguna, en aquellos tiempos, en que no se le había dado todavía desagüe y en que los aluviones y avenidas de los cerros circunvecinos no habían elevado su lecho, era un hermoso lago, cubierto por muchas partes de un espeso bosque, entre cuya variedad de árboles sobresalían las mocaneras y los madroños y a cuya fres­cura acudían diferentes bandas de aves africanas y del país."

Puesto al frente de las tropas invasoras, Lugo decide ir a atacar al poderoso Bencomo en sus territorios de Taoro. Piensa el castellano que en venciendo al caudillo guanche, las otras tribus serán más fácilmente domina­das.

La columna armada atraviesa las tierras del menceyato de Taco­ron­te. Por Los Rodeos, al divisar a algunos isleños que huyen presurosos, Fernández de Lugo teme momentáneamente algún posible ataque a sus costados pero la marcha no se interrumpe y los guan­ches no aparecen, confiándose así los soldados.

Los guanches están prevenidos. Sus espías han comunicado con tiempo los movimientos del invasor; pero permanecen quietos, camu­fla­dos en el boscoso terreno, esperando las oportunas órdenes de Bencomo.

Bencomo, tan buen estratega como valiente y corajudo adalid, al tener noticias del decidido avance castellano prepara adecuadamente a sus numero­sas huestes.

Los guerreros de Anaga y Tegueste quedan en Los Rodeos, procu­rando no hacer notar su presencia.

El famoso Tinguaro, hermano de Bencomo, héroe entre los héroes guanches, aquél que según el poema hubo amores célebres con la bella Guaxara, marcha raudo por los altos montes, seguido de tres­cientos hombres para apostarse sobre el barranco de Acentejo, paso obligado a quienes deseen llegar al incomparable valle de Arautúpa­la, en el término de Taoro.

El escenario para la gran batalla que se perfila está dispues­to. Los actores colocados. Unos, en el centro de la escena, avan­zando confiados, capturando tranquilamente rebaños de ganado aban­donado precisamente como cebo; otros, encaramados en las rocas, en los árboles frondosos, o agrupados, numerosos, en el valle.

Y la acción, cruda, sangrienta da comienzo.

Alonso Fernández de Lugo para mientes en el profundo silencio que reina, tanto en el barranco como a la entrada del hermoso valle, al fondo del cual, el pico Teide milenario alza su imponente belleza. Y, como buen soldado, teme traiciones. Da pronta orden de tornar al campamento de La Laguna, satisfecho del botín de ganado que sus hombres arrean; y de haber explorado sin tropiezos las zonas del Oeste de la isla.

De repente, cuando los castellanos en descuidado tropel avanzan por el barranco de Acentejo, aparecen el gran Tinguaro y sus gue­rreros emboscados en aquel intrincado terreno rodeado de precipi­cios, cubierto de arboleda y erizado de peñascos fragosos, saltando aullantes, agresivos y feroces cual perros rabiosos.

Los primeros momentos son de una confusión indescriptible para las confia­das tropas invasoras. Nadie parece saber reaccionar contra aquella avalancha humana que cae de las rocas y de los árboles sobre ellos. El ganado se despa­rrama sin que haya quien cuide de encarrilar­lo.

Después del inicial desconcierto en que son heridos o muertos numerosos castellanos, solo se piensa en la huída. Y todos a una luchan, no en defensa de los ideales que en conjunto persiguen sino para salvar individualmente sus vidas, perdido por completo con el terror del repentino ataque el sentimiento de la dignidad.

Alonso Fernández de Lugo, empinándose sobre los estribos de su caballo, la espada alzada, trata de contener la estampida humana:

- ¡Ea, amigos míos! ... ¡Aquí del valor castellano! ... ¡Ninguno desfallezca ni tema hacer cara a este corto número de infieles desarmados que nacieron para servirnos! ... Defendámonos con el favor de Dios y adquiriremos una victoria digna de nuestro nombre.

Hay reacción al fin entre algunos de los invasores de la isla tinerfeña. El capitán Diego Núñez, hombre de gran valor, pero muy presuntuoso y pagado de sí mismo, responde a voces:

- ¡Voto a Dios! ... Que sin necesidad de su auxilio, pienso salir vencedor de tan vil canalla.

Esta blasfemia, se encarga pronto de castigarla el propio Tinguaro quien, después de atravesar el cuerpo del impío capitán con un dardo de tea, lo derriba de su caballo y le hunde la cabeza con una maza, partiéndole la lengua entre los dientes, que dice fray Espinosa al comentarlo.

Sigue contando Viera y Clavijo en ocasión de tan terrible batalla:

Aunque fue más famoso el dicho que se le atribuye al valiente Pedro Manini­dra, canario sumamente estimado de los españoles por sus proezas. Consideran­do este isleño el grave conflicto en que se hallaban nuestras tropas, empezó a estremecerse y a dar diente con diente, como sucede en el rigor de una tercia­na. El general Lugo, que lo observó y conocía su intrepidez, le dijo:

- ¿Que es esto, Maninidra? ... ¿Tiemblas de miedo? ... ¿Es ahora tiempo de acobar­darse? ...

Y el canario le respondió:

- Este, señor, no es miedo, ni jamás he dado entrada en mi pecho a semejante pasión. Tiemblan las carnes atendiendo al peligro en que el corazón las va a poner.

La carnicería que los guanches hacen en las tropas castellanas es espanto­sa. Aún no repuestos de la sorpresa producida por el repentino ataque, no pueden los invasores hacer más que formar círculos aislados de defensa.

Los dardos de tea, los banodes y las piedras se abaten mortífe­ros en el barranco que acaba de servir de trampa y cuyo topónimo aún es hoy en día La Matanza de Acentejo.

La sangre se confunde abundante con las rocas volcánicas y la tierra rojiza pronto se empapa. Aún, ... El general Lugo, viéndose acosado de los isleños, que lo distinguían de los demás por un vestido rojo que llevaba, tuvo la adverten­cia de cambiarle con el de Pedro Mayor, y este buen soldado la gloria de morir en lugar de su jefe, a manos de diez guanches, no sin haber hecho sentir su muerte a cuatro de ellos que dejó malheridos en el campo, escribió Núñez de La Peña.

Ya van transcurridas más de dos horas de batalla cuando acude Bencomo, con tres mil hombres de retén, a concluir la obra de aniquilamiento total del invasor. Y así, continua implacable la mortandad entre los castellanos al ser engrosadas las filas guan­ches.

... El general Lugo corre arrebatado de ira tras Bencomo, que andaba con una espada en la mano; hiérele en el pecho; pero Sigoñe, capitán valiente y denoda­do, viendo maltratado a su príncipe, arroja a nuestro general una piedra con tanta fuerza que, aunque solo le alcanzó al soslayo parte de una mejilla, le hizo saltar algunos dientes. Todavía no había vuelto Alonso de Lugo del desmayo que le ocasionó este dolor, cuando se halló rodeado de cincuenta guanches y vio muerto a su caballo debajo de sí, sin tener a su lado otro defensor que su sobrino Pedro Benítez, llamado "El Tuer­to".

Entonces fue cuando, habiendo invocado al Arcángel San Miguel, según Viana, o a la Virgen de Candelaria, que se le apareció en el aire, según el padre Gándara, se oscureció repentinamente la atmós­fera con un nublado tempestuoso y se empezaron a sobrecoger los isleños de no sé que terror pánico improviso. La verdad es que los pocos cristianos que se salvaron de esta batalla no consiguieron retirarse sino por una especie de prodigio. Treinta güimareses auxiliares socorrieron al general y le sacaron del choque sobre un caballo. Lope Hernández de la Guerra, que estaba maltratado con dos heridas y muchas contusiones, fue llevado por sus tres sobrinos atravesado sobre otro. Final­mente, cuantos fugitivos escaparon de la derrota partieron por los montes de La Esperanza y salieron al campo de La Laguna, de donde bajaron a curarse de sus heridas al cuartel de Santa Cruz. Es constante que, si se hubiesen retirado por el camino de Los Rodeos, hubieran caído sin remedio en manos de los guanches de Tacoronte, que los esperaban el paso.

"Otra partida de treinta españoles que en Acentejo habían tenido modo de retirarse por el barranco abajo, aunque perseguidos de un cuerpo de quinien­tos isleños, se alojaron en cierta cueva que divisaron en lo alto de una colina, donde se atrincheraron y defen­die­ron con vigor. La noche suspendió los ataques en que los guan­ches se empeñaban, bien que continuaron el bloqueo, esperando volver a la carga con el día, lo que hubieran ejecutado sin darles cuartel, a no haberse compadecido Bencomo de su triste suerte. La generosidad alternaba en aquellos bárbaros con la fiereza. El mencey les despachó a Sigoñe con orden de que les prometiese en su nombre la libertad y la vida, si abando­nando el puesto, entregaban inmediatamente las armas. No pudieron oír los españoles sin enter­necerse, tan benigna proposición, y, fiándose de la real palabra se rindieron gustosos. Cuando comparecieron en presencia de Bencomo, fueron recibidos con indecible afabilidad. Este príncipe mandó se les pusiera bien de comer y los restituyó a nuestro general, escol­tados de cien guanches taorinos, al mando del capitán Sigoñe."

Un grupo de castellanos y canarios consigue llegar en su fati­gosa huída a la costa occidental y tras muchas penalidades, ponerse a salvo nadando, en una roca que semeja minúsculo islote en el mar. Los acosadores guanches, por más que lo intentan, después de aho­garse unos cuantos, no logran aprisionar a los náufragos.

Y un navío, advertidos de su crítica situación los acampados en Santa Cruz, puede, costeando en la noche, tras muchas horas de hambre, frío y sed, por fin salvarlos.

Viana asegura que ... “en medio del mayor calor de la anteceden­te refriega se apostaron unos seis ballesteros españoles sobre cierto peñasco, desde donde incomodaban notablemente a los isleños, y que no creyeron éstos poder desalo­jarlos de otro modo que tras­tornando el risco, excavaron tanto sus fundamen­tos, que consiguie­ron derribarle”.

Y aún añadiremos un hecho que descrito también por Viera y Clavijo, nos pinta la bravura indomable de aquellos guanches que sin apenas otras armas que piedras y palos y su valor, vencieron a quienes querían dominar­los. Y también se añade así a las proporciones enormes del desastre de Acentejo:

"Gonzalo Fernández de Saavedra, que por este mismo tiempo andaba con dos carabelas portuguesas asaltando las islas para adquirir honra, era tan fantástico y valeroso que se dice "jamás quitó gorra a castellano". Así, no queriendo pasar a Tenerife bajo las órdenes de Don Alonso de Lugo, entró con su gente por otra parte de la isla, poco después de la batalla de Acentejo y atacó furiosamente a los guanches. Los antiguos aseguraban que tenía rozados con su espada tres almudes de sembradura en el sitio donde le hallaron muerto y a su lado dos isleños, que había ahogado por la garganta, después de estar caído y atravesado con gran número de dardos de tea. En torno a su cadáver se encontraron también otros diecisiete hombres, muertos por su mano y un poco más distante a Baca, su escudero, con algunos portugueses algarabios." El balance de la derrota sufrida por los castellanos en Acente­jo arroja cifras de más de 500 peninsulares y unos 300 nativos de Canarias. Fue tal vez el mayor desastre sufrido por Castilla en la conquista de las islas.

Las tropas de Lugo tardaron bastante en rehacerse y hubieron de recibirse nuevas aportaciones de quienes financiaban la operación, para que ésta pudiese continuar hasta la victoria final.

El mencey Añateve de Güimar, haciendo honor al pacto y alianza establecidos, socorrió con ganado, cebada, gofio y leche a las abatidas huestes refugiadas en Santa Cruz.

El mencey de Anaga, que el año anterior prometiera mantenerse neutral, instigado por Bencomo, atacó a las fortificaciones caste­lla­nas, pero la tropa allí acogida, a pesar de los descalabros sufridos en Acentejo supo rechazar con vigor aquel postrer ataque guanche, lográndose dar muerte al mismo mencey ... Y como los guanches se vieron sin su jefe, trataron de levantar el sitio y de retirarse con gran celeridad.

Después de celebrar un consejo de capitanes en el cual se deliberó sobre la situación tan precaria por que atravesaba la aventura de la conquista, el parecer de Lugo tuvo mayoría.

Abandonar Tenerife, reintegrarse a Gran Canaria y, una vez recabados los auxilios y reposiciones necesarios, insistir con un desembarco en gran escala.

"Y el 8 de junio de 1494 entraban las naves, cargadas de tropas heridas y derrotadas, en el puerto de Las Isletas".

Lo que acabo de transcribir lo compuse, como antes indiqué, al principio de la década de los años setenta. Pero ya previamente había yo leído unos exce­lentes trabajos de la escritora tinerfeña María Rosa Alonso; el uno como prólogo y notas de una muy intere­sante "Comedia de Nuestra Señora de La Candelaria," edición de 1944 y el otro "El Poema de Viana", en los cuales la docta investigadora hacía acabada crítica de ambas obras y citaba reiteradamente a la comedia de Lope de Vega titulada "Los Guanches de Tenerife o La Conquista de Cana­rias".

Me interesó el tema y pronto leí los jui­cios que de tal obrita asimismo había hecho, entre otros, el polí­grafo Marcelino Menéndez Pelayo en su "Antología de poetas líricos castellanos". Y, naturalmen­te, procuré leerla.

Dijo al respecto la citada María Rosa Alonso que la comedia que Lope de Vega imprimió en la parte décima de sus obras es del año 1618 y fue, naturalmente, inspirada en el poema del bachiller Antonio de Viana "Antigüedades de las Islas Afortunadas" que se publicara en el año de 1605 en Sevilla, en donde, posible­men­te ambos vates se conocieron, siendo Lope por entonces unos diez y seis años mayor que el tinerfeño; aunque se supone que aquél no debió de leer en su totalidad, al menos entonces, el largo poema sino algunos de sus cantos, que él utilizó como, por ejemplo, el Canto octavo, que es en donde se menciona a Acentejo, a la Matanza de Acentejo. Dijo María Rosa Alonso que los personajes que inter­vienen en la obra de Lope están, unos, tomados de Viana, con idén­ticos nombres y otros, alterados al gusto de Lope: Alonso de Lugo, Lope Fernández, Trujillo, Castillo, Bencomo, Dacil (su hija), Tinguaro, conservan los nombres; pero Sigoñe, el capitán guanche de Viana, Sileno, etc., son nombres cambiados muy a propósito para su función según la época de Lope.

En el primer acto Lope sigue exactamente a Viana: Don Alonso quiere con­quistar Tenerife. Dacil pinta a su padre Bencomo las bellezas de La Laguna y pide permiso para bañarse en ella. El agorero anuncia la venida de los españo­les en "aquellos negros pájaros de España". Encuentro de Dacil y el capitán Castillo, aunque desprovisto de la emoción poética que le imprime Viana y Castillo parece aquí mas bien un fanfarrón de comedia y Dacil una salvaje que repite las frases como un papagayo. Castillo, añade la escritora, que debía ser el galán, el personaje heroico, serio, enamorado, quiebra la concepción de lo que el mismo Lope entendía por teatro al ser la figura del protagonista una mezcla de figura de donaire, contra lo preceptuado. En definitiva que Lope de Vega hace un contraste muy de la época, entre el salvaje y el civiliza­do. Y que en el segundo acto inventa un artificio que atribuye al complejo salvaje de los indígenas, que toman el alma por un objeto concreto desconocido.

Lope, en estos casos que enfrenta el salvaje con el civilizado, tenía el propósito de ahondar las diferencias, conforme al credo de su época. Tinguaro, hermano del rey isleño, quita la espada al español Trujillo, recurso que toma de Viana, aunque no con exacti­tud. Ganan los indígenas la batalla que corresponde en Viana a la Matanza de Acentejo. Recobra Trujillo la espada y vánse los españo­les a Gran Canaria.

El propósito que sin duda animó a Lope de Vega no fue otro que el de hacer una de las tantas obras de circunstancia y aprovechar un argumento para hacer una obra más, que apenas cuida y que poco debió interesarle, a juzgar por la prisa que tiene en plantear y acabar unos actos tan flojos y precipitados. La conquista de Teneri­fe era un hecho español y el "monstruo" tenía que regis­trarlo en su haber poético, termina su juicio al respecto la escritora.

Pues bien; pasados unos años, supe por la prensa isleña que en el Teatro Guimerá de Santa Cruz de Tenerife, el 15 de diciembre de 1962 y por la compañía Lope de Vega, bajo la dirección de José Tamayo se estrenaba "Los Guanches de Tenerife", comedia en tres actos, divididos en doce cuadros, de Lope de Vega, en versión libre del escritor grancanario Claudio de La Torre, a cuya función, por mor de diversas circunstancias y la distancia, no pude asistir. Pero cuyo texto fue publicado por Ediciones Alfil en 1963, en un pequeño librito, que yo adquirí en cuanto tuve oportunidad. Que ha sido él el motivo central de todo este comentario. Y en donde el numen extraordinario del Fénix de las Letras Castellanas, en ver­sión muy ajustada del indicado Claudio de La Torre, en el Cuadro Cuarto del Acto Segundo, relata así el episodio, origen de la actual villa de La Matanza de Acentejo y su término municipal:



CUADRO CUARTO



Don Alonso de Lugo delibera con sus capitanes.



VALCAZAR. El bárbaro señor, amedrentado

estará por sus riscos escondido

pues apenas se ve ningún soldado.

DON LOPE. El no habernos la entrada defendido

muestra que su temor, que desconfía

le hará sin vacilar pedir partido.

C. TRUJILLO Cuando por riscos ásperos venía

con Valcázar ayer, reconociendo

que gente el rey, que ejército tenía,

oímos de armas belicoso estruendo,

como de gente a la defensa puesta

que así el ataque iba previniendo.

Esto pensamos: que a salir se apresta

o, por lo menos, resistir el paso.

C. CASTILLO. Sería ese rumor de baile o fiesta,

o invocar sus ídolos acaso.

DON ALONSO. Estos no tienen ídolos, Castillo,

y son sus fiestas en el campo raso.

C. TRUJILLO. Y de que tal penséis me maravillo

que muy poco sé yo lo que es el miedo.

C. CASTILLO. ¿Quien os lo niega, capitán Trujillo?

C. TRUJILLO. Mayor prudencia aconsejaros puedo.

DON ALONSO. No haya nueva discordia, es lo que quiero.

Cada cual a sus Reyes ha servido

y que los sirva en adelante espero.

Trujillo dice bien, que haber venido

sin resistencia a parte tan estrecha,

no sin sospecha de peligro ha sido;

y Castillo también, pues no sospecha

que hay peligro mayor. No nos cansemos

en lo que al Rey no sirve ni aprovecha.

Para la santa causa que emprendemos

todo recelo llevaré conmigo.

Ya que tan dentro de la tierra vamos

que a combatir no sale el enemigo.

VALCAZAR ¡Un bárbaro del monte al llano baja!

Seguirle en su carrera no consigo.

DON LOPE. ¡Para llegar aquí, la senda ataja!

¡Dios querrá que se rindan a partido!

DON ALONSO. ¡Hola! No suene más trompeta o caja.

C. CASTILLO. El llega valeroso y atrevido.



(Aparece SILEY)



SILEY. Oidme bien, españoles,

vosotros que las Canarias

ganasteis a vuestros Reyes,

trayendo por la mar casas

cargadas de hechicerías,

de rayos, truenos y espadas;

vosotros, que a tenerife

venís con tanta arrogancia,

como si los guanches fueran

hijos de vuestras esclavas;

vosotros, que por dos veces

habéis vuelto las espaldas

y vuestros pájaros negros

tendido en el mar las alas;

Bencomo, Rey de esta isla,

y Rey sin oro y sin plata,

sin aparato y grandeza,

sin palacios y sin guardas;

hombre que, como nosotros

por estas laderas guarda

cabras monteses y ovejas

silvestres, toros y vacas,

dice que, ya que venís

a conquistar desde España

un campo lleno de piedras,

un monte cercado de agua,

luchéis como caballeros

y peleéis con las armas

a lo que nobleza obliga,

ya que blasonáis de tanta.

Porque valerse de enredos,

de invenciones y mañas,

desdice de aquel valor

que os dio tan honrada patria,

pues de algunos nos dijeron

que nuestras montañas andan,

a escondidas de los hombres,

dando a mujeres almas.

¿No os bastan las invenciones

de relámpagos y espadas

para que hechicéis los pechos

metiendo en los pechos almas?

A esto, pues, mi Rey me envía;

a deciros que os aguarda

en la falda de aquel monte

para daros la batalla;

que no ha querido impediros

de Tenerife la entrada

para poder, con holgura

desnudaros en su casa.

C. CASTILLO. ¡Así Dios te dé victoria,

déjame, por Dios, que yo haga

lo que merece, en respuesta,

ese guanche y esa infamia!

DON ALONSO. No, Castillo, no es razón.

Débese a las embajadas

el guardar su privilegio.

C. TRUJILLO. ¿Que embajada o calabaza?

Diérale yo un torniscón,

así, la mano cerrada

con que le hiciera tortilla

las narices en su cara,

y fuera a quejarse luego

de que Trujillo no guarda

al embajador las leyes.

DON ALONSO. ¡Guanche...!

SILEY ¡Español...!

DON ALONSO Oye.

SILEY Habla.

DON ALONSO. Dile a Bencomo, tu Rey,

de quien no son tus palabras,

que yo no vengo a sus islas

ni por oro, ni por plata.

Vengo a obedecer no más

lo que mis reyes me mandan,

que convertiros desean

a la ley de Cristo santa.

A Fernando y a Isabel,

que así mis Reyes se llaman,

no obliga humano interés,

obliga piedad cristiana,

puesto que no han menester

tierra, sobrándoles tanta

en Castilla y Aragón,

y sin contar la de Italia.

A obedecerle venimos,

sin enredos ni marañas.

Estas armas que traemos,

en todo el mundo son armas;

que dar almas a mujeres

son amorosas palabras

que los bárbaros no entienden.

SILEY ¡Basta, español, eso basta!

Eso le diré a mi Rey,

que donde digo os aguarda.



(Vase SILEY)



C. CASTILLO. ¿Que aguardáis?

DON ALONSO. ¡Ea, señores,

ya la ocasión es llegada!

Hoy es día de mostrar

el valor que os acompaña.

C. TRUJILLO. ¡Acomete, que son pocos!

C. CASTILLO. ¡Y son tan pocos, que faltan

para Castillo otros tantos!

DON ALONSO. ¡San Miguel, y cierra España!



(Salen todos. Oscuro.)



CUADRO QUINTO



(Danza guerrera del combate entre guanches y españo­les. Los españo­les acaban retirándose acosados por los isleños. Cesa la música. Quedan como fondo de la escena con intermitencias, algún cañonazo lejano y las descargas de los arcabuces. Entran DON ALONSO DE LUGO Y LOPE FERNÁNDEZ.)



DON LOPE. ¡Retírate, señor!

DON ALONSO ¿Y está bien hecho

que yo no muera aquí, lugar famoso,

viendo todo mi ejército deshecho?

DON LOPE. Sería, señor, un caso lastimoso.

Si de este monte por lo más estrecho

el rey Bencomo puso, belicoso,

más de siete mil hombres en celada,

¿que harían el brío y la española espada?

Mil soldados no más, aunque gallardos,

a esos miles de guanches se opusieron.

Con tantas flechas y tostados dardos,

ni con fuegos ni aceros los vencieron.

DON ALONSO. Lope, en la resistencia fueron tardos

por nuestro mal.

DON LOPE. ¡Y que animosos cortan

con las mismas espadas que trajimos

las vidas que tan caras les vendimos!



(Entra VALCAZAR)



VALCAZAR ¡Oh, valeroso general! ¿Que haremos,

si apenas de mil hombres hay cincuenta?

Mira que al no salvarte nos perdemos,

pues que tu muerte su victoria aumenta.

Permite que en las naves embarquemos.

Vuelva siquiera un hombre que dé cuenta

de esta desdicha a nuestra madre España.

DON ALONSO. ¡Y no sería morir más justa hazaña?

DON LOPE ¿Que ganas en morir, si con la vida

puedes aún recobrar lo que has pedido?



(Entra el CAPITÁN TRUJILLO)



C. TRUJILLO. Cobré mi espada, aunque con tanta herida,

que vengo poco menos que vencido.

DON ALONSO. ¡Trujillo!

C. TRUJILLO. ¡Don Alonso!

DON ALONSO La perdida

batalla, no el honor, que no lo ha sido,

pues que de mil soldados no hay cincuenta,

nos obliga a morir.

C. TRUJILLO. ¡Fuera eso afrenta!

Yo soy de parecer que a la ribera

del mar retires esta poca gente

que se libró de la batalla fiera,

escondida en la cueva de esa roca.

DON LOPE. Y yo, que aunque esta vez fue la tercera,

puesto que nueva sangre nos provoca

vengamos otra vez a Tenerife

DON ALONSO. ¿Con que? ¿Sin un soldado ni un esquife?

DON LOPE. Volved a Gran Canaria, que mi hacienda,

mis ingenios de azúcar y otras cosas,

haré que en plaza pública se venda.

Y armaremos dos naves valerosas,

y valerosa gente que así emprenda

En Tenerife hazañas generosas.

DON ALFONSO. ¿Valdrá la hacienda...?

DON LOPE. Nueve mil ducados,

que bastan para naves y soldados.

DON ALONSO. Solo el volver a Tenerife anhelo.

¡Amigos, reunamos nuestra gente,

que no hay que obrar precipitado y ciego!

C. TRUJILLO. ¡Vamos al mar!

VALCAZAR. ¡Hacia la mar!

DON ALONSO. ¡Detente!

DON LOPE. ¿Que quieres?

DON ALONSO. ¿Y Castillo?

DON LOPE. No hay sosiego

con su temeridad. Indiferente

a los dardos y flechas, muerte halló.

DON ALONSO. ¡Dios recoja la vida que le dio!



(Salen. Se oye la música de "El canario". Entran BENCOMO, MANIL, SILEY, TINGUARO y otros guerreros.)



BENCOMO. ¡Gracias al divino Sol

por la victoria ganada!

SILEY. ¿Y a esto le llaman espada?

BENCOMO. Es su nombre en español;

que de la espada sospecho

nombre el de España tomaron.

SILEY. ¿Luego ellos la inventaron?

TINGUARO. Mas no les fue de provecho.

MANIL. A esto llaman un sombrero,

y a esto ropilla o jubón.

TINGUARO. Y esto aquí, los rayos son

Probar a soltarlos quiero.

MANIL ¡Ten cuidado! ¡Quita allá!

TINGUARO. No salen.

BENCOMO. Pruébalo, a ver.

TINGUARO. No acierto.

MANIL. (Mostrando una bota de vino)

¿Y que puede ser

esto que aquí dentro está?

Un español lo traía,

y huyendo por una roca

se lo ponía en la boca

y no sé que le decía.

Quiero esconderlo y después

veré lo que dentro tiene.

TINGUARO. ¡Que triste la infanta viene!



(Entra Dacil. Cesa la música)



BENCOMO. ¿Día de tristeza es

el de tan alta victoria?

DACIL. No estoy yo triste, señor.

BENCOMO. Merezco yo, gran favor,

que te alegres de mi gloria.

Mira tantos enemigos

por esas laderas muertos,

y de sus galas cubiertos

nuestros guerreros y amigos.

Las almas que os habían dado,

a morir con ellos fueron;

la riqueza que trajeron,

en esta tierra han dejado.

Lo hemos, pues, de celebrar.

¡Ea, mis gentes! ¿Que hacemos?

SILEY ¡Ni una prenda les dejemos!

TINGUARO ¡Desnudos han de quedar!



(Salen todos menos DACIL y MANIL.)



DACIL. ¡Ay, Manil, y cuantas veces

te dije que me buscases

aquel español que adoro!

MANIL Lo busqué, y el Sol lo sabe.

Pero había tantos muertos

que me fue imposible hallarle.

DACIL. ¿Luego es muerto?

MANIL. No lo dudes.

DACIL. Entonces he de matarme.

MANIL. Sería gran necedad.

DACIL. Dicen que las almas parten

al punto, cuando se mueren

los cuerpos, a un reino grande.

Si se ha muerto mi español,

luego, con que yo me mate,

iré al reino donde está.



La comedia de Lope de Vega prosigue, ahora centrada más en el romance entre Dacil y Castillo para terminar con la aparición y milagros de la Virgen de Candelaria; pero todo ello, no por menos interesante ya se aparta del propósito presente.

Aquella batalla de la Matanza de Acentejo hizo famosa a la comarca. Topóni­mos como la Baja y la Punta de Juan Blas, la Baja de los Cristianos, Punta de El Sol, Bubaque, etc. todavía recuerdan el hecho.

Cuando la isla fue conquistada dos años más tarde, el Adelanta­do Fernández de Lugo premió a varios de sus hombres de armas con datas de tierras y aguas en Acentejo, siendo de los primeros con­quistadores y colonos pobladores del término gentes como Diego y Martín de Agreda, Diego de Cieza, Fernando de Talavera, Pedro Baez, Pedro Esteviánez, Alonso y Bartolomé Benítez, Juan el Borgoñés, Pedro Camacho, "natural de la Gran Canaria", etc. etc. Se fueron alzando ermitas como la dedicada a San Antonio, se dice que muy cerca del lugar principal de la famosa batalla entre guanches y castellanos, la de San Diego, la conocida popularmente como de la Cruz del Camino, dedicada a San José y la del Salvador, convertida en parroquia, incendiada y vuelta a reconstruir en la década de los años treinta del presente siglo.... Pero, claro, eso serían otras historias.

Las Palmas de Gran Canaria, abril de 1996.

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